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– ¿Por qué estamos aquí dentro, tata? -le preguntó la niña un poco desconcertada.

– Tengo que darte una noticia y me gustaría hacerlo en un lugar tranquilo -le dijo César, que, una vez que había tomado la decisión de comunicársela, ya no se sentía perdido sobre cómo hacerlo.

– ¿Una buena noticia? -Pues no lo sé bien, Julia. Eso espero, pero yo no vivo dentro de tu piel. Quizás no sea una noticia demasiado buena, pero creo que cuando te acostumbres a ella no la encontrarás intolerable. Como Julia era despierta e inteligente, aunque no hubiera nacido para erudita, lo comprendió de inmediato.

– Me has buscado un marido -dijo.

– Sí. ¿Te complace? -Mucho, tata. Junia está prometida en matrimonio y se comporta como un déspota con todas las que no lo estamos. ¿Quién es? -El hermano de Junia, Marco Junio Bruto.

– César la estaba mirando a los ojos, así que captó el veloz destello propio de un animal herido antes de que ella volviera la cabeza y mirara directamente hacia adelante. Se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva-. ¿No te complace? -le preguntó César con el corazón destrozado.

– Es una sorpresa, eso es todo -dijo la nieta de Aurelia, a quien desde que abandonara la cuna le habían enseñado a aceptar cualquier suerte que el destino le deparase en la vida, desde maridos hasta los muy reales peligros que lleva implícita la maternidad. Volvió la cabeza, ahora con los ojos azules abiertos y sonrientes-. Estoy muy complacida. Bruto es agradable.

– ¿Estás segura? -¡Oh, tata, claro que estoy segura! -dijo con tanta sinceridad que la voz le tembló-. De verdad, tata, es una buena noticia. Bruto me querrá y me cuidará, estoy segura. A César se le alivió el peso que sentía en el corazón; suspiró, sonrió, le cogió la manita a Julia y se la besó ligeramente antes de envolverla en un abrazo. No se le pasó por la cabeza preguntarle si ella podría aprender a amar a Bruto, porque el amor no era una emoción de la que César disfrutase, ni siquiera el amor que había experimentado por Cinnilla y por su exquisito duende. Sentir amor lo hacía vulnerable, y eso era algo que César odiaba. Luego Julia se bajó del canapé y desapareció de la vista; César oyó cómo la niña llamaba a su abuela mientras corría hacia el despacho de Aurelia.

– ¡Avia, avia, voy a casarme con mi amigo Bruto! ¿No es espléndido? ¿No es una buena noticia? Poco después César oyó el largo gemido que anunciaba un ataque de llanto. Se quedó escuchando llorar a su hija como si se le hubiera roto el corazón, pero no sabía si de gozo o de pena. Salió a la sala de recepción al tiempo que Aurelia acompañaba a la niña al cubículo donde dormía; Julia llevaba el rostro enterrado en el costado de Aurelia. La madre de César parecía imperturbable.

– ¡Ojalá -dijo dirigiéndose a él- las criaturas hembras rieran cuando son felices! Pero en cambio la mitad de ellas lloran. Incluida Julia.

