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– Lo echaré de menos. Y a ti también. Esta vez fue ella quien le cogió la mano, aunque no se la besó, sino que se limitó a sostenérsela y a sonreír.

– Querría que me hicieras un favor durante ese tiempo, César.

– ¿Cuál? -Seducir a Atilia, la esposa de Catón. César estalló en carcajadas.

– Quieres que me mantenga ocupado con una mujer que no tiene ninguna oportunidad de suplantarte, ¿no es así? Muy inteligente de tu parte -Es cierto, soy inteligente. ¡Compláceme, por favor! ¡Seduce a Atilia! Con el entrecejo fruncido, César le estuvo dando vueltas mentalmente a aquella idea.

– Catón no es un blanco que merezca la pena, Servilia. ¿Cuántos años tiene, veintiséis? Estoy de acuerdo en que en el futuro podría convertirse en una espina que se me clavara en un costado, pero prefiero esperar a que lo sea.

– ¡Hazlo por mí, César, por mí! ¡Por favor!

– ¿Tanto lo odias? -Lo suficiente como para desear verlo hecho pedacitos -le confesó Servilia hablando entre dientes-. Catón no se merece una carrera política.

– El hecho de que yo seduzca a Atilia no impedirá que eso suceda, como tú bien sabes. Sin embargo… si tanto significa para ti… ¡de acuerdo!

– ¡Oh, maravilloso! ¡Muchas gracias! -dijo ella resollando de contento; luego pensó en otra cosa-. ¿Por qué no has seducido nunca a Domicia, la esposa de Bíbulo? Ella le debe, desde luego, el placer de ponerle los cuernos, y él ya es un enemigo peligroso. Además Domicia es prima del marido de mi hermanastra Porcia, y eso también le haría daño a Catón.

– Supongo que en parte se debe al pájaro de presa que hay en mí. Sólo el hecho de pensar en seducir a Domicia me excita tanto que siempre estoy posponiendo el hecho en sí.

