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– Déjalo estar, César -dijo Marco Cotta-. Los tiempos cambian, es así de simple. A esto se le podría llamar la última revancha del castigo de Sila a la ordo equester. Por suerte para mí, todos reconocimos lo que podía ocurrir y transferí la titularidad de mis tierras y mi dinero a Lucio, aquí presente.

– Los ingresos te seguirán hasta Esmirna -le aseguró Lucio Cotta-. Aunque hayan sido los caballeros los que te han causado la ruina, había algunos elementos en el Senado que también pusieron su óbolo. Exculpo de ello a Catulo, a Cayo Pisón y al resto de ese núcleo, pero Publio Sila, su secuaz Autronio y toda esa pandilla fueron una valiosa ayuda para las acusaciones de Carbón. Y también Catilina. No lo olvidaré nunca.

– Ni yo -dijo César. Intentó sonreír-. Ya sabes que te quiero muchísimo, Marco, pero ni siquiera por ti estoy dispuesto a hacer que Publio Sila se convierta en un cornudo si para ello tengo que seducir a la bruja de la hermana de Pompeyo. Aquello provocó una carcajada, y el nuevo consuelo que resultó de que los tres hombres se imaginasen que quizás Publio Sila ya estuviera cosechando una pequeña retribución al verse obligado a vivir con la hermana de Pompeyo, una mujer que no era joven ni atractiva, aunque sí demasiado aficionada al jarro de vino. Aulo Gabinio por fin dio el golpe hacia finales de febrero. Sólo él sabía lo difícil que había sido estar sentado mano sobre mano y engañar a Roma para que pensase que él, el presidente del Colegio de los Tribunos de la plebe, no era, al fin y al cabo, más que un peso ligero. Aunque vivía bajo el odio que suponía ser un hombre de Picenum -y la criatura de Pompeyo-, Gabinio no era precisamente un hombre nuevo. Su padre y su tío se habían sentado en el Senado antes que él, y además en los Gabinios había sangre romana respetable de sobra. Tenía la ambición de desprenderse del yugo de Pompeyo y actuar por cuenta propia, aunque el sentido común le decía que nunca sería lo bastante poderoso para encabezar su propia facción. Mejor dicho, Pompeyo el Grande no era lo bastante grande. Gabinio anhelaba aliarse con un hombre más romano, porque había muchas cosas de Picenum y de los picentinos que lo exasperaban, sobre todo la actitud que tenían hacia Roma. Pompeyo era más importante que Roma, y Gabinio encontraba eso muy difícil de aceptar. ¡Oh, era natural! En Picenum Pompeyo era un rey, y en Roma ejercía una inmensa influencia política. La mayoría de los hombres que eran de un lugar concreto se sentían orgullosos de apoyar a un paisano que había establecido su dominio sobre personas a las que generalmente se consideraba mejores. Ese Aulo Gabinio, de tez clara y agradable apariencia, no estaba satisfecho con la idea de que tener a Pompeyo por amo fuese algo que no podía contar a nadie más que a Cayo Julio César. César y él se habían conocido en el asedio de Mitilene y se habían caído bien de inmediato. Gabinio había estado observando fascinado cómo el joven César, que tenía aproximadamente su misma edad, demostraba tener una clase de capacidad y una fuerza que hacían que él se considerase un privilegiado por ser amigo de un hombre que algún día tendría una importancia inmensa. Otros hombres tenían el mismo aspecto, la misma estatura, el físico, el encanto, incluso los antepasados; pero César tenía mucho más. Poseer un intelecto como el suyo, y a pesar de ello ser el más valiente de los valientes, ya era distinción suficiente, porque los hombres que son extraordinariamente inteligentes suelen ver demasiados riesgos en el valor. Era como si César pudiera cerrar la puerta y dejar fuera cualquier cosa que amenazase la empresa del momento. Siempre hallaba la manera exacta y más adecuada de utilizar sólo aquellas cualidades que había en él que le capacitaban para concluir aquella empresa con el máximo efecto. Y tenía un poder que Pompeyo nunca tendría, algo que emanaba de él y que doblaba todo hasta darle la forma que deseaba. Hacía las cosas al precio que fuese, no le tenía miedo a nada en absoluto. Y aunque en los años que habían transcurrido desde Mitilene no se habían visto con demasiada frecuencia, César continuaba hechizando a Gabinio. Y éste decidió que cuando llegase el día en que César dirigiera su propia facción, Aulo Gabinio sería uno de sus más incondicionales seguidores. Sin embargo no sabía cómo iba a conseguir zafarse de sus obligaciones como cliente de Pompeyo. Este era su patrono, por ello Gabinio tenía que trabajar para él como debería hacerlo cualquier cliente como es debido. Todo lo cual significaba que una vez que decidió dar el golpe lo hizo con la intención de impresionar más al relativamente joven y oscuro César que a Cneo Pompeyo Magnus, el Primer Hombre de Roma. Su patrón. No se molestó en ir primero al Senado; desde que se habían restituido por completo los poderes de los tribunos de la plebe, eso no era preceptivo. Lo mejor era atacar al Senado sin previo aviso e informar primero a la plebe, y además en un día en que nadie pudiera sospechar que fueran a producirse cambios sísmicos. Sólo había unos quinientos hombres desperdigados aquí y allá alrededor del Foso de los Comicios cuando Gabinio subió a la tribuna para hablar. Estos constituían la plebe profesional, ese núcleo de hombres que nunca se perdía una reunión y era capaz de recitar de memoria discursos memorables enteros, por no hablar de detallados y notables plebiscitos que se remontaban en el pasado por lo menos una generación. Las gradas de la Cámara del Senado no estaban tampoco muy pobladas de gente; sólo se hallaban en ellas César, algunos de los clientes senatoriales de Pompeyo, incluidos Lucio Afranio y Marco Petreyo, y Marco Tulio Cicerón.

