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– El siguiente capítulo de esta saga -continuó diciendo Gabinio- sucedió en la isla de Creta y alrededores. Por el único motivo de que a su padre el Orador, ¡un hombre mucho mejor y más capaz que aún no había logrado hacer el trabajo!, el Senado y el pueblo de Roma le habían encomendado eliminar la piratería en el Mare Nostrum, Marco Antonio hijo se apropió de la misma misión hace unos siete años, aunque esta vez sólo el Senado se la encomendó, gracias a las nuevas normas de nuestro dictador. El primer año de su campaña Antonio orinó vino sin diluir en todos los mares al oeste del Mare Nostrum y reclamó para sí una victoria o dos, pero nunca presentó pruebas tangibles de ello, como despojos o restos de naves. Luego, hinchando las velas a base de eructos y pedos, Antonio se fue de parranda camino de Grecia. Una vez allí salió, lleno de resolución, durante dos años a luchar contra los almirantes piratas de Creta, con las desastrosas consecuencias que todos conocemos. ¡Lastenes y Panares le dieron, sencillamente, una paliza! Y al final, al destrozado hombre de tiza, ¡porque eso es lo que significa también Cretico!, no le quedó más remedio que quitarse la vida para no dar la cara ante el Senado de Roma, que le había encomendado la misión. «Después vino otro hombre de brillante apodo, ese Quinto Cecilio Metelo, que es nieto de Macedónico e hijo de Macho Cabrío: Metelo Cabrito. ¡Sin embargo, por lo visto ese Metelo Cabrito aspira a ser otro Cretico! Pero, ¿resultará que Cretico significa el conquistador de los cretenses o el hombre de tiza? ¿Qué os parece a vosotros, colegas plebeyos? -¡Hombre de tiza! ¡Hombre de tiza!

– Fue la respuesta. Gabinio terminó en tono informal.

– Y todo eso, queridos amigos, nos lleva al presente. ¡A la debacle de Ostia, al estancamiento de Creta, a la inviolabilidad de cualquier refugio pirata desde Gades, en Hispania, hasta Gaza, en Palestina! ¡No se ha hecho nada! ¡Nada! Como se le había descolocado un poco la toga al demostrar cómo camina un hombre que tiene las rodillas juntas, Gabinio hizo una pausa para colocársela debidamente.

– ¿Qué sugieres que hagamos, Gabinio? -le gritó Cicerón desde las gradas del Senado.

– ¡Vaya! ¡Hola, Marco Cicerón! -le saludó alegremente Gabinio-. ¡Y también saludo a César! El mejor par de oradores de Roma están escuchando los humildes parloteos de un hombre de Picenum. Me siento muy honrado, especialmente porque estáis ahí arriba casi solos. ¿No está Catulo, ni Cayo Pisón, ni Hortensio, ni Metelo Pío, el pontífice máximo? -Sigue a lo tuyo, hombre -le pidió Cicerón, que estaba de muy buen humor.

– Gracias, eso es lo que voy a hacer. Me has preguntado qué podemos hacer. La respuesta es muy simple, miembros de la plebe. Buscamos a un hombre que ya haya sido cónsul, para que no quepa la menor duda acerca de cuál es su posición constitucional. Un hombre cuya carrera militar no se haya abierto camino luchando desde los primeros bancos del Senado, como la de algunos a quienes yo podría nombrar. Buscamos a ese hombre. Y cuando digo buscamos, colegas plebeyos, me refiero a nosotros, los miembros de esta Asamblea. ¡No al Senado! El Senado ya lo ha probado todo, desde rodillas que se juntan al caminar hasta sustancias cretáceas, y todo sin éxito alguno, así que yo digo que el Senado debe abrogar su poder en este asunto, que nos afecta a todos. Repito, buscamos a un hombre que sea un consular de habilidad militar demostrada. Y luego nosotros le encomendaremos la misión de limpiar el Mare Nostrum de toda clase de piratería, desde las Columnas de Hércules hasta la desembocadura del Nilo, y de limpiar también el mar Euxino. Nosotros le daremos a ese hombre un plazo de tres años para que lo haga, y en esos tres años tendrá que haber terminado el trabajo… porque si no lo hace, miembros de la plebe… ¡si no lo hace, nosotros lo acusaremos, lo juzgaremos y lo desterraremos de Roma para siempre! Algunos de los boni habían acudido corriendo, desde dondequiera que sus negocios los tuvieran ocupados, llamados por clientes que habían enviado al Foro para seguir de cerca cualquier reunión de la Asamblea, incluso la menos sospechosa. Se estaba corriendo la voz de que Aulo Gabinio había comenzado a hablar de un mando militar contra los piratas, y los boni -por no hablar de otras muchas facciones- sabían que aquello significaba que Gabinio iba a pedirle a la plebe que le concediera ese mando a Pompeyo. Y no estaban dispuestos a consentir que ocurriese una cosa así. ¡De ninguna manera Pompeyo podía volver a recibir otro mando especial! ¡Nunca! Ello le permitiría creer que era mejor y más grande que sus iguales.

