Craso era un hombre corpulento, más alto de lo que aparentaba a causa de su anchura, y no tenía ni un gramo de grasa. El cuello, los hombros y el tronco eran de constitución robusta, y eso, combinado con cierta placidez que emanaba de su rostro, había hecho que todos cuantos le conocían le vieran un cierto parecido con un buey; un buey que daba cornadas. Se había casado con la viuda de sus dos hermanos mayores, una señora sabina de muy buena familia llamada Axia a la que todo el mundo conocía como Tertula, porque se había casado con tres hermanos; Craso tenía dos prometedores hijos, aunque el mayor, Publio, era en realidad hijo de su hermano Publio y de Tertula. Al joven Publio le faltaban diez años para llegar al Senado, mientras que el hijo de Craso, Marco, era algunos años más joven. Nadie podía ponerle peros a Craso como hombre de familia; hacía ostentación de su amor, y su devoción familiar era famosa. Pero la familia no era su verdadera pasión. Marco Licinio Craso tenía una sola pasión: el dinero. Algunos decían de él que era el hombre más rico de Roma, aunque César pensó, mientras subía las lúgubres y estrechas escaleras que llevaban a su guarida, situada en el quinto piso de la ínsula, que no era para tanto. La fortuna de los Servilios Cepiones era infinitamente mayor, así como también lo era la fortuna del hombre que motivaba la visita que iba a hacerle a Craso, Pompeyo el Grande.
Que hubiera preferido subir cinco tramos de escaleras en lugar de ocupar un local más cómodo en una planta más baja era típico de Craso, quien conocía las rentas muy bien. Cuanto más alto fuera el piso más bajo era el alquiler. ¿Por qué desperdiciar unos cuantos miles de sestercios utilizando él mismo uno de los rentables pisos inferiores que podía alquilar? Además, subir escaleras era un buen ejercicio. Y a Craso tampoco le importaban las apariencias; se sentaba ante un escritorio situado en un rincón de aquella habitación, que era un continuo torbellino, para tener a todos sus empleados de mayor categoría ante sus ojos, y no le importaba en absoluto que le empujasen con el codo o que hablasen a voz en grito.
– ¡Es hora de tomar un poco de aire fresco! -gritó César al tiempo que hacía un movimiento con la cabeza para indicar la puerta que quedaba detrás de él.
Craso se levantó inmediatamente para seguir a César escaleras abajo y salir a otra clase diferente de torbellino, el del Macellum Cuppedenis.
César y Craso eran buenos amigos, lo habían sido desde que César sirviera con Craso en la guerra contra Espartaco. A muchos les resultaba extraña aquella peculiar amistad, porque las diferencias que había entre ellos cegaban a los observadores con respecto a las similitudes existentes, mucho mayores. Bajo aquellas dos contrastadas fachadas existía la misma clase de acero, cosa que ellos comprendían muy bien, aunque el mundo no.
Ninguno de los dos hacía lo que habría hecho la mayoría de los hombres, por ejemplo, acercarse a un famoso establecimiento de comidas y comprar sabrosa carne de cerdo con especias envuelta en un hojaldre deliciosamente ligero hecho a base de cubrir la pasta de harina con manteca fría, doblarla y enrollarla para luego ponerle más manteca, y repetir así el proceso muchas veces. César, como de costumbre, no tenía hambre, y Craso consideraba un despilfarro comer en ningún sitio que no fuera su propia casa. En lugar de ello encontraron una pared para apoyarse entre una concurrida escuela de niños de ambos sexos que recibían lecciones al aire libre y un puesto de granos de pimienta.
– Muy bien, ahora estamos a salvo de oídos curiosos -dijo Craso al tiempo que se rascaba el cuero cabelludo, que se había hecho de pronto visible después de que durante el año que había pasado como cónsul de Pompeyo se le cayera la mayor parte del pelo, hecho que Craso atribuía a la preocupación de tener que ganar mil talentos extra para reponer lo que se había gastado en asegurarse de que acabaría siendo el cónsul con mejor reputación entre el pueblo. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo más probable era que la calvicie se debiera a su edad, pues aquel año cumpliría cincuenta. Para él era algo irrelevante. Marco Craso le echaba la culpa de todo a las preocupaciones por el dinero.
– Pronostico que esta tarde recibirás una visita nada menos que de nuestro querido Quinto Lutacio Catulo -dijo César con los ojos fijos en una adorable niñita morena que asistía a aquella clase improvisada.
– ¿Ah, sí? -repuso Craso con la mirada fija en el exorbitante precio que estaba escrito con tiza en una tabla apoyada contra un tarro de cerámica vidriada de pimienta de Taprobane-. ¿Qué flota en el aire, César?
– Deberías haber abandonado tus libros de cuentas y haber venido a la reunión de la Asamblea Plebeya que se ha celebrado hoy -le dijo César.
– ¿Ha sido interesante?
– Fascinante, aunque no inesperada, al menos para mí. Tuve una pequeña conversación con Magnus el año pasado, así que ya estaba preparado. Dudo que nadie más lo estuviera, salvo Afranio y Petreyo, quienes me acompañaban en las gradas de la Curia Hostilia. Me atrevería a decir que pensaron que alguien podía oler de qué parte soplaba el viento si se quedaban en el Foso de los Comicios. Cicerón también me acompañaba, pero a él le movía sólo la curiosidad. Tiene un olfato maravilloso para presentir a qué reuniones merece la pena asistir.
Como no era tonto, políticamente hablando, Craso apartó la mirada de los carísimos granos de pimienta y la fijó en César.
– ¡Vaya! ¿Qué pretende conseguir nuestro amigo Magnus?
– Gabinio le propuso a la plebe que legislase conceder un imperium ilimitado, y todo lo demás también absolutamente ilimitado, a un solo hombre. Naturalmente, no nombró a ese hombre. El objeto de todo ello es acabar con los piratas -dijo César, que sonrió cuando vio cómo una niña le estampaba la pizarra encerada en la cabeza al niño que tenía a su lado.
– Un trabajo ideal para Magnus -dijo Craso.
– Desde luego. Por cierto, tengo entendido que ha estado haciendo los deberes durante más de dos años. No obstante, esa misión no gozará de popularidad en el Senado, ¿no crees?
– No entre Catulo y sus muchachos.
– Ni entre la mayoría de los miembros del Senado, pronostico yo. Nunca le perdonarán a Magnus que les obligase a legitimar su deseo de ser cónsul.
– Yo tampoco -dijo Craso con aire lúgubre. Tomó aire-. Así que tú crees que Catulo me pedirá que me presente yo para ese trabajo en oposición a Pompeyo.
– Estoy seguro.
– Tentador -dijo Craso, cuya atención se vio atraída hacia la escuela porque el niño estaba llorando y el pedagogo intentaba evitar una riña general entre sus pupilos.
– Pues no te sientas tentado de aceptar, Marco -le dijo César con suavidad.
– ¿Por qué no?
– No saldría bien, Marco. Créeme, no saldría bien. Si Magnus está tan preparado como creo que está, permite que le den a él el trabajo. Tus negocios sufren los efectos de la piratería tanto como cualquier otro negocio. Si eres inteligente te quedarás en Roma y recogerás los beneficios que supone el hecho de que las vías marítimas estén libres de piratas. Ya conoces a Magnus. Hará el trabajo, y lo hará bien. Pero todos los demás estarán esperando a ver qué pasa. Puedes sacar partido de este escepticismo, aunque dure muchos meses, pues ello te permitirá estar preparado para cuando lleguen los buenos tiempos, que seguro que vendrán -dijo César.