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En medio de toda esta agradable turbulencia, otro tribuno de la plebe entró a formar parte de la vida de César de un modo mucho menos agradable. Este hombre era Cayo Papirio Carbón, quien presentó un proyecto de ley a la Asamblea Plebeya en el que solicitaba que se acusase al tío materno de César, Marco Aurelio Cotta, del cargo de robo de los despojos de la ciudad bitinia de Heraclea. Desgraciadamente el colega de Marco Cotta en el consulado aquel año no había sido otro que Lúculo, y era bien sabido que los dos eran amigos. El odio de Lúculo hacia los caballeros hacía que predispusiera a la plebe contra cualquier amigo o aliado suyo, por eso la plebe permitió que Carbón se saliera con la suya. El querido tío de César tendría que someterse a juicio por extorsión, pero no ante el tribunal especial que Sila había establecido para personas que gozaban de una posición social excelente, sino que el jurado de Marco Cotta estaría compuesto por varios miles de hombres que ansiaban hacer caer a Lúculo y a sus compinches.

– ¡No había nada que robar! -le dijo Marco Cotta a César-. Mitrídates había utilizado Heraclea como base durante meses y luego el lugar fue asediado durante varios meses más; cuando entré allí, César, la ciudad estaba tan desnuda como una rata recién nacida. ¡Cosa que era sabido de todos! ¿Qué crees que dejaron allí trescientos soldados y marineros pertenecientes a Mitrídates? ¡Ellos se encargaron de saquear Heraclea de forma mucho más concienzuda a como Cayo Verres saqueó Sicilia!

– A mí no tienes que explicarme que eres inocente, tío -dijo César con aire lúgubre-. No puedo defenderte porque es un juicio de la plebe y yo soy patricio.

– Eso ya lo sé. Pero lo hará Cicerón.

– No lo hará, tío. ¿No has oído nada? -¿Oír qué? -Cicerón está abrumado por el dolor. Primero murió su primo Lucio, y luego, hace pocos días, ha muerto su padre. Por no hablar de que Terencia tiene una clase de dolencia reumática que en esta época del año empeora en Roma. ¡Y ella es quien dirige todo el cotarro! Cicerón se ha marchado a Arpinum.

– Entonces tendrán que ser Hortensio, mi hermano Lucio y Marco Craso -dijo Cotta.

– No será tan efectivo, pero bastará, tío.

– Lo dudo; de veras que lo dudo. La plebe quiere mi pellejo.

– Bueno, cualquiera que públicamente sea amigo del pobre Lúculo es un blanco para los caballeros. Marco Cotta miró irónicamente a su sobrino.

– ¿El pobre Lúculo? -le preguntó-. ¡El no es amigo tuyo!

– Cierto -dijo César-. Sin embargo, tío Marco, no puedo evitar dar mi aprobación a sus arreglos financieros en el Este. Sila le mostró el camino, pero Lúculo llegó aún más lejos. En lugar de permitir que los caballeros publicani sangrasen las provincias de Roma en el Este hasta dejarlas secas, Lúculo se ha asegurado de que los impuestos y tributos de Roma no sólo sean justos, sino además populares entre las comunidades autóctonas. Antiguamente, cuando se les permitía a los publicani que estrujasen sin piedad, quizás se consiguieran mayores beneficios para los caballeros, pero significaba también mucha animosidad contra Roma. Yo aborrezco a ese hombre, sí. Lúculo no sólo me insultó de un modo imperdonable, sino que además me negó la buena reputación militar que me merecía. Pero como administrador es soberbio, y lo siento por él.

– Es una lástima que vosotros dos no os llevaseis bien, César. En muchos aspectos sois como gemelos. Sobresaltado, César miró fijamente al hermanastro de su madre. La mayoría de las veces no veía demasiado parecido de familia entre Aurelia y ninguno de sus tres hermanastros. ¡Pero aquel seco comentario de Marco Cotta era propio de Aurelia! Su madre estaba también allí, en los grandes ojos grises que tiraban a púrpura de Marco Cotta. Cuando el tío Marco se convertía en mater era el momento de marcharse. Además, tenía que acudir a una cita con Servilia. Pero eso también resultó ser un asunto desgraciado. Si Servilia llegaba primero, siempre la encontraba desnuda en la cama, esperándole. Pero aquel día estaba sentada en el despacho y llevaba puesta hasta la última capa de ropa.

