Выбрать главу

– ¿Edad madura? -le preguntó Pompeyo indignado-. ¡Que yo haya sido cónsul no significa que esté chocho! ¡No cumpliré los treinta y ocho hasta finales de setiembre!

– Mientras que yo -dijo César con aire presumido- acabo de cumplir los treinta y dos hace muy poco; y a esa edad, Pompeyo Magnus, tú tampoco eras cónsul.

– Oh, me tomas el pelo -dijo Pompeyo calmándose-. Eres como Cicerón, seguirías bromeando aunque te llevaran a la hoguera.

– Ojalá fuera yo tan ingenioso como Cicerón. Pero no me has contestado a la seria pregunta que te he hecho, Magnus. ¿Qué haces en Roma si no tienes mejor motivo que ver cómo eligen a los tribunos de la plebe? No diría que tengas necesidad de emplear tribunos de la plebe en estos tiempos.

– Un hombre siempre necesita un tribuno de la plebe o dos, César.

– ¿Ah, sí? ¿Qué te traes entre manos, Magnus? Aquellos vivos ojos azules se abrieron completamente y le dirigieron una mirada candorosa a César.

– No me traigo nada entre manos, César.

– ¡Oh, mira! -gritó César señalando hacia el cielo-. ¿Lo has visto, Magnus? -¿Si he visto qué? -le preguntó Pompeyo al tiempo que se esforzaba por examinar las nubes.

– Ese cerdo rosa que vuela como un águila.

– No me crees.

– Exacto, no te creo. ¿Por qué no desembuchas? Yo no soy tu enemigo, como bien sabes. En realidad te he sido de enorme ayuda en el pasado, y no hay razón para que no deba seguir sirviéndote de ayuda en tu carrera en el futuro. No soy mal orador, eso tienes que reconocerlo.

– Pues…

– empezó a decir Pompeyo; pero luego guardó silencio.

– ¿Pues qué? Pompeyo se detuvo, echó una mirada hacia la multitud de clientes que tenía detrás, que venían siguiéndolo, movió la cabeza y se desvió un poco para apoyarse en una de las bonitas columnas de mármol que soportaban la arcada de la cámara principal de la basílica Emilia. César comprendió que aquél era el modo que tenía Pompeyo de evitar que le oyesen a escondidas, así que se colocó al lado del Gran Hombre para escuchar lo que decía mientras la horda de clientes permanecía, con los ojos brillantes y muertos de curiosidad, demasiado lejos como para poder oír una palabra.

– ¿Y si alguno sabe leer los labios? -preguntó César.

– ¡Vuelves a estar de broma!

– No exactamente. Pero no estaría de más que les diéramos la espalda y fingiéramos que estamos orinando en el corredor central de la basílica Emilia. Aquello fue demasiado; Pompeyo hasta lloró de risa. Sin embargo, cuando se calmó, César observó que se volvía lo suficientemente de espaldas a sus clientes como para quedar de perfil a ellos y que movía los labios de manera tan furtiva como un vendedor de pornografía en el Foro.

– De hecho -cuchicheó Pompeyo-, tengo un buen individuo entre los candidatos de este año.

– ¿Aulo Gabinio? -¿Cómo lo has adivinado? -Es natural de Picenum, y formaba parte de tu personal privado en Hispania. Además es un buen amigo mío. Fuimos juntos tribunos militares de categoría junior en el asedio de Mitilene.

– El rostro de César adquirió un matiz irónico-: A Gabinio tampoco le caía simpático Bíbulo, y con los años no se ha hecho precisamente simpatizante de los boni, que digamos.

– Gabinio es un individuo excelente, uno de los mejores que conozco -le aseguró Pompeyo.

– Y extraordinariamente capaz.

– Eso también.

– ¿Qué va a legislar él para ti? ¿Despojará del mando a Lúculo y te lo entregará en bandeja de oro? -¡No, no! -respondió bruscamente Pompeyo-. ¡Es demasiado pronto para eso! Primero necesito una breve campaña para calentar los músculos.

– Los piratas -aseveró César al instante.

– ¡Acertaste otra vez! De los piratas se trata. César dobló la rodilla derecha para plegar la pierna contra la columna que tenía a su lado y puso cara de que entre ellos no estuviera teniendo lugar otra cosa que una agradable charla acerca de los viejos tiempos.

– Te aplaudo, Magnus. Eso no sólo es muy inteligente, sino también muy necesario.

– ¿No te impresiona Metelo Pequeña Cabra de Creta? -Ese hombre es un tonto testarudo, y venal por añadidura. No parecía cuñado de Verres para nada… y en más de un aspecto. Con tres excelentes legiones apenas consiguió ganar una batalla en tierra contra veinticuatro mil cretenses desorganizados y sin instrucción militar a los que conducían hombres que eran marineros más que soldados.

