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– ¿Cómo puedo ayudarte, domina? -le preguntó César en un tono muy formal.

– Décimo Silano es nuestro paterfamilias, Cayo Julio, pero hay ciertas cosas que atañen a los asuntos de mi difunto primer marido, Marco Junio Bruto, que prefiero tratar personalmente. Mi actual marido no goza de buena salud, así que intento ahorrarle cargas. Es importante que no malinterpretes mis acciones, que a simple vista pueden parecer usurpación de deberes que entran más en la esfera del paterfamilias -le informó ella aún con mayor formalidad. La expresión de interés distante que César había mantenido en el rostro desde el momento en que se sentó, no cambió; sólo se recostó un poco más en la silla.

– No las mal interpretaré -dijo. Sería imposible decir si la mujer se relajó al oír aquello, porque desde que había hecho su entrada en las habitaciones de César, en ningún momento había dado la impresión de no estar relajada. Pero sí que apareció un matiz más seguro en la cautela de Servilia; miró a César francamente.

– Anteayer conociste a mi hijo, Marco Junio Bruto -dijo.

– Un chico agradable.

– Sí, eso mismo creo yo.

– Aunque técnicamente un niño.

– Sí, todavía lo será durante unos meses. Este asunto le concierne a él, e insiste en que no puede esperar.

– Una débil sonrisa le iluminó la comisura izquierda de la boca, que, cuando se veía hablar a Servilia, parecía más móvil que la comisura derecha-. La juventud es impetuosa.

– A mí no me pareció impetuoso -dijo César.

– No lo es en la mayoría de las cosas.

– ¿De manera que he de suponer que tu recado es para comunicarme algo que el joven Marco Junio Bruto quiere? -Eso es.

– Bien -dijo César exhalando profundamente-, una vez establecido el protocolo de rigor, quizás me digas qué quiere.

– Desea desposar a tu hija Julia. ¡Un autodominio magistral!, aplaudió Servilia incapaz de detectar ninguna reacción en los ojos de César, ni en el rostro ni en el cuerpo.

– Sólo tiene ocho años -dijo César.

– Y él todavía no es oficialmente un hombre. Sin embargo, lo desea.

– Puede que cambie de idea.

– Eso le dije yo. Pero me asegura que no lo hará. Y acabó por convencerme de su sinceridad.

– No estoy seguro de querer prometer a Julia en matrimonio todavía.

– Por qué no? Mis dos hijas ya están comprometidas, y son más pequeñas que Julia.

– La dote de Julia es muy pequeña.

– Eso no es nuevo para mí, Cayo Julio. Sin embargo la fortuna de mi hijo es grande. No necesita una esposa adinerada. Su padre lo dejó bien provisto, y además es el heredero de Silano.

– Tú todavía podrías tener un hijo de Silano.

– Es posible.-Pero no probable, ¿verdad?-Silano engendra hijas. César volvió a inclinarse hacia adelante, con apariencia distante todavía.

– Dime qué motivos habría yo de tener para acceder al emparejamiento, Servilia. Ésta alzó las cejas.

– ¡Yo diría que el asunto es evidente por sí mismo! ¿Cómo podría Julia buscar un marido que tuviese mejor posición? Por mi parte, Bruto es un patricio Servilio, por parte de su padre se remonta a Lucio Junio Bruto, el fundador de la República. Todo esto ya lo sabes. Su fortuna es espléndida, su carrera política con toda certeza lo llevará al consulado, y puede que hasta acabe siendo censor ahora que se ha restaurado esa magistratura. Está emparentado con los Rutilios, así como con los Servilios Cepiones y los Livios Drusos. Además hay amicitia a través de la devoción del abuelo de Bruto hacia tu tío por matrimonio, Cayo Mario. Ya me doy cuenta de que tú estás muy emparentado con la familia de Sila, pero ni mi familia ni la de mi marido tuvieron ningún problema con él. Tu propia dicotomía entre Mario y Sila es más pronunciada de lo que pueda afirmar ningún Bruto.

– ¡Oh, argumentas como un abogado! -comentó César apreciativamente; y por fin sonrió.

– Me lo tomaré como un cumplido.

– Deberías hacerlo. César se levantó, dio la vuelta al escritorio y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

– ¿No voy a recibir respuesta, Cayo Julio? -Tendrás respuesta, pero no hoy.

– ¿Cuándo, entonces? -preguntó Servilia mientras caminaba hacia la puerta. Un débil pero seductor perfume emanaba de ella, que caminaba delante de César; éste estaba a punto de decirle que le daría la respuesta después de las elecciones, cuando de pronto se fijó en algo que le fascinó y que hizo que deseara verla de nuevo antes de tal fecha. Aunque Servilia iba irreprochablemente cubierta, como su clase y condición exigían, la parte de atrás de la túnica se había torcido ligeramente dejando al descubierto la piel del cuello y la columna vertebral hasta la mitad de los omóplatos. Y allí, como un fino trazo de pluma, una línea central de vello negro le bajaba desde la cabeza para desaparecer en las profundidades de la ropa. Tenía un aspecto sedoso más que áspero y estaba plano encima de la piel, pero no se encontraba colocado como debía porque la persona que le había secado la espalda a Servilia después del baño no había tenido suficiente cuidado de alisárselo debidamente formando una cresta a lo largo de las bien almohadilladas vértebras de la espina dorsal. ¡Cómo pedía a gritos esa pequeña atención!

– Vuelve mañana, si te va bien -le dijo César al tiempo que pasaba delante de ella para abrirle la puerta. Ningún sirviente esperaba en el diminuto rellano de la escalera, así que César la acompañó hasta el vestíbulo. Pero cuando se disponía a seguirla al exterior, ella le detuvo.

– Gracias, Cayo Julio; con que me hayas acompañado hasta aquí es suficiente.

– ¿Estás segura? Este no es precisamente el mejor vecindario.

– Tengo escolta: Hasta mañana, entonces. César volvió a subir la escalera hasta las últimas ráfagas flotantes de aquel sutil perfume y tuvo la sensación de que de algún modo la habitación estaba más vacía que nunca. Servilia… ella era profunda, y cada una de las capas de su ser era de una dureza diferente: hierro, mármol, basalto y diamante. No era nada simpática. Ni femenina tampoco, a pesar de aquellos grandes y bien formados pechos. Podría resultar desastroso volverle la espalda, porque César la imaginaba con dos rostros, como Jano, uno para ver adónde iba y otro para ver quién la seguía. Un completo monstruo. No era extraño que todos dijeran que Silano estaba cada vez más enfermo. Ningún paterfamilias intercedería por Bruto; no hacía falta que ella se lo hubiese explicado. Estaba muy claro que Servilia se ocupaba de sus propios asuntos, incluido su hijo, dijera lo que dijese la ley. De manera que, ¿sería idea de ella lo del compromiso con Julia, o de verdad partiría de Bruto? Aurelia quizás lo supiera. Iría a casa y se lo preguntaría. Y a casa fue, todavía pensando en Servilia y en cómo sería regular y disciplinar aquella tenue línea de vello negro que le bajaba por la espalda.

– ¡Mater! -la llamó irrumpiendo en su despacho-. ¡Necesito hacerte una consulta urgente, así que deja lo que estés haciendo y ven a mi estudio! Aurelia dejó la pluma y miró a César llena de asombro.