– Catón es mucho más importante para mí -dijo Servilia. De pájaro de presa, nada, pensó ella para sus adentros mientras regresaba al Palatino. Aunque quizás él se vea como un águila, concluyó Servilia, pero la conducta que mantiene con la esposa de Bíbulo es, sencillamente, felina. El embarazo y los hijos formaban parte de la vida; y, con la excepción de Bruto, todo ello no era más que algo que había que soportar con un mínimo de incomodidad. Bruto había sido sólo de ella; era ella quien lo había alimentado, quien le había cambiado los pañales, quien lo había bañado, quien había jugado con él y quien lo había entretenido. Pero la actitud hacia sus dos hijas había sido muy diferente. Una vez que las hubo parido, las había puesto en manos de nodrizas y más o menos se había olvidado de ellas hasta que crecieron lo suficiente para necesitar una vigilancia más de acuerdo con las costumbres romanas. A esto se aplicó con mucho interés y ningún amor. Cuando cada una de ellas cumplió los seis años, las envió a la escuela de Marco Antonio Gnifón porque Aurelia se la había recomendado como muy apropiada para niñas, y no había tenido motivos para lamentar aquella decisión. Ahora, siete años después, iba a tener un hijo fruto del amor, fruto de una pasión que gobernaba su vida. Lo que ella sentía por Cayo Julio César no era ajeno a su naturaleza, que, al ser intensa y poderosa, resultaba muy apropiada para un gran amor; no, su principal desventaja procedía de César y de la naturaleza de éste, que ella interpretaba correctamente como un carácter muy poco dispuesto a dejarse dominar por las emociones que pudieran surgir de cualquier tipo de relaciones personales. Aquella temprana e instintiva premonición la había salvado de incurrir en los errores que era corriente que las mujeres cometieran, desde poner a prueba los sentimientos de César, hasta esperar fidelidad y demostraciones abiertas de interés por otra cosa que no fuera lo que sucedía entre ellos en aquel discreto apartamento suburano. Así que aquella tarde no había ido a verle llena de emoción y dispuesta a contarle la noticia con la esperanza de provocar en él gozo alguno o de añadir algún sentimiento de posesión de él; y había hecho bien predisponiéndose para no tener esperanzas. César no estaba ni complacido ni contrariado; como le había dicho, aquello era asunto de ella, no tenía nada que ver con él. ¿Había acariciado ella la esperanza, aunque fuese en el fondo, de que César quisiera reclamar aquel hijo? Creía que no, no se dirigía a su casa consciente de estar decepcionada o deprimida. Como César no tenía esposa, sólo una unión habría necesitado el trámite legal del divorcio: la de Silano y ella. Pero había que ver cómo Roma había condenado a Sila por divorciarse de Elia. No es que a Sila le hubiera importado, una vez que la joven esposa de Escauro había quedado libre -tras la muerte de su marido- para casarse con él. Y a César tampoco le habrían importado los rumores. Pero César tenía un sentido del honor del que Sila carecía. Oh, no era un sentido del honor particularmente estricto, estaba demasiado rodeado de lo que él pensaba de sí mismo y de lo que quería ser. César se había establecido su propio modelo de conducta que abarcaba todos los aspectos de la vida. No sobornaba a los jurados, no practicaba la extorsión en su provincia, no era un hipócrita. Y todo ello era, ni más ni menos, la evidencia de que lo haría todo del modo más difícil; no recurriría a las técnicas diseñadas para hacer más fácil el progreso político. La confianza que César tenía en sí mismo era indestructible, y nunca dudaba ni por un momento de su capacidad para llegar hasta donde se proponía. Pero, ¿reclamar este hijo como suyo y pedirle a ella que se divorciase de Silano para poder casarse antes de que naciera el niño? No, eso ni siquiera se le pasaría por la cabeza a César. Y Servilia sabía exactamente por qué. Por la única razón de que ello demostraría a sus iguales en el Foro que estaba a merced de un inferior: una mujer. Servilia deseaba desesperadamente casarse con él, desde luego, aunque no para que César reconociera la paternidad del hijo que estaba en camino. Quería casarse con él porque lo amaba con el alma tanto como con el cuerpo, porque Servilia reconocía en César a uno de los grandes romanos, a un marido digno que nunca defraudaría las esperanzas sobre actuaciones militares y políticas puestas en él, a un marido cuyo linaje y dignitas no podían hacer otra cosa que reforzar los de ella. El era un Publio Cornelio Escipión el Africano, un Cayo Servilio Ahala, un Quinto Fabio Máximo el Contemporizador, un Lucio Emilio Paulo. Perteneciente a la auténtica aristocracia patricia -la quintaesencia de un romano-, César poseía un intelecto, una energía, una decisión y una fuerza inmensos. Un marido ideal para una mujer de la familia de los Servilios Cepiones. Un padrastro ideal para su amado Bruto. Cuando Servilia llegó a casa no faltaba mucho para la hora de la cena, y Décimo Julio Silano, según le informó el mayordomo, se encontraba en el despacho. Se preguntó qué le ocurriría a su marido al tiempo que entraba en la habitación, donde lo encontró escribiendo una carta. A pesar de tener cuarenta años de edad, Silano parecía más cerca de los cincuenta; arrugas causadas por el sufrimiento físico le bajaban a ambos lados de la nariz, y el cabello, prematuramente gris, entonaba con la piel grisácea. Aunque se esforzaba por quedar bien como pretor urbano, las exigencias del cargo estaban minando su ya frágil vitalidad. La dolencia que padecía era lo bastante misteriosa como para haber derrotado la capacidad de diagnóstico de todos los médicos de Roma, aunque la opinión médica general era que el avance del mal resultaba demasiado lento para sugerir que existiera un peligro inminente; nadie había hallado ningún tumor palpable, ni el hígado se le había agrandado. Al cabo de dos años podría presentarse como candidato al consulado, pero Servilia ya sabía que su marido no tendría la vitalidad suficiente como para montar una campaña que lo condujese al éxito.

– ¿Cómo te encuentras hoy? -le preguntó ella al tiempo que se sentaba en la silla que había delante del escritorio. Silano había levantado la vista y le había sonreído al verla entrar, y ahora dejó la pluma sobre la mesa con cierto placer. Su amor hacia Servilia había ido en aumento a lo largo de casi diez años de matrimonio, pero su incapacidad para ser un verdadero marido para su esposa, en todos los aspectos, lo corroía más que la enfermedad. Consciente de sus innatos defectos de carácter, creyó que Servilia se volvería contra él y le llenaría de reproches y críticas después del nacimiento de Junilla, cuando la enfermedad empezó a agravarse; pero ella nunca había actuado así, ni siquiera después de que el dolor y el ardor de estómago que le invadían durante la noche le obligaron a trasladarse a otro cubículo para dormir. Cuando, en medio de la vergüenza de la impotencia, todo intento de hacer el amor concluía en fracaso, a Silano le pareció más amable y menos mortificante evitarle a su esposa su presencia fisica; aunque él se habría contentado con abrazos y besos, Servilia no era acogedora en el acto del amor, y tampoco era propensa al juego amoroso. Así que respondió a la pregunta de Servilia con toda sinceridad y dijo: -Ni peor ni mejor que lo que es normal.