– Quiero hablar contigo de un asunto -le dijo a César.

– ¿Problemas? -le preguntó éste al tiempo que se sentaba frente a Servilia.

– Del tipo más elemental; y, pensándolo bien, inevitable. Estoy embarazada. Ninguna emoción identificable asomó a los tranquilos ojos de César, que dijo: -Comprendo.

– Miró a Servilia con perspicacia-. ¿Y eso es una dificultad? -En muchos aspectos.

– Se humedeció los labios, una señal de nerviosismo desacostumbrada en ella-. ¿A ti qué te parece? César se encogió de hombros.

– Estás casada, Servilia. Eso convierte el problema en cosa tuya, ¿no? -Sí. ¿Y si es un varón? Tú no tienes ningún hijo.

– ¿Estás segura de que es mío? -inquirió él rápidamente.

– De eso no cabe la menor duda -repuso Servilia poniendo énfasis en las palabras-. Hace más de dos años que no duermo en la misma cama que Silano.

– En ese caso el problema sigue siendo tuyo. Tendré que correr el riesgo de que sea un varón, porque yo no podría reconocerlo como hijo mío a menos que tú te divorciases de Silano y te casases conmigo antes de que naciera. Una vez que haya nacido dentro del matrimonio de Silano, el hijo es suyo.

– ¿Estarías dispuesto a correr ese riesgo? -le preguntó Servilia. César no titubeó.

– No. Mi intuición dice que es una niña.

– No lo sé. Nunca pensé que esto ocurriera, así que no me concentré en hacer que fuera niño o niña. Tendrá que aceptar el sexo que le toque en suerte. Si su propia conducta era indiferente, también lo era la de ella, admitió César con cierta admiración. Era una señora que tenía un gran dominio de sí misma.

– En ese caso, Servilia, creo que lo mejor que puedes hacer es meterle prisa a Silano para que se suba a tu cama lo antes posible. ¿Ayer, supongo? Servilia movió lentamente la cabeza de un lado a otro, una negativa absoluta.

– Me temo que eso quede fuera de toda discusión -dijo-. Silano no goza de buena salud. Si dejamos de dormir juntos no fue por culpa mía, eso te lo aseguro. Silano es incapaz de mantener una erección, y eso lo llena de desconsuelo. Ante aquella noticia César reaccionó: el aliento le salió siseando entre los dientes.

– De modo que nuestro secreto pronto ya no será un secreto-le comentó. Servilia, cosa que fue muy meritoria para ella, no se enfadó por la actitud de César ni lo condenó por egoísta ni a causa de su desinterés por la difícil situación en que ella se veía. En muchos aspectos eran iguales, y quizás ése fuera el motivo por el que César no podía sentirse emocionalmente atado a ella: dos personas cuyas cabezas prevalecían siempre sobre sus corazones… y sobre sus pasiones.

– No necesariamente -le dijo ella esbozando una sonrisa-. Hoy veré a Silano cuando él regrese a casa del Foro. Es posible que consiga convencerle para que guarde el secreto.

– Sí, eso sería lo mejor, sobre todo si tenemos en cuenta el compromiso matrimonial de nuestros hijos. No me importa cargar con la responsabilidad de mis propios actos, pero no me siento nada cómodo con la idea de hacerles daño a Julia o a Bruto. Eso suponiendo que el resultado de nuestra aventura se convierta en un cotilleo general.

– Se inclinó hacia adelante para cogerle la mano a Servilia, se la besó y sonrió mirando a la mujer a los ojos-. Lo nuestro no es una aventura corriente, ¿verdad? -No -repuso Servilia-, cualquier cosa menos corriente.

– Volvió a humedecerse los labios-. Mi estado todavía no es muy avanzado, así que podemos continuar hasta mayo o junio. Si quieres, claro.

– Oh, sí -dijo César-. Claro que quiero, Servilia.

– Me temo que después no podremos volver a vernos durante siete u ocho meses.