La Fortuna, ciertamente, continuaba favoreciendo a Cneo Pompeyo Magnus, reflexionó César a primeros de diciembre, sonriendo para sí mismo. El Gran Hombre había señalado su deseo de erradicar la amenaza pirata, y la fortuna, obediente, convino en gratificarle cuando la cosecha de grano de Sicilia llegó a Ostia, el puerto de Roma situado en la desembocadura del río Tíber. Allí los barcos de carga de gran calado descargaban su preciosa mercancía en barcazas para que el grano hiciese el último tramo del viaje Tíber arriba hasta los silos del propio puerto de Roma. Allí la seguridad era absoluta, por fin estaba en casa. Varios cientos de barcos convergieron en Ostia para descubrir que ninguna barcaza los estaba esperando; el cuestor de Ostia había preparado las cosas tan redomadamente mal que había permitido que las barcazas realizasen un viaje extra río arriba a Tuder y Ocriculum, donde la cosecha del valle del Tíber exigía el transporte río abajo hasta Roma. Así que mientras los capitanes de barco y los magnates del grano estaban que echaban humo y el desventurado cuestor corría en círculos cada vez más pequeños, el Senado, airado, le enviaba al único cónsul, Quinto Marcio Rex, para que rectificase las cosas de inmediato. Había sido un año desgraciado para Marcio Rex, cuyo colega en el consulado había muerto poco después de asumir el cargo. El Senado había nombrado un cónsul suplente para que ocupase la vacante, pero éste también murió, y tan pronto que ni siquiera había tenido tiempo de poner el trasero en la silla curul. Una apresurada consulta de los Libros Sagrados puso de manifiesto que no debían tomarse más medidas, lo cual dejó a Marcio Rex gobernando en solitario. Aquello había echado a perder los planes que tenía para pasar durante el consulado a su provincia, Cilicia, que se le había otorgado cuando las hordas de cabilderos, caballeros de negocios, habían logrado que se la quitasen a Lúculo. Ahora, justo cuando Marcio Rex esperaba poder partir por fin para Cilicia, se presentaba aquel caos del grano en Ostia. Rojo de ira, sacó a dos pretores de los tribunales de Roma y los envió con toda urgencia a Ostia para arreglar las cosas, cada uno de ellos precedido de seis lictores de túnica roja que portaban las hachas en sus fasces. Lucio Belieno y Marco Sextilio avanzaron majestuosamente hacia Ostia desde Roma. Y precisamente en aquel mismo momento una flota pirata de más de cien airosas galeras de guerra avanzaba, a su vez sobre Ostia desde el mar Toscano. Cuando llegaron los pretores se encontraron media ciudad en llamas y a los piratas obligando a las tripulaciones de los barcos cargados de grano a remar en sus naves otra vez con rumbo a las rutas marítimas. La audacia de aquel ataque -¿quién iba a soñar siquiera que los piratas invadieran un lugar sito a tan escasa distancia de la poderosa Roma?- había cogido por sorpresa a todo el mundo. Las únicas tropas cercanas eran las que estaban en Capua, la milicia de Ostia se encontraba demasiado ocupada apagando los incendios en tierra para pensar siquiera en ofrecer resistencia, y nadie había tenido el mínimo sentido común para enviar un mensaje urgente a Roma a fin de pedir ayuda. Ninguno de los dos pretores era hombre decidido, así que ambos quedaron en pie atónitos y desorientados en medio de la vorágine de los muelles. Y allí los descubrió un grupo de piratas, los hizo prisioneros a ellos y a sus lictores, los hicieron subir a todos a bordo de una galera y se hicieron alegremente a la mar en pos de la flota de grano, que ya se iba perdiendo de vista. ¡Aquella captura de dos pretores -uno de ellos nada menos que tío del gran noble patricio Catilina- junto con sus lictores y fasces significaba por lo menos doscientos talentos de rescate! El efecto que el ataque produjo en Roma fue tan predecible como inevitable: los precios del grano se elevaron de inmediato; multitudes de furiosos comerciantes, molineros, panaderos y consumidores se dirigieron al Foro inferior para manifestarse contra la incompetencia gubernamental, y el Senado se retiró a deliberar con las puertas de la Curia cerradas para que nadie del exterior pudiera oír cuán lúgubre iba a ser, con seguridad, el debate que tendría lugar allí dentro. Cuando Quinto Marcio Rex hubo llamado sin resultado varias veces para que alguien tomase la palabra, se levantó finalmente -al parecer con enorme reticencia- el tribuno de la plebe electo Aulo Gabinio, que bajo aquella luz tenue y filtrada, pensó César, parecía todavía más galo. Aquél era siempre el mismo problema con todos los hombres naturales de Picenum: que el galo que llevaban dentro se notaba más que la parte romana. Incluido Pompeyo. No era tanto por el pelo rojo o dorado que muchos de ellos lucían, ni por los ojos azules o verdes; muchos romanos impecablemente romanos eran muy rubios. Incluido César. El fallo estaba en la estructura ósea picentina. Rostros redondos, barbillas partidas con hoyuelo, narices cortas -la de Pompeyo era incluso respingona-, labios más bien finos. Eran galos, no romanos. Ello les ponía en desventaja, pues anunciaban a los cuatro vientos que por mucho que clamasen diciendo que procedían de emigrantes sabinos, la verdad era que descendían de galos que se habían asentado en Picenum hacía más de trescientos años. La reacción entre la mayoría de los senadores, que estaban sentados en taburetes plegables, fue palpable cuando Gabinio el Galo se puso en pie: desagrado, desaprobación, taciturnidad. En circunstancias normales le habría tocado más tarde el turno para hablar, pues estaba muy abajo en la jerarquía. En aquellos momentos le pasaban por delante catorce magistrados titulares, catorce magistrados electos y unos veinte consulares, si es que estaban todos presentes, naturalmente. Pero como de costumbre no estaban todos. Sin embargo, que un magistrado tribunicio abriera el debate era algo casi sin precedentes.