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«Un poco de sana actividad y unos compañeros de juegos corrientes», así era como lo había expresado Silano, no precisamente celoso de que Bruto ocupase el lugar predilecto en el corazón de Servilia, sino más bien preocupado porque cuando Bruto madurase por lo menos debería haber aprendido a asociarse con diferentes tipos de personas. Naturalmente, la escuela que Aurelia recomendó era una muy exclusiva, pero los pedagogos de todas las escuelas en general tenían una manera de pensar inquietantemente independiente que los llevaba a aceptar chicos brillantes aunque sus medios familiares fueran menos selectos que el de un Marco Junio Bruto, por no hablar ya de dos o tres chicas brillantes.

Teniendo a Servilia por madre, era inevitable que Bruto odiase la escuela, aunque Cayo Casio Longino, el compañero de estudios que más merecía la aprobación de Servilia, procedía de una familia tan buena como un Junio Bruto. Este, sin embargó, toleraba a Casio sólo porque haciéndolo mantenía a su madre contenta. ¿Qué tenía él en común con un muchacho ruidoso y turbulento como Casio, enamorado de la guerra, de la lucha, de todas aquellas hazañas que entrañan gran atrevimiento? Sólo el hecho de haberse convertido rápidamente en el favorito del maestro había logrado reconciliar a Bruto con la espantosa prueba que había sido la escuela. Eso y compañeros como Casio.

Desgraciadamente la persona a la que más anhelaba Bruto llamar amigo era a su tío Catón; pero Servilia se negaba a oír siquiera que su hijo quisiese establecer ninguna clase de intimidad con su despreciado hermanastro. El tío Catón, ella nunca se cansaba de recordárselo a su hijo, descendía de un campesino tusculano y una esclava celtíbera, mientras que en Bruto se unían dos linajes separados de exaltada antigüedad, uno el de Lucio Junio Bruto, el fundador de la República -que había depuesto al último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio-, y el otro el de Cayo Servilio Ahala -que había matado a Melio cuando éste había intentado proclamarse a sí mismo rey de Roma unas décadas después de estar instalada la nueva República-. Por ello, un Junio Bruto, que por parte de madre era además un patricio Servilio, no podía en modo alguno relacionarse con basura advenediza como el tío Catón.

– ¡Pero tu madre se casó con el padre de tío Catón y tuvo con él dos hijos, la tía Porcia y el tío Catón! -había protestado Bruto en una ocasión.

– ¡Y por eso cayó en desgracia para siempre! -dijo con desprecio Servilia- ¡Yo no reconozco esa unión ni a su progenie… y tampoco lo harás tú, hijo mío!

Fin de la discusión. Y fin de cualquier esperanza de que se le permitiera ver al tío Catón con más frecuencia de lo que la decencia familiar aconsejaba. ¡Qué tipo tan maravilloso era el tío Catón! Un verdadero estoico, enamorado de las antiguas costumbres austeras de Roma, a quien le repugnaba el boato y la ostentación, rápido en criticar las pretensiones de grandeza de Pompeyo el Grande, otro advenedizo que, tristemente, carecía de los antepasados adecuados. Pompeyo, que había asesinado al padre de Bruto y había dejado viuda a su madre, había capacitado a un peso ligero como el enfermizo Silano para que se metiera en la cama con ella y engendrara dos niñas con la cabeza en forma de burbuja que Bruto llamaba hermanas a regañadientes…

– ¿En qué piensas, Bruto? -le preguntó Julia sonriente.

– Oh, en nada importante -le respondió él distraídamente.

– Eso es una evasiva. ¡Dime la verdad!

– Estaba pensando en la persona tan estupenda que es mi tío Catón.

Julia arrugó la amplia frente.

– ¿Tu tío Catón?

– Tú no lo conoces porque todavía no es lo bastante mayor para estar en el Senado. En realidad está tan cerca de mi edad como de la de mi madre.

– ¿Es aquel que no permitió que los tribunos de la plebe derribaran una columna que obstruía el paso dentro de la basílica Porcia?

– ¡Ése es mi tío Catón! -exclamó Bruto con orgullo.

Julia se encogió de hombros.

