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Aquél era, como bien sabía César, el argumento más convincente que se podía esgrimir ante Craso.

Este asintió y se incorporó.

– Me has convencido -dijo; y miró fugazmente al sol-. Es hora de trabajar un poco más en mis libros de contabilidad antes de que me vaya a casa a recibir a Catulo.

Los dos hombres se abrieron paso despreocupadamente entre el caos que había caído sobre la escuela, y César, al pasar junto a la niña, le dedicó una sonrisa cómplice a la causante de todo ello.

– ¡Adiós, Servilia! -le dijo.

Craso, que estaba a punto de marcharse en la otra dirección, pareció sobresaltado.

– ¿La conoces? -le preguntó-. ¿Es una Servilia?

– No, no la conozco -respondió César desde cierta distancia, ya a quince pies-. Pero me recuerda vivamente a la futura suegra de Julia.

Y así fue como, cuando Pisón el cónsul convocó al Senado al amanecer del día siguiente, las lumbreras principales de aquel colectivo no habían podido encontrar un rival digno de proponer para que se opusiera a Pompeyo; la entrevista de Catulo con Craso había fracasado.

La noticia que flotaba en el aire se había ido corriendo desde las gradas posteriores, de unas a otras, y la oposición se había endurecido desde todos los frentes, con gran deleite por parte de los boni. El fallecimiento de Sila era demasiado reciente para que la mayor parte de aquellos hombres hubiesen olvidado cómo había tenido al Senado sometido a chantaje, a pesar de sus favores; y Pompeyo había sido su mascota, su ejecutor. Pompeyo había matado a demasiados senadores de entre los seguidores de Cinna y Carbón, también había matado a Bruto y había obligado al Senado a consentir que él fuese elegido cónsul sin haber sido siquiera senador. Y este último crimen era el más imperdonable de todos. Los censores Lentulo Clodiano y Publícola todavía ejercían gran influencia en favor de Pompeyo, pero sus empleados más poderosos, Filipo y Cetego, ya no estaban; uno se había retirado y llevaba una vida voluptuosa y el otro había cumplido con los trámites de la muerte.

No era pues tan sorprendente que cuando aquella mañana entraron en la Curia Hostilia con las togas de censores de color púrpura puestas, Lentulo Clodiano y Publícola decidieran, tras mirar tantas caras serias, que aquel día no hablarían en favor de Pompeyo el Grande. Ni tampoco lo haría Curión, otro empleado de Pompeyo. En cuanto a Afranio y el viejo Petreyo, sus habilidades retóricas eran tan limitadas que tenían órdenes estrictas de no intentarlo siquiera. Craso se encontraba ausente.

– ¿No va a venir Pompeyo a Roma? -le preguntó César a Gabinio cuando se percató de que Pompeyo no estaba allí.

– Ya está en camino -le respondió Gabinio-, pero no comparecerá hasta que su nombre se mencione en la plebe. Ya sabes cómo odia al Senado.

Una vez que se efectuaron los augurios y que Metelo Pío, el pontífice máximo, hubo dirigido las plegarias, Pisón -que ostentaba las fasces durante febrero porque Glabrio se había marchado hacia el Este- dio comienzo a la reunión.

– En primer lugar, me doy cuenta -dijo desde la silla curul que ocupaba, situada sobre la elevada plataforma que quedaba al fondo de la cámara- de que la reunión de hoy no está, según estipula la legislación reciente de Aulo Gabinio, tribuno de la plebe, relacionada con los asuntos que han de tratarse en febrero. Ahora bien, puesto que concierne a un mando extranjero, sí que lo está. Todo lo cual viene al caso. ¡Nada en esa lex Gabinia puede impedir que la reunión de este cuerpo trate asuntos urgentes de cualquier tipo durante el mes de febrero!

– Se puso en pie; era un Calpurnio Pisón típico, pues era alto, muy moreno y poseía unas cejas muy pobladas-. Este mismo tribuno de la plebe, Aulo Gabinio, de Picenum -señaló con un gesto de la mano la parte posterior de la cabeza de Gabinio, que se encontraba más abajo que él en el extremo de la izquierda del banco tribunicio-, ayer, sin notificárselo primero a este cuerpo, convocó la Asamblea de la plebe y les dijo a sus miembros, o a los pocos que se encontraban presentes, qué había que hacer para librarnos de la piratería. ¡Sin consultarnos, sin consultar a nadie! ¡Dijo que pusiésemos imperio ilimitado, dinero y fuerzas en el regazo de un solo hombre! No mencionó ningún nombre. Pero, ¿quién de nosotros puede dudar de que sólo