Con la libertad de mirar a su alrededor que Gabinio no tenía, César se fijó en que Bíbulo descendía hasta el fondo del Foso con Catón, Ahenobarbo y el joven Bruto detrás de él. Un interesante cuarteto. Servilia no se sentiría complacida si se enteraba de que su hijo se asociaba con Catón. Pero era evidente que Bruto comprendía este hecho; parecía un furtivo, como si le persiguieran. Quizás debido a eso no daba la impresión de estar escuchando lo que Gabinio decía, aunque Bíbulo, Catón y Ahenobarbo reflejaban con toda claridad la ira en sus rostros.

Gabinio seguía con lo suyo.

– Ese hombre necesita tener absoluta autonomía. No debe estar sometido a ninguna restricción por parte del Senado ni del pueblo una vez que comience. Eso, naturalmente, significa que le dotaremos de un imperio ilimitado… ¡pero no sólo en el mar! Su poder debe extenderse hasta cincuenta millas tierra adentro en todas las costas, y dentro de esa franja de tierra sus poderes tienen que ser superiores al imperio de cualquier gobernador provincial afectado. Deben concedérsele por lo menos quince legados de categoría propretoriana y la libertad de elegirlos y desplegarlos él mismo, sin que nadie le ponga obstáculos. Si hace falta se le facilitará todo el contenido del Tesoro, y debe otorgársele igualmente el poder de reclutar todo lo que necesite, desde dinero hasta barcos y milicia local, en cada uno de los lugares que entren dentro del alcance de su imperium. Debe disponer de tantos barcos, flotas y flotillas como exija, y tantos soldados de Roma como pida.

Al llegar a dicho punto Gabinio se fijó en los recién llegados y dio un enorme y teatral respingo de sorpresa. Miró hacia abajo, a los ojos de Bíbulo, y luego sonrió con deleite. Ni Catulo ni Hortensio habían llegado, pero con Bíbulo, uno de los herederos de éstos, era suficiente.

– ¡Si concedemos este mando especial contra los piratas a un solo hombre, miembros de la plebe -continuó diciendo Gabinio a gritos-, entonces puede que veamos el final de la piratería! Pero si permitimos que ciertos elementos del Senado nos achanten o nos lo impidan, entonces nosotros, y no ningún otro cuerpo de hombres romanos, seremos, por nuestro fracaso a la hora de actuar, los responsables directos de los desastres que ocurran. ¡Librémonos de la piratería de una vez por todas! Ya es hora de que prescindamos de las medidas a medias y de los compromisos, y de que dejemos de dar coba a la supuesta importancia de familias e individuos que insisten en que el derecho de proteger a Roma les pertenece sólo a ellos. ¡Ha llegado el momento de acabar con esta actitud pasiva de no hacer nada! ¡Hay que empezar a hacer bien las cosas!

– ¿No vas a decirlo, Gabinio? -le gritó Bíbulo desde el fondo del Foso.

Gabinio puso cara de inocente.

– ¿Decir qué, Bíbulo?