– ¿Te gustaría oír una verdad? -le preguntó César sonriendo al tiempo que se quedaba absolutamente quieto; eso distrajo a Servilia; cuando la sangre le ardía necesitaba que César se moviera dentro de ella.
– ¿Por qué no te callas y continúas con lo nuestro, César? -Porque quiero decirte una verdad.
– ¡Bueno, pues entonces dila! -le espetó ella bruscamente mientras se amasaba los pechos ella misma, ya que él no lo hacía-. ¡Oh, cuánto te gusta atormentar!
– A ti te gusta mucho más estar encima que estar debajo, o de lado, o de cualquier otro modo -dijo él.
– Sí, eso es verdad, me gusta. ¿Ya estás contento? ¿Podemos continuar? -Todavía no. ¿Por qué lo que más te gusta estar es encima? -Pues porque estoy encima, naturalmente -repuso Servilia sin comprender.
– ¡Ajá! -dijo César; y la obligó a darse la vuelta-. Ahora soy yo quien está encima.
– Ojalá no lo estuvieras.
– Me alegra gratificarte, Servilia, pero no cuando ello significa que también gratifique tu sentido de poder.
– ¿Qué otra salida tengo para gratificar mi sensación de poder? -le preguntó ella retorciéndose-. ¡Así resultas demasiado grande y demasiado pesado para mí!
– Tienes toda la razón en lo que se refiere a la comodidad -dijo César aprisionándola debajo de él-. No tenerle simpatía a alguien significa que uno no se siente tentado a ceder.
– Cruel -dijo ella con ojos vidriosos.
– El amor y el odio son crueles. Sólo el cariño es bondadoso. Pero Servilia, que no le tenía simpatía a nadie, poseía su propio método de venganza; arañó a César con las bien cuidadas uñas desde la nalga izquierda hasta el hombro y dibujó con la sangre cuatro líneas paralelas. Aunque se arrepintió de haberlo hecho, porque César la cogió por ambas muñecas, se las retorció, la obligó a estar tumbada debajo de él durante lo que pareció una eternidad y luego la penetró violentamente cada vez más adentro, cada vez con más fuerza; al final ella se puso a gritar y a llorar, no sabía si de sufrimiento o de éxtasis, y durante algún tiempo estuvo segura de que el amor que sentía por él se había convertido en odio. Lo peor de aquel encuentro no ocurrió hasta que César regresó a su casa. Aquellas cuatro rayas de color carmesí le escocían mucho, y cuando se quitó la túnica vio que seguía sangrando. Los cortes y arañazos que, en ocasiones, había sufrido en el campo de batalla le habían enseñado que tenía que pedirle a alguien que le lavase y le curase el daño, de lo contrario corría el riesgo de que se le infectase. Si Burgundo se hubiera encontrado en Roma habría sido fácil, pero por aquel entonces éste estaba viviendo, junto con Cardixa y los ocho hijos de ambos, en la villa que César tenía en Bovillae; se encargaba de cuidar de los caballos y de las ovejas que César criaba. Lucio Decumio no le serviría; no era lo bastante limpio. Y Eutico le iría con el cotilleo a su amigo, a los amigos de su amigo y a la mitad de los miembros del colegio de encrucijada. Así pues, tendría que ser su madre. Esta lo miró y dijo: -¡Oh, dioses inmortales!
– Ojalá yo fuera uno de ellos, entonces no me dolería. Y Aurelia salió para buscar dos palanganas, una medio llena de agua y la otra medio llena de vino fortalecido, aunque agrio, junto con unas bolas de lino egipcio limpio.
– Es mejor el lino que la lana; la lana deja pelusa en el fondo de las heridas -dijo ella empezando por el vino fuerte. Los toques que daba Aurelia no eran suaves, pero sí lo bastante concienzudos como para que a César le brotaran las lágrimas; éste estaba tumbado sobre el vientre, cubierto lo mínimo que dictaba el sentido de la decencia, y soportó los cuidados de su madre sin emitir ni un quejido. Cuando Aurelia acabase con ellas, no habría nada capaz de infectar las heridas, se consolaba César. Podría matar a un hombre de gangrena.
