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– Esposo, quiero hablar contigo -le dijo ella.

– Claro, Servilia.

– Estoy embarazada y tú tienes buenas razones para saber que la criatura no es tuya. El color de Silano cambió del gris al blanco, y luego se tambaleó. Servilia se levantó de un salto de la silla y se acercó a la consola donde siempre había dos jarros y unas copas, sirvió vino sin aguar en una de ellas y sujetó a su marido mientras éste bebía presa de ligeras náuseas.

– ¡Oh, Servilia! -exclamó cuando el estimulante le hizo efecto.

– Si te sirve de consuelo -le dijo Servilia que había vuelto a sentarse en la silla-, este hecho no tiene nada que ver con tu enfermedad o tus discapacidades. Aunque fueras tan viril como Príapo, yo habría caído igualmente en los brazos de ese hombre. Silano notó cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos y le rodaban cada vez con más rapidez por las mejillas.

– ¡Usa el pañuelo, Silano! -le indicó bruscamente Servilia. Sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

– ¿Quién es? -consiguió preguntar Silano.

– Todo a su debido tiempo. Primero necesito saber qué piensas hacer con respecto a mi situación. El padre de la criatura no se casará conmigo. Hacerlo iría en menoscabo de su dignitas, y eso para él es más importante de lo que yo podría serlo nunca. No lo culpo por ello, lo comprendo.

– ¿Cómo puedes ser tan racional? -le preguntó él maravillado.

– No le veo ninguna utilidad a ser de otra manera! ¿Preferirías que hubiera entrado aquí gritando, llorando y convirtiendo en comidilla de todos lo que sólo es asunto nuestro? -Supongo que no -respondió Silano cansado. Suspiró y se guardó el pañuelo-. No, claro que no. Pero eso habría demostrado que eras humana. Si hay algo en ti que me preocupa, Servilia, es tu falta de humanidad, tu incapacidad para comprender la fragilidad. Perforas como un taladro aplicado al armazón de tu vida con la habilidad y el empuje de un artesano profesional.

– Esa es una metáfora muy confusa -dijo Servilia.

– Bueno, eso es lo que siempre he notado en ti… y quizás lo que envidiaba de ti, porque yo no lo tengo. Lo admiro enormemente. Pero no es cómodo y obstaculiza la piedad.

– No malgastes conmigo tu piedad, Silano. Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Qué piensas hacer sobre mi situación? Silano se puso en pie y se sostuvo agarrándose al respaldo de la silla hasta que estuvo seguro de que las piernas lo mantendrían en pie. Luego se puso a pasear arriba y abajo por la habitación durante unos instantes antes de mirar a Servilia. ¡Tan tranquila, tan compuesta, tan poco afectada por el desastre!

– Puesto que no piensas casarte con ese hombre, creo que lo mejor que puedo hacer es volver a trasladarme a nuestro dormitorio durante el tiempo suficiente para hacer que el origen del niño parezca obra mía -dijo al tiempo que regresaba a la silla. Oh, ¿por qué no podía Servilia darle al menos la satisfacción de verla relajada, aliviada o contenta? ¡No, Servilia, no! Se limitó a mantener exactamente el mismo aspecto, incluso la mirada.

– Eso es bastante sensato, Silano -comentó ella-. Es lo que yo habría hecho en tu situación, pero una nunca sabe cómo va a ver un hombre aquello que le afecta al orgullo.

– Es evidente que me afecta, Servilia, pero prefiero que mi orgullo permanezca intacto, por lo menos a los ojos de nuestro mundo. ¿Nadie lo sabe? -Lo sabe él, pero no aireará la verdad.

– ¿Tu estado es muy avanzado? -No. Si tú y yo volvemos a dormir juntos, dudo que nadie sea capaz de adivinar por la fecha del nacimiento de la criatura que es de otra persona.

– Bueno, debes de haberte comportado con bastante discreción, porque no he oído ningún comentario, y siempre hay gente de sobra para echar a rodar ese tipo de rumores y hacerlos llegar hasta el cornudo del marido.

– No habrá ningún rumor.

– ¿Quién es él? -volvió a preguntar Silano.

– Cayo Julio César, naturalmente. Yo no habría puesto en peligro mi reputación con nadie inferior a él.

– No, claro, eso no lo habrías hecho. El origen de ese hombre es tan grandioso como, según se dice, lo son sus atributos procreadores -dijo amargamente Silano-. ¿Estás enamorada de él? -Oh, sí.

– Puedo comprender por qué, a pesar de que ese hombre me desagrada mucho. Las mujeres tienden a ponerse en ridículo por él.

– Yo no me he puesto en ridículo -le aseguró llanamente Servilia.

– Eso es cierto. ¿Y piensas volver a verlo? -Sí. Nunca dejaré de verlo.

– Algún día se sabrá, Servilia.

– Probablemente, pero a ninguno de los dos nos conviene que lo nuestro se haga público, así que intentaremos evitarlo.

– Por lo cual supongo que yo debería mostrarme agradecido. Con un poco de suerte, estaré muerto antes de que eso ocurra.

– Yo no te deseo la muerte, marido. Silano se echó a reír, pero no había diversión en aquella risa.

– Cosa por la que también debería estarte agradecido! No me extrañaría que acelerases mi muerte si creyeras que ello podría servir a tus fines.

– No sirve a mis fines.

– Eso lo comprendo.

– La respiración se le había vuelto entrecortada-. ¡Oh, dioses, Servilia, vuestros hijos están formalmente comprometidos mediante contrato para casarse! ¿Cómo es posible que confíes en mantener el asunto en secreto? -No entiendo por qué Bruto y Julia han de ponernos en peligro, Silano. No nos vemos cuando ellos están cerca.

– Ni cuando hay nadie cerca, eso es obvio. Suerte que los sirvientes te tienen miedo.

– Naturalmente. Silano apoyó la cabeza entre las manos.

– Ahora me gustaría estar solo, Servilia. Esta se levantó inmediatamente.

– La cena estará preparada en seguida.

– Hoy no voy a cenar.

– Pues tendrías que comer -dijo ella cuando ya iba camino de la puerta-. No he pasado por alto que el dolor se te alivia durante unas horas después de comer, sobre todo cuando comes bien.

– ¡Hoy no! ¡Y ahora vete, Servilia, vete! Servilia se marchó, muy satisfecha por el resultado de aquella entrevista y en mejores relaciones con Silano de lo que había esperado estar.

La Asamblea Plebeya declaró a Marco Aurelio Cotta culpable de desfalco, le impuso una multa superior a la cantidad que alcanzaba su fortuna y le prohibió fuego y agua a menos de cuatrocientas millas de Roma.

– Lo cual me niega Atenas -le comentó él a Lucio, su hermano menor, y a César-, pero la idea de Masilla me revuelve. Así que creo que me iré a Esmirna, a reunirme con tío Publio Rutilio.

– Mejor compañía que Verres -le indicó Lucio Cotta, horrorizado por el veredicto.

– He oído decir que la plebe va a votar a Carbón insignia consular como prueba de su estima -dijo César curvando los labios.

– ¿Incluso con lictores y fasces? -inquirió Marco Cotta ahogando un grito.

– Confieso que no nos vendría mal un segundo cónsul ahora que Glabrio se ha ido a gobernar su nueva provincia conjunta, tío Marco; pero aunque la plebe sea capaz de dispensar togas con bordes púrpura y sillas curules, ¡es algo nuevo para mí que pueda otorgar imperium! -dijo César bruscamente, todavía temblando de ira-. ¡Todo esto sucede por culpa de los publicani asiáticos!