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– ¡Esta cuesta es muy pronunciada, mamá! ¿No puedes ir más despacio? -jadeaba Bruto mientras su madre marchaba Clivus Orbius arriba, al final del Foro; el muchacho sudaba profusamente.

– Si hicieras más ejercicio no te quejarías -dijo Servilia sin impresionarse.

Hedores nauseabundos y putrefactos asaltaron las fosas nasales de Bruto a medida que los altos edificios de viviendas de Subura se hacinaban apretados entre sí y cerraban el paso a la luz el sol; las paredes desconchadas rezumaban limo, las acequias de las aceras llevaban regueros oscuros y espesos hacia el interior de las rejillas y las diminutas cavernas sin iluminación que eran las tiendas pasaban incontables. Por lo menos la sombra húmeda y malsana hacía que la temperatura resultase algo más fresca, pero aquélla era una parte de Roma de la que el joven Bruto de buena gana hubiera prescindido, por mucho que allí estuviera «todo el mundo».

Por fin llegaron a la parte exterior de una puerta bastante presentable de roble curado, bien tallada en forma de paneles y con un brillante y pulido llamador orichalcum en forma de cabeza de león con las fauces abiertas. Uno de los esclavos de Servilia golpeó con él vigorosamente la puerta, que se abrió de inmediato. Tras ella, de pie, se encontraba un anciano griego manumitido, más bien rollizo, que les hizo una profunda reverencia mientras les franqueaba la entrada.

Era una reunión de mujeres, desde luego; si Bruto hubiera sido lo bastante mayor como para ponerse la toga blanca sin adornos, la toga virilis, y ya hubiera estado iniciado en las filas de los hombres, no se le habría permitido acompañar a su madre. Aquella idea le provocaba pánico a Bruto. ¡Mamá debía tener éxito en su petición, él tenía que seguir viendo a su querido amor después de diciembre, cuando alcanzara la categoría de hombre adulto! Pero sin traicionar en absoluto ese sentimiento, Bruto abandonó las faldas de Servilia en el mismo momento en que empezaron los saludos efusivos, y se escabulló hacia un rincón tranquilo de aquella habitación llena de chillidos, procurando hacer todo lo posible por mezclarse con la decoración, carente de pretensiones.

– ¡Ave, Bruto! -dijo una voz ligera aunque ronca.

Este volvió la cabeza, miró hacia abajo y sintió que el pecho se le hundía.

– Ave, Julia.

– Ven, siéntate conmigo -le exigió la hija de la casa al tiempo que lo conducía hasta un par de sillas pequeñas que había justo en el rincón. Se instaló en una de ellas mientras Bruto se agachaba con dificultad para acomodarse en la otra.

Sólo ocho años… ¿cómo era posible que fuese ya tan hermosa?, se preguntaba el deslumbrado Bruto, que la conocía bien porque su madre era una gran amiga de la abuela de la niña. Blanca como el hielo y la nieve, con la barbilla puntiaguda, los pómulos bien formados, los labios débilmente rosados y tan deliciosos como una fresa, y unos ojos azules muy abiertos que miraban con gentil viveza todo lo que abarcaban; si Bruto había ahondado en la poesía del amor era a causa de aquella niña a quien había amado durante… ¡oh, durante varios años! Y sin haber comprendido en realidad que aquello era amor hasta hacía poco tiempo, cuando Julia había vuelto la mirada hacia él con una sonrisa tan dulce que el descubrimiento de aquella comprensión había sido para Bruto algo semejante al sobresalto que provoca el estallido de un trueno.

Aquella misma noche Bruto había acudido a su madre y la había informado de que deseaba casarse con Julia cuando ésta creciera lo suficiente.

Servilia lo había mirado fijamente, atónita.

– ¡Si no es más que una niña, mi querido Bruto! Tendrás que esperar nueve o diez años.

– Se prometerá en matrimonio mucho antes de que sea lo suficientemente mayor para casarse -le había respondido Bruto haciendo evidente su angustia-. ¡Por favor, mamá, en cuanto su padre regrese a casa pídele la mano de Julia en matrimonio!

– Es muy posible que cambies de opinión.

– ¡Nunca, nunca!