– Mi padre dice que eso fue una estupidez por su parte. Si hubieran derribado la columna, los tribunos de la plebe habrían tenido una sede más cómoda.

– Tío Catón tenía razón. Catón el Censor puso allí la columna cuando construyó la primera basílica de Roma, y ése es el lugar que le corresponde de acuerdo con la mos maiorum. Catón el Censor permitió que los tribunos de la plebe utilizaran el edificio como sede porque comprendió la difícil situación en que se encontraban; porque ellos son magistrados elegidos únicamente por la plebe, no representan a todo el pueblo y no pueden utilizar un templo como sede. Pero no les regaló el edificio, sólo les permitió el uso de una parte de él. Entonces parecieron estar bastante agradecidos por ello. Ahora quieren cambiar la construcción que costeó Catón el Censor. El tío Catón no tolera la mutilación de un lugar tan señalado que lleva el nombre de su bisabuelo.

Puesto que Julia era por naturaleza pacífica y no le gustaba discutir, volvió a sonreír, le puso una mano en el brazo a Bruto y le dio un cariñoso apretón. Bruto era un niño muy mimado, muy estirado y pagado de sí mismo; y a pesar de que lo conocía desde hacía bastante tiempo, sentía -aunque no sabía bien por qué- mucha pena por él. ¿Sería, quizás, porque la madre de Bruto era una persona tan… retorcida?

– Bueno, eso ocurrió antes de que mi tía Julia y mi madre murieran, así que yo diría que ya nadie derribará la columna -dijo ella.

– ¿Esperáis que tu padre llegue pronto a casa? -le preguntó Bruto virando mentalmente hacia el matrimonio.

– Cualquier día de éstos.

– Julia se removió llena de contento-. ¡Oh, cómo lo echo de menos!

– Dicen que está resolviendo problemas en la Galia Cisalpina, en la parte más lejana del río Po -comentó Bruto haciéndose así eco, aunque de forma inconsciente, del tema que se estaba convirtiendo en animado motivo de debate entre el grupo de mujeres que rodeaba a Aurelia y Servilia.

– ¿Por qué habría César de hacer eso? -estaba preguntando Aurelia al tiempo que arrugaba las oscuras y rectas cejas. Aquellos famosos ojos de color morado miraban con enojo-. ¡Verdaderamente, hay veces en que Roma y los nobles romanos me dan asco! ¿Por qué tienen que señalar siempre a mi hijo para hacerle víctima de las críticas y el cotilleo político?

– Porque es demasiado alto, demasiado guapo, demasiado arrogante y tiene demasiado éxito con las mujeres -dijo Terencia, la mujer de Cicerón, tan directa como avinagrada-. Y además -añadió ella, que estaba casada con un famoso poeta y orador-, habla muy bien y escribe con mucho estilo.

– ¡Esas cualidades son innatas, ninguna de ellas merece las calumnias de algunos a los que podría mencionar por el nombre!

– dijo bruscamente Aurelia.

– ¿Te refieres a Lúculo? -preguntó Mucia Tercia, la mujer de Pompeyo.

– No, por lo menos a él no se le puede culpar de eso -dijo Terencia-. Supongo que el rey Tigranes y Armenia le han quitado de la cabeza cualquier cosa que tenga que ver con Roma, excepto esos caballeros que se dedican a recoger impuestos en las provincias y que nunca tienen bastante.

– A quien te refieres es a Bíbulo, que ahora está de regreso en Roma -dijo una majestuosa figura que estaba sentada en la mejor silla. Sólo ella, en medio de aquel grupo vestido de vivos colores, iba ataviada de blanco de la cabeza a los pies, con vestiduras tan amplias y largas que ocultaban cualquier encanto femenino que hubiera podido poseer. Sobre la regia cabeza se alzaba una corona hecha de siete trenzas superpuestas de lana virgen; el tenue velo que le pendía flotó al darse ella la vuelta para mirar a las dos mujeres que se encontraban en el sofá. Perpenia, jefa de las vírgenes vestales, soltó un bufido al reprimir la risa-. ¡Oh, pobre Bíbulo! Nunca puede esconder la desnudez de su animosidad.