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– Este no ha sido un buen año, ¿verdad? -preguntó Aulo Gabinio a la cámara después de cumplir con las formalidades de saludar a aquellos que se encontraban por encima y por debajo de él en la jerarquía social-. Durante los últimos seis años hemos intentado hacer la guerra sólo contra los piratas de Creta, aunque los piratas que acaban de saquear Ostia y de capturar la flota de grano, por no mencionar que han secuestrado a dos pretores y las insignias propias de su cargo, no proceden de ningún lugar tan lejano como Creta, ¿no es cierto? No, surcan las aguas del Mare Nostrum desde las bases que tienen en Sicilia, en Liguria, en Cerdeña y en Córcega. Están guiados sin duda por Megadates y Farnaces, quienes durante años han disfrutado de un delicioso pacto con varios gobernadores de Sicilia, como con el exiliado Cayo Verres; según el cual pueden ir donde les plazca dentro de las aguas y puertos de Sicilia. Supongo que reunieron a sus aliados y siguieron a la flota que transportaba el grano durante todo el viaje desde Lilibeo. Quizás en principio tuvieran intención de atacarla en alta mar, pero luego alguna persona emprendedora que tienen en nómina en Ostia los avisó de que no había barcazas allí, y de que era probable que no las hubiera en un plazo de ocho o nueve días. Bien, ¿por qué inclinarse por capturar sólo una parte de la flota de grano atacándola en alta mar? ¡Mejor hacer el trabajo mientras se encuentra parada, intacta y cargada a tope en el puerto de Ostia! ¡Quiero decir que el mundo entero sabe que Roma no tiene legiones en su propia patria, en el territorio del Lacio! ¿Qué iba a poder detenerlos en Ostia? ¿Y qué los detuvo realmente en Ostia? La respuesta es muy breve y simple: ¡nada! Aquella última palabra la pronunció como un bramido; todo el mundo se sobresaltó, pero nadie replicó. Gabinio miró a su alrededor y pensó que ojalá Pompeyo estuviera allí para oírle. Era una verdadera lástima que no estuviera. Sin embargo, ¡a Pompeyo le encantaría la carta que Gabinio pensaba mandarle aquella noche!

– Hay que hacer algo -continuó diciendo Gabinio-, y con ello no me refiero al fracaso habitual tan exquisitamente personificado por la campaña que nuestro jefe Pequeña Cabra continúa librando todavía en Creta. Primero apenas consigue derrotar a esa chusma cretense en una batalla en tierra, luego le pone sitio a Cidonia, que acaba por capitular… ¡pero deja que el gran almirante pirata Panares siga libre! De modo que caen un par de ciudades más, luego pone sitio a Cnosos, dentro de cuyas murallas permanece oculto el gran almirante pirata Lastenes. Cuando la caída de Cnosos parece inevitable, Lastenes destruye todos los tesoros que no puede llevarse consigo y escapa. Una eficiente operación de asedio, ¿verdad? Pero, ¿cuál de estos desastres le causa aún más pena a nuestro jefe Pequeña Cabra? ¿La huida de Lastenes o la pérdida del tesoro? ¡Vaya, pues la pérdida del tesoro, naturalmente! Lastenes no es más que un pirata, y los piratas no se hacen chantaje unos a otros. ¡Los piratas esperan ser crucificados como esclavos que fueron en otro tiempo!

– Gabinio, el galo de Picenum, hizo una pausa, sonriendo salvajemente como sólo un galo sabe hacerlo. Respiró profundamente y luego añadió-: ¡Hay que hacer algo! Y se sentó. Nadie habló. Nadie se movió. Quinto Marcio Rex suspiró.

– Nadie tiene nada que decir? -Paseó la mirada de una grada a otra a ambos lados de la Cámara y no descansó en ninguna parte hasta que se encontró con el rostro de César, que reflejaba una mirada irónica. Pero, ¿por qué miraría César de aquel modo?-. Cayo Julio César, a ti te capturaron los piratas en una ocasión y te las arreglaste para salir lo mejor posible del trance. ¿No tienes nada que decir? -le preguntó Marcio Rex. César se levantó de su asiento en la segunda grada.

– Sólo una cosa, Quinto Marcio -dijo-. Hay que hacer algo. Y se sentó. El único cónsul del año alzó ambas manos al aire como gesto de derrota y levantó la sesión.

– ¿Cuándo vas a dar el golpe? -le preguntó César a Gabinio mientras salían juntos de la Curia Hostilia.

– Todavía no -repuso alegremente Gabinio-. Primero tengo que hacer otras cosas, y también Cayo Cornelio. Sé que es tradicional empezar el año como tribuno de la plebe con las cosas más importantes primero, pero considero que eso es una mala táctica. Dejemos que nuestros estimados cónsules electos Cayo Pisón y Manio Acilio Glabrio se calienten primero el trasero en la silla curul. Quiero que crean que Cornelio y yo hemos agotado nuestro repertorio antes de que yo intente siquiera reabrir el tema de hoy.

– En enero o febrero, entonces.

– Desde luego, no antes de enero -dijo Gabinio.

– Así que Magnus está completamente dispuesto a encargarse de los piratas.

– Hasta sus últimas consecuencias. Puedo asegurarte, César, que en Roma nunca se habrá visto nada semejante.

– Entonces que venga pronto enero.

– César hizo una pausa y volvió la cabeza para mirar irónicamente a Gabinio-. Magnus nunca conseguirá que Cayo Pisón se ponga de su parte, está demasiado unido a Catulo y a los boni, pero Glabrio es más prometedor. No ha olvidado nunca lo que le hizo Sila.

– ¿Cuando le obligó a divorciarse de Emilia Escaura? -Eso es. Él es el cónsul de menor categoría del año próximo, pero siempre resulta útil tener por lo menos a uno de los cónsules por esclavo. Gabinio soltó una risita.

– Pompeyo tiene algo pensado para nuestro querido Glabrio.

– Bien. Si puedes dividir a los cónsules del año, Gabinio, podrás avanzar más y mucho más de prisa.

César y Servilia continuaron viéndose cuando ella regresó de Cumae a finales de octubre, y mantuvieron la relación absortos el uno en el otro, igual que antes. Aunque Aurelia intentaba captar algo de vez cuando, César reducía al mínimo sus informaciones sobre los avances de aquella aventura, y no le proporcionaba a su madre indicaciones sobre el grado de seriedad del asunto, ni de su intensidad. Todavía le resultaba antipática Servilia, pero eso no afectaba a su relación porque no necesitaban sentir simpatía el uno por el otro. O quizás, pensó él, el hecho de que ella le gustase le habría quitado algo vital a todo ello.

– ¿Te caigo bien? -le preguntó César a Servilia el día antes de que los nuevos tribunos de la plebe asumieran el cargo. Ella le dio primero un pecho y luego el otro, y demoró la respuesta hasta que ambos pezones se le pusieron erectos y notó que el calor empezaba a bajarle por el vientre.

– A mí no me cae bien nadie -dijo luego, subiéndose encima de él-. Odio o amo.

– ¿Y es una postura cómoda? Como Servilia carecía de sentido del humor, no interpretó que la pregunta se refiriese a la postura en que se hallaban, sino que fue directa a su verdadero significado.

– Bastante más cómoda que profesar simpatía, diría yo. He observado que cuando las personas se tienen simpatía son incapaces de actuar como debieran. Por ejemplo, posponen decirse cuatro verdades por miedo, al parecer, a que éstas causen heridas. El amor y el odio permiten decirse las cuatro verdades.