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Fue la bajada de la bandera roja del Janículo lo que primero me hizo pensar. Eso y el hecho de que hay fuertes indicios en las fuentes antiguas de que el jucio de Rabirio -o, como yo creo que fue, la apelación- ante las Centurias iba a dar como resultado una condena, a pesar de su apariencia patética y reverenciada ancianidad. ¿Por qué la bajada de la bandera iba a haber hecho que la Asamblea se disolviera de manera tan precipitada, y por qué iban a condenar las Centurias a un decrépito anciano por algo que había ocurrido treinta y siete años antes? ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Y cómo iba yo a hacer que el juicio resultase creíble para un conjunto de lectores que abarca desde formidables eruditos del mundo romano hasta aquellos que no saben absolutamente nada acerca de la República Romana?

El incidente de la bandera roja me obsesionaba. Por ejemplo, las fuentes antiguas dicen que Metelo Celer se trasladó a la cima del Janículo y ordenó personalmente que bajaran la bandera roja. Yo tengo la costumbre de medir el tiempo de las cosas: medir los pasos o recorrerlas. ¡Incluso en un taxi en la Roma moderna hay una buena caminata desde las cercanías de la Piazza del Popolo hasta un lugar situado más allá del hotel Hilton! Celer habría tenido que valerse de un viaje en transbordador, o atajar por el interior de las murallas Servias hasta el Pons Aemilia -el Pons Fabricius todavía lo estaban reconstruyendo-, tomar la vía Aurelia y luego el ramal hasta la fortaleza que se alzaba en la cima del Janículo. Uno imagina que fue un trayecto que no pudo hacer en menos de dos horas, aunque lo hiciera con buenos caballos. Esta es la clase de problema logístico al que yo me enfrento todo el tiempo al escribir una novela histórica, y es asombroso adónde pueden conducirme tales problemas. Si arriar la bandera roja fue idea de Celer, ¿tuvo él entonces que regresar a los saepta antes de hacer sonar la alarma, o podía legalmente delegar en otra persona para que estuviera atento al momento en que la bandera roja bajase? ¿Con cuánta facilidad habría podido verse la bandera roja si el sol se estaba poniendo en el cielo del oeste? ¿Acaso Celer simplemente fingió que la bandera roja había bajado? O si la estratagema había sido urdida de antemano por César y él, ¿por qué iba a tener que hacer el viaje? ¿Por qué no haber amañado un sistema de señales para alguien que estuviera ojo avizor desde el Janículo? Y, puesto que las banderas rojas siempre han estado asociadas al peligro desde tiempos inmemoriales, ¿por qué los romanos no izaban una bandera roja siempre que amenazaba algún peligro? ¿Por qué arriarla?

Todo lo cual queda reducido a la insignificancia cuando uno considera el resultado de bajar aquella bandera roja. La votación, aparentemente tan próxima a una conclusión, se abandonó inmediatamente; las centurias corrieron a casa para armarse contra el invasor. Ahora, a pesar de la mos maiorum, los romanos republicanos parecían ser una pandilla de mente muy independiente. Los malos humores se disparaban y los puños se alzaban con presteza, pero el pánico no era una reacción común cuando las cosas se ponían muy violentas. Antes del 21 de octubre el pueblo entero -salvo Cicerón- creía que Italia estaba en paz, y estaba bien entrado el mes de noviembre cuando a la mayoría de los hombres se les podía persuadir de que se tomasen verdaderamente en serio un levantamiento armado al norte de Roma.

Hay una solución que responde a estas enojosas preguntas acerca de la bandera roja con un mínimo de contrasentido: que su descenso provocó pánico instantáneo porque todo el tiempo que duró el juicio de Rabirio se sabía que Catilina estaba en Etruria con un ejército. Una buena proporción de los que se encontraban en los saepta depositando sus votos bien habrían recordado a Lépido y la batalla al pie del Quirinal, si no el advenimiento de Sila en el 82 a. J.C. Muchos seguramente deberían estar esperando que Catilina intentase un asalto sobre Roma. Aunque en el campo de batalla había ejércitos dispuestos contra él, parece cosa generalizada que se le aceptaba como un táctico militar superior entre algunos comandantes como Antonio Híbrido. Nunca ha supuesto una gran dificultad para un ejército deslizarse entre las filas de otro y atacar el objetivo más vulnerable. Debido a la ausencia de legiones dentro del territorio de la patria, la propia Roma siempre era muy vulnerable. Y quienes vivían en Roma eran muy conscientes de ello.

Si uno acepta que la bandera roja se arrió a causa de la presencia de Catilina en Etruria con un ejército, entonces el tiempo se entrecruza. El juicio de Rabirio debió de ocurrir después de que Catilina se unió a Manlio y a los rebeldes de Sila, presumiblemente cerca de Fésulas. Naturalmente, se puede argüir que Manlio por sí solo ya suponía suficiente amenaza, aunque con Catilina todavía en Roma -se marchó de ella el 8 de noviembre o después de esa fecha- hay que suponer que Manlio sufría el revés de marchar sin Catilina. Suposición debatible, por decir lo mínimo. La fecha en que Catilina se unió a Manlio habría sido más o menos entre el 14 y el 18 de noviembre -esta última es la fecha que se postula como aquélla en que Catilina y Manlio fueron declarados enemigos públicos.

Ahora el énfasis se traslada de Celer y la bandera roja a César y Labieno. El otro extremo de la escala del tiempo que se entremezcla es el 9 de diciembre, el último día del cargo de Labieno como tribuno de la plebe. Hay aproximadamente dieciséis días de intermedio entre mediados de noviembre y el apresamiento de los alóbroges en el puente Mulviano. Durante este tiempo el senatus consultum ultimum estaba en vigor, Catilina y Manlio fueron oficialmente declarados fuera de la ley y Roma se veía con cierto dilema en cuanto a quiénes exactamente estaban de parte de Catilina dentro de la ciudad. Se barajaron algunos nombres, pero nunca se dispuso de ninguna prueba; los conspiradores de dentro de Roma no participaban activamente. Lo más probable es que el juicio de Rabirio tuviera lugar durante aquellos dieciséis días más o menos y no después del 5 de diciembre y de la ejecución de los conspiradores.

Que yo haya preferido el 6 y no el 9 de diciembre -cuatro días en total- se debe a mi interpretación del personaje de César. El 5 de diciembre éste había hablado en la Cámara del Senado con contundente efecto, abogando por una clase de clemencia muy dura para los conspiradores. Uno de ellos era pariente suyo por matrimonio, el marido de la hermana de Lucio César. Por ello existía amicitia, a pesar del hecho de que unos años antes César había demandado al hermano del primer marido de Julia Antonia; aquél había sido un pleito civil, no una acusación criminal. En el caso de Léntulo Sura, César no hubiera podido hacer otra cosa más que pedir clemencia -y aunque todas las fuentes antiguas afirman que los consulares recomendaron la pena de muerte, no podemos suponer que Lucio César hiciera otra cosa más que abstenerse-. Fue Catón quien agitó la marea, y Catón era jefe de un puñado de hombres -¡entre los que se encontraba Cicerón!- que eran capaces de provocar a César hasta hacerle perder la paciencia y sacar el genio. Tenemos ejemplos de con qué rapidez, y con qué devastadoras consecuencias, podía sacar César su mal genio. También sabemos que César era capaz de actuar con tanta decisión y efectividad que dejaba a sus contemporáneos sin aliento. Cuatro días puede que no fueran suficientes para los demás, pero ¿acaso podemos decir lo mismo de César?