– ¿Servilia? -le preguntó Aurelia cuando terminó, satisfecha, por fin, de haber puesto suficiente vino en los arañazos como para acobardar a cualquier cosa infecciosa que pudiera estar al acecho allí, y empezando de nuevo con el agua.
– Servilia.
– ¿Qué clase de relación es ésta? -preguntó Aurelia con aire exigente.
– No es precisamente cómoda. Y César tembló de la risa al decirlo.
– Eso ya lo veo. Podría acabar asesinándote.
– Confío en conservar el suficiente sentido de la alerta como para evitarlo.
– Aburrido no estás.
– Desde luego, aburrido no estoy, mater.
– No creo que esta relación sea saludable -se pronunció por fin Aurelia mientras le secaba el agua a César con unos toquecitos suaves-. Quizás lo más prudente sería ponerle fin, César. Su hijo está prometido en matrimonio con tu hija, lo que significa que los dos tendréis que conservar el decoro durante los años venideros. Por favor, César, acaba con ello.
– Pondré fin a este asunto cuando esté preparado para hacerlo, no antes.
– ¡No, no te levantes aún! -le indicó bruscamente Aurelia-. Deja que primero se seque bien, y luego ponte una túnica limpia.
– Se apartó de él y empezó a buscar en el arcón de ropa hasta que encontró una prenda que satisfizo su olfato-. Es evidente que Cardixa no está aquí, la chica encargada de lavar la ropa no hace su trabajo como debiera. Tendré que llamarle la atención mañana por la mañana.
– Volvió a la cama y dejó la túnica al lado de César-. No saldrá nada bueno de esa relación, no es saludable. A lo cual César no respondió. Cuando bajó las piernas de la cama y metió los brazos en la túnica, su madre ya no se encontraba allí. Y eso, se dijo él, era de agradecer. El décimo día de noviembre los nuevos tribunos de la plebe tomaron posesión del cargo, pero no era Aulo Gabinio el que dominaba la tribuna. Ese privilegio le pertenecía a Lucio Roció Otón, miembro de los boni, quien le dijo a una clamorosa multitud de caballeros importantes que ya era hora, y muy cumplida, de que se restituyeran las antiguas filas del teatro para uso exclusivo de los tribunos. Hasta la dictadura de Sila únicamente ellos habían disfrutado de las catorce filas de asientos que quedaban justo detrás de las dos primeras, que todavía estaban reservadas para los senadores. Pero Sila, que odiaba a los caballeros de cualquier clase, les había quitado ese privilegio, junto con la vida, propiedades y fortunas en metálico de otros mil seiscientos caballeros. La medida de Otón tuvo tanta aceptación que se llevó a cabo inmediatamente, sin que César, que miraba desde las escaleras del Senado, se sorprendiese en absoluto. Los boni eran realmente brillantes en lo que se refiere al tráfico de influencias con los caballeros, ése era uno de los pilares de su continuo éxito. La siguiente reunión de la Asamblea Plebeya le interesaba a César mucho más que el panal ecuestre de Otón: Aulo Gabinio y Cayo Cornelio, los hombres de Pompeyo, tomaron posesión en ella. El primer asunto que iban a tratar era un intento de reducir los cónsules del año siguiente de dos a uno, y el modo como Gabinio lo llevó a cabo fue deliciosamente inteligente. Le pidió a la plebe que concediera al cónsul junior, Glabrio, el gobierno de una nueva provincia en el Este que habría de llamarse Bitinia-Ponto, y a continuación solicitó a la plebe que enviase a Glabrio a gobernarla un día después de jurar el cargo. Aquello dejaría a Cayo Pisón a solas para ocuparse de Roma y de Italia. El odio hacia Lúculo predispuso a los caballeros, que eran los que dominaban la plebe, en favor de ese proyecto de ley, porque ello despojaba de poder a Lúculo… y también le despojaba de las cuatro legiones que le quedaban. Lúculo, que todavía tenía la misión de luchar contra los reyes Mitrídates y Tigranes, no poseía ahora más que un título vacío. Los sentimientos de César ante aquello eran ambivalentes. Personalmente detestaba a Lúculo, que era tan rigorista en lo referente a la forma correcta de hacer las cosas que deliberadamente elegía la incompetencia en los demás si la alternativa a ello era ignorar el protocolo apropiado. Pero