– Su dote es mínima.

– Pero su cuna es todo lo que podrías desear en mi esposa.

– Cierto.

– Aquellos ojos negros que podían adoptar una expresión tan dura reposaron en el rostro de su hijo no exentos de comprensión; Servilia apreciaba la fuerza de aquel argumento. De manera que estuvo dándole vueltas mentalmente durante unos instantes, y luego asintió-. Muy bien, Bruto, la próxima vez que su padre venga a Roma, se lo pediré. No necesitas una esposa rica, pero es esencial que su cuna esté a la altura de la tuya, y una Julia sería ideal. Especialmente esta Julia, patricia por ambas partes.

Y así lo habían dejado, en espera de que el padre de Julia regresara de la Hispania Ulterior, donde desempeñaba el cargo de cuestor. Y a pesar de que era la inferior de las magistraturas importantes, no era de extrañar que Servilia supiera que el padre de Julia había desempeñado el cargo extremadamente bien. Lo que sí resultaba extraño era que ella nunca lo hubiera conocido en persona, considerando lo poco numeroso que era el grupo de verdaderos aristócratas de Roma. Ella era una; él, otro. Pero, según los rumores femeninos, aquel hombre era una especie de marginado entre los de su clase, demasiado ocupado para hacer la vida social que la mayoría de sus iguales cultivaban cuando se encontraban en Roma. Habría sido más fácil solicitar la mano de su hija en nombre de Bruto si ella ya lo conociese, aunque albergaba pocas dudas de cuál iba a ser la respuesta. Bruto era muy buen partido, incluso ante los ojos de un Julio.

El salón de recepción de Aurelia no podía compararse a un atrio palatino, pero era lo bastante grande como para albergar cómodamente a la docena aproximadamente de mujeres que lo habían invadido. Los postigos abiertos daban a lo que comúnmente se consideraba un bonito jardín, gracias a Cayo Matio, el inquilino del otro apartamento de la planta baja; él había hallado la manera de que las rosas pudieran florecer en la sombra; había conseguido que las parras escalasen los doce pisos de paredes con celosías y balcones, había podado los arbustos de boj hasta formar esferas perfectas y había instalado un habilidoso sistema de alimentación basado en la fuerza de gravedad hasta el estanque de mármol, lo que permitía que un encabritado delfín de dos colas escupiera agua por aquella espantosa boca suya.

Las paredes del salón de recepción estaban bien conservadas y pintadas con el color rojo de moda; el suelo de terrazo barato se había bruñido hasta adquirir un atractivo brillo de color rosa rojizo, y el techo se había pintado simulando un cielo de mediodía con nubes algodonosas, aunque no podía presumir de ornamentos caros. No era la residencia de uno de los poderosos, pero sí adecuada para un senador de rango inferior, suponía Bruto mientras lo observaba todo sentado junto a Julia, que a su vez miraba a las mujeres; Julia lo sorprendió, así que Bruto también dirigió la mirada hacia las mujeres.

Su madre había tomado asiento junto a Aurelia en un canapé, desde donde podía exhibirse a sus anchas a pesar de que a su anfitriona, aunque había alcanzado ya los cincuenta y cinco años, se la consideraba una de las mayores bellezas de Roma. La figura de Aurelia era elegantemente esbelta y le favorecía permanecer en reposo, porque entonces no se le notaba que cuando se movía lo hacía con demasiada viveza como para resultar grácil. Ni un asomo de canas le enturbiaba el cabello de color castaño, y tenía la piel lisa y lechosa. Era ella quien le había recomendado a Servilia una escuela para Bruto, porque era la principal confidente de la madre de éste.

A causa de ese pensamiento la mente de Bruto dio un salto hasta la escuela, una digresión típica para una mente que tenía tendencia a la divagación. Su madre no deseaba enviar a Bruto a la escuela, pues temía que su hijo se viera expuesto a niños de rango y salud inferiores, y estaba preocupada asimismo porque la naturaleza estudiosa de Bruto fuera motivo de risas. Mejor que Bruto tuviera su propio tutor en casa. Pero entonces el padrastro de Bruto había insistido en que aquel único hijo varón necesitaba el estímulo y la competencia de una escuela.