– Terrible -dijo Pompeyo moviendo la cabeza con aire lúgubre-. Y yo te pregunto, César, ¿de qué sirve librar batallas en tierra cuando los piratas operan en el mar? Está muy bien decir que lo que hace falta erradicar son sus bases en tierra, pero a menos que se les capture en el mar no se podrá destruir su medio de vida: sus barcos. El arte de la guerra naval moderna no es como en Troya, no se les puede quemar los barcos cuando están varados en la orilla. Mientras la mayor parte de los piratas le mantienen a uno a raya lejos, el resto forma tripulaciones de reducido número de miembros y se lleva la flota a otra parte.

– Sí -dijo César moviendo la cabeza afirmativamente-, todo el mundo ha cometido el mismo error hasta el momento, desde ambos Antonios hasta Vatia Isáurico. Quemar aldeas y saquear pueblos. Para esa tarea hace falta un hombre con verdadero talento para la organización.

– ¡Exactamente! -gritó Pompeyo-. ¡Y yo soy ese hombre, te lo prometo! Si mi voluntaria inercia del último par de años no ha servido para otra cosa, por lo menos me ha proporcionado tiempo para pensar. En Hispania me limité a bajar los cuernos y cargué ciegamente para entrar en batalla. Lo que debería haber hecho es idear el modo de ganar la guerra antes de sacar un pie de Mutina. Tendría que haberlo investigado todo de antemano, no sólo el modo de abrir una ruta nueva a través de los Alpes, de ese modo habría sabido cuántas legiones necesitaba, cuántos hombres a caballo, cuánto dinero en mis arcas de guerra… y habría aprendido a entender a mi enemigo. Quinto Sertorio era un hombre que tenía una táctica brillante. Pero, César, las guerras no se ganan sólo a base de táctica. ¡La estrategia es la clave!