el hecho seguía siendo que se había negado a conceder a los caballeros de Roma libertad para esquilmar a los pueblos autóctonos de las provincias. Cosa que era, naturalmente, el motivo por el cual los caballeros lo odiaban de forma tan apasionada y por el que se mostraban a favor de cualquier ley que pusiera en desventaja a Lúculo. Una lástima, pensó César suspirando para sus adentros. La parte de su persona que anhelaba mejores condiciones para los pueblos autóctonos de las provincias de Roma deseaba que Lúculo sobreviviera, mientras que la monumental herida que Lúculo había infligido a su dignitas al dar a entender que él se había prostituido al rey Nicomedes exigía que Lúculo cayera. Cayo Cornelio no se hallaba tan ligado a Pompeyo como lo estaba Gabinio; era uno de esos tribunos de la plebe que se daban de vez en cuando que creían de verdad en la posibilidad de poner remedio a algunos de los males más acusados de Roma, y eso a César le gustaba… Por eso César se encontró deseoso, aunque no dijera nada, de que Cornelio no se diera por vencido una vez que su primen y pequeña reforma fuese derrotada. Lo que Cayo Cornelio le había pedido a la plebe era que prohibiese que las comunidades extranjeras recibieran dinero prestado de los usureros romanos. Los motivos que tenía para ello eran sensatos y patrióticos. Aunque los prestamistas no eran funcionarios romanos, sí que empleaban funcionarios romanos para cobrar cuando las deudas se convertían en delito. Y el resultado era que muchos extranjeros pensaban que el propio Estado estaba metido en aquel negocio de prestar dinero. El prestigio de Roma resultaba dañado por ello. Pero, desde luego, las comunidades extranjeras crédulas o desesperadas constituían una valiosa fuente de ingresos para los caballeros; así pues, no era de extrañar que Cornelio fracasase, pensó César con tristeza. La segunda medida que propuso Cayo Cornelio también estuvo a punto de fracasar, y le enseñó a César que aquel individuo vicentino era capaz de mantener los compromisos, cosa que no era frecuente entre los de su casta. Cornelio tenía intención de acabar con el poder del Senado para emitir decretos que eximieran a un individuo del cumplimiento de alguna ley. Naturalmente, sólo aquellos que eran muy ricos o que pertenecían a la aristocracia eran capaces de procurarse una exención, normalmente concedida cuando el portavoz del Senado celebraba una reunión convocada al efecto y se aseguraba de que a tal sesión asistieran las personas convenientes. Siempre celoso guardián de sus prerrogativas, el Senado se opuso a Cornelio con tanta violencia que éste comprendió que iba a perder. Así que enmendó el proyecto de ley de modo que permitía que el Senado conservase el poder de exención… pero con la condición de que sólo pudiese hacer uso de dicho poder cuando estuviera presente un quórum de doscientos senadores para emitir el decreto. Y el proyecto se aprobó. Pero ahora el interés de César por Cayo Cornelio iba aumentando a pasos agigantados. A continuación fueron los pretores los que atrajeron la atención de César. Desde la dictadura de Sila los deberes de los mismos estaban restringidos al derecho, tanto civil como penal. Y la ley decía que cuando un pretor entraba en funciones tenía que publicar sus edicta, las normas y disposiciones según las cuales administraría personalmente justicia. El problema era que la ley no especificaba que los pretores tuvieran que atenerse a sus edicta, y en el momento en que un amigo necesitaba un favor o hubiera por medio algo de dinero que ganar, los edicta se ignoraban. Cornelio se limitó a pedir a la plebe que terminara de una vez con aquella laguna legal y obligase a los pretores a ser consecuentes con sus edicta tal como habían sido publicados. En esta ocasión la plebe comprendió con tanta claridad como César que aquella medida tenía sentido, y votó a favor de la ley. Desgraciadamente, lo único que César podía hacer era votar. A ningún patricio se le permitía participar en los asuntos de la plebe, por eso no podía ponerse en pie en el Foso de los Comicios, ni votar en la Asamblea Plebeya, ni hablar en ella, ni formar parte en un proceso judicial que se celebrase en la misma. Ni tampoco presentarse a las elecciones como candidato a tribuno de la plebe. Así que César se limitó a permanecer con sus colegas patricios en las gradas de la Curia Hostilia, que era lo máximo que se le permitía acercarse a la plebe reunida en sesión. Las actividades de Cornelio presentaban un intrigante parecido con la forma de hacer de Pompeyo, de quien César nunca hubiese pensado que tuviera el más mínimo interés por enderezar entuertos. Pero, al fin y al cabo, quizás lo tuviera, dado que la tenaz persistencia de Cayo Cornelio se refería a gestiones que en modo alguno afectaban a los planes de Pompeyo. Sin embargo, César dedujo que lo más probable era que Pompeyo estuviera utilizando a Cornelio para echar arena a los ojos de hombres como Catulo y Hortensio, líderes de los boni. Porque los boni se oponían de forma muy obstinada a los mandos militares especiales, y Pompeyo andaba una vez más tras la concesión de un mando especial. La mano del Gran Hombre se hizo más evidente en la siguiente propuesta de Cornelio. Cayo Pisón, destinado a gobernar él solo ahora que Glabrio se iba al Este, era un hombre colérico, mediocre y vengativo que pertenecía por completo a Catulo y a los boni. Era evidente que protestaría a voz en grito contra la concesión de cualquier mando militar para Pompeyo hasta que el techo de la Cámara del Senado temblase, con Catulo, Hortensio, Bíbulo y el resto de la jauría aullando detrás de él. Como poseía pocos atractivos aparte de su nombre, Calpurnio Pisón, y de su linaje eminentemente respetable, Pisón había tenido que recurrir a fuertes sobornos para asegurarse la elección. Ahora Cornelio proponía una nueva ley contra los sobornos; Pisón y los boni notaron un viento frío que les soplaba en la nuca, en particular cuando la plebe dejó lo suficientemente claro que tenía intenciones de aprobar el proyecto de ley. Desde luego, cualquier tribuno de la plebe perteneciente a los boni podía interponer el veto, pero Otón, Trebelio y Globulo no estaban seguros de su propia influencia para ejercer el veto. En cambio los boni se movieron poderosamente para manipular a la plebe -y a Cornelio- y convencerlos de que accedieran a que el propio Cayo Pisón fuera quien redactase la nueva ley contra los sobornos. Lo cual, pensó César dejando escapar un suspiro, daría como resultado una ley que no pondría en peligro a nadie, y menos aún a Cayo Pisón. Al pobre Cornelio le habían hecho una buena jugarreta. Cuando tomó la palabra Aulo Gabinio, no pronunció ni una sola frase sobre los piratas ni sobre la concesión de un mando especial para Pompeyo el Grande. Prefirió concentrarse en asuntos de poca importancia, porque era un hombre mucho más sutil y mucho más inteligente que Cornelio. Y, desde luego, menos altruista. El pequeño plebiscito, cuya aprobación logró, que prohibía que los enviados extranjeros en Roma recibieran dinero prestado en dicha ciudad, era evidentemente una versión menos drástica que la medida de Cornelio de prohibir el préstamo de dinero a las comunidades extranjeras. Pero, ¿qué se proponía Gabinio cuando consiguió que se legislase la obligación del Senado de no ocuparse de otra cosa más que de las delegaciones extranjeras durante el mes de febrero? Cuando César lo comprendió se echó a reír interiormente, en silencio. ¡Qué inteligente era Pompeyo! ¡Cuánto había cambiado el Gran Hombre desde que entró en el Senado como cónsul llevando en la mano el manual de conducta de Varrón para no cometer errores embarazosos! Porque esta particular lex Gabinia sirvió para que César comprendiese que Pompeyo planeaba ser cónsul por segunda vez, y que estaba asegurando su dominio antes de que ese segundo año llegase. Nadie conseguiría más votos, así que él sería el cónsul senior. Eso significaba que tendría las fasces -y la autoridad- en enero. En febrero le tocaría el turno al otro cónsul, y en marzo las fasces volverían otra vez al cónsul senior. En abril irían al cónsul junior. Pero si en febrero el Senad