– ¡Si alguna vez hubiéramos necesitado que nos recordasen cuán grave es para Roma el problema de los piratas, el saqueo de Ostia y la captura de nuestro primer envío de grano siciliano, hace sólo tres meses debería haber supuesto un gigantesco estímulo! -le dijo Gabinio a la plebe… y a los observadores situados en las gradas de la Curia Hostilia-. ¿Y qué hemos hecho para limpiar el Mare Nostrum de esta nociva plaga? -preguntó con un bramido-. ¿Qué hemos hecho para salvaguardar el abastecimiento de grano, para asegurar que los ciudadanos de Roma no padezcan hambrunas o no tengan que pagar por el pan más de lo que pueden permitirse, siendo como es el pan un alimento de primera necesidad? ¿Qué hemos hecho para proteger a nuestros comerciantes y a sus bajeles? ¿Qué hemos hecho para impedir que secuestren a nuestras hijas, que rapten a nuestros pretores? Muy poco, miembros de la plebe. ¡Muy poco! Cicerón se acercó a César y le tocó un brazo.

– Estoy intrigado -le dijo-, pero no sorprendido. ¿Sabes adónde quiere ir a parar, César? -Oh, sí. Y Gabinio continuó hablando, disfrutando muchísimo al hacerlo.

– Lo poquísimo que hemos hecho desde que Antonio el Orador intentó llevar a cabo una purga de piratas hace más de cuarenta años tuvo sus inicios como consecuencia del reinado de nuestro dictador, cuando su leal aliado y colega Publio Servilio Vatia fue a gobernar Cilicia con órdenes de barrer a los piratas. Tenía pleno imperium de procónsul, y autoridad para reunir flotas de todas las ciudades y estados afectados por los piratas, incluidas Chipre y Rodas. Empezó en Licia, y se las vio con Zenicetes. ¡Le costó tres años derrotar a un solo pirata! Y ese pirata tenía la base en Licia, no entre las rocas y los riscos de Panfilia y Cilicia, donde se encuentran los peores piratas. El resto del tiempo que pasó en el palacio del gobernador en Tarso lo dedicó a hacer una hermosa guerrita contra una tribu de campesinos de tierra adentro, unos destripaterrones panfilios, los isauros. Cuando los derrotó y tomó cautivas a sus dos patéticas aldeas, nuestro precioso Senado le dijo que añadiera un nombre extra a Publio Servilio Vatia… Isáurico. ¡Por favor! Bien, Vatia no resulta muy inspirador, ¿no es cierto? ¡Llamarse de sobrenombre «rodillas juntas»! ¿Se le puede reprochar a ese pobre tipo que quisiera pasar de ser un Publio de la rama plebeya de los Servilios que tiene las Rodillas Juntas, a Publio Servilio Rodillas Juntas el Conquistador de los Isauros? ¡Debéis reconocer que Isáurico le añade un matiz de lustre más a un nombre de otro modo deslustrado! Para ilustrar este punto de la argumentación, Gabinio se alzó la toga para mostrar sus bien torneadas piernas desde medio muslo hacia abajo, y se puso a caminar dando unos pasitos adelante y atrás por la tribuna con las rodillas juntas y los pies muy separados; el público respondió riéndose y vitoreándolo.