– ¿Así que has estado haciendo los deberes acerca de ese asunto de los piratas, Magnus? -Desde luego que sí. Y de forma exhaustiva. He estudiado todos y cada uno de los aspectos, desde el mayor hasta el más pequeño. Mapas, espías, barcos, dinero, hombres. Sé muy bien cómo llevar a cabo el trabajo -dijo Pompeyo mostrando una clase de confianza diferente de la que tenía antes. Hispania había sido la última campaña del Muchacho Carnicero. En el futuro ya no sería carnicero en ningún aspecto. Así César contempló con gran interés la elección de los diez tribunos de la plebe. Aulo Gabinio sería con toda certeza uno de los elegidos, y desde luego quedó muy arriba en las votaciones, lo cual significaba que sería presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la plebe que entraría en ejercicio el día décimo del próximo mes de diciembre. Como los tribunos de la plebe promulgaban la mayoría de las leyes nuevas, y tradicionalmente eran los únicos legisladores a los que les gustaba ver cambios, todas las facciones poderosas del Senado necesitaban «poseer» por lo menos un tribuno de la plebe. Incluso los boni, que utilizaban a sus hombres para bloquear cualquier legislación nueva; el arma más poderosa de que disponían los tribunos de la plebe era el veto, que podían ejercer contra sus compañeros, contra todos los demás magistrados e incluso contra el Senado. Eso significaba que los tribunos de la plebe que pertenecieran a los boni no se encargaban de promulgar nuevas leyes, sino de vetarlas. Y, desde luego, los boni habían logrado que eligieran a tres de sus hombres: Glóbulo, Trebelio y Otón. Ninguno de ellos era brillante, pero claro, un tribuno de la plebe que perteneciera a los boni no necesitaba ser brillante, sino simplemente ser capaz de articular la palabra «¡Veto!». Pompeyo tenía dos hombres excelentes en el nuevo colegio para perseguir sus fines. Aulo Gabinio quizás careciera, relativamente, de antepasados y fuera un hombre pobre, pero llegaría lejos; César lo sabía ya desde la época del asedio de Mitilene. Naturalmente, el otro hombre de Pompeyo también era de Picenum: un tal Cayo Cornelio, que no era patricio nada más que por ser miembro de la venerable gens Cornelia. Quizás no estuviera tan atado a Pompeyo como lo estaba Gabinio, pero ciertamente no vetaría ningún plebiscito que Gabinio pudiera proponerle a la plebe. Aunque todo esto era interesante para César, el único hombre elegido que le preocupaba no estaba atado ni a los boni ni a Pompeyo el Grande. Se trataba de Caro Papirio Carbón, un hombre radical con un hacha propia que blandir. Desde hacía algún tiempo se le oía decir en el Foro que pensaba acusar al tío de César, Marco Aurelio Cotta, por retención ilegal del botín capturado en Heraclea durante la campaña de Marco Cotta en Bitinia contra el rey Mitrídates, viejo enemigo de Roma. Marco Cotta había regresado triunfal hacia el final de aquel consulado conjunto de Pompeyo y Craso, y entonces nadie había puesto en tela de juicio su integridad. Pero ahora Carbón estaba muy atareado removiendo viejas aguas, y como tribuno de la completamente restaurada plebe estaría investido de poder suficiente especialmente convocado al efecto. Como César amaba y admiraba a su tío Marco, la elección de Carbón le producía gran preocupación. Contada la última baldosa a modo de papeleta, los diez hombres victoriosos se pusieron de pie en los rostra para agradecer las aclamaciones; luego César dio media vuelta y regresó a su casa caminando despacio. Estaba cansado: demasiado poco sueño, demasiada Servilia. No habían vuelto a verse hasta el día después de las elecciones en la Asamblea Popular, hacía unos seis días, y, como era de esperar, ambos tenían algo que celebrar. A César lo habían elegido conservador de la vía Apia. «Qué demonios te ha entrado para asumir ese trabajo? -le había preguntado en tono exigente Apio Claudio Pulcher, atónito-. Es la carretera de mi antepasado, pero yo no soy tan tonto. Te arruinarás en un año.» El presunto hermano de Servilia, Cepión, había salido elegido como uno de los veinte cuestores. La suerte le había proporcionado un destino dentro de Roma en calidad de cuestor urbano, lo cual significaba que no tendría que servir en una provincia. Así que se habían reunido con un estado de ánimo lleno de satisfacción y anhelo mutuo, y el día que pasaron juntos en la cama les había resultado tan placentero que ninguno de los dos estuvo dispuesto a posponer otro día como aquél. Se veían a diario para darse un festín de labios, lenguas y piel, y cada vez encontraban algo nuevo que hacer, algo diferente que explorar. Hasta aquel día, en que las nuevas elecciones habían hecho imposible un encuentro. Y quizás tampoco encontrarían otra ocasión hasta las calendas de setiembre, porque Silano iba a llevarse a Servilia, a Bruto y a las niñas a la costa de Cumae, donde tenía una villa en la que pasaban las vacaciones. Silano también había tenido éxito en las elecciones de aquel año; era pretor urbano para el año siguiente. Aquella importantísima magistratura elevaría también el perfil público de Servilia; entre otras cosas, ella confiaba en que su casa fuera elegida para los ritos exclusivos de mujeres de Bona Dea, en los que las más ilustres matronas de Roma ponían a la buena diosa a dormir para el invierno. Y también era ya hora de que él le comunicara a Julia que había concertado un matrimonio para ella. La ceremonia oficial de compromiso matrimonial no tendría lugar hasta que Bruto vistiese la toga virilis, pero las formalidades legales estaban hechas, de manera que el destino de Julia estaba sellado. Por qué había pospuesto aquella tarea cuando tal no había sido nunca su costumbre, era una pregunta que le bullía en el fondo de la mente; le había pedido a Aurelia que le comunicase la noticia a Julia, pero ella, muy rigurosa en cuanto al protocolo doméstico, se había negado a hacerlo. El era el paterfamilias; él debía hacerlo. ¡Mujeres! ¿Por qué tendría que haber tantas mujeres en su vida, y por qué creía él que el futuro le reservaba todavía más? Por no decir más problemas por causa de ellas. Julia había estado jugando con Matia, la hija de su querido amigo Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de la ínsula de Aurelia. Sin embargo volvió a casa antes de la cena con tiempo suficiente como para que César no encontrase ya excusa para posponerlo y no decírselo a la niña, que bailaba por el jardín interior como una joven ninfa, con las vestiduras flotando en el aire alrededor de su figura inmadura entre una bruma de azul lavanda. Aurelia siempre la vestía con ropas de color azul o verdes pálidos y suaves, y tenía razón al hacerlo. Qué hermosa va a ser, pensó César al contemplarla; quizás no igualase a Aurelia en la pureza de huesos griega, pero ella poseía esa mágica cualidad de las Julias que Aurelia, tan pragmática, tan sensata y tan propia de los Cotta, no tenía. Siempre decían que las Julias hacían felices a sus hombres, y él así lo creía cada vez que veía a su hija. El adagio no era infalible; su tía más joven -que había sido la primera esposa de Sila- se había suicidado después de. una larga aventura con el jarro de vino, y su prima Julia Antonia iba por su segundo y horrible marido entre unos ataques de depresión e histeria cada vez más fuertes. Pero Roma continuaba diciéndolo, y él no pensaba contradecirlo; todo noble con riqueza suficiente para no necesitar una esposa rica pensaba primero en una Julia. Cuando Julia vio a su padre apoyado en el alféizar de la ventana del comedor, se le iluminó el rostro; fue volando hacia él, trepó por la pared y saltó por la ventana hasta los brazos de su padre en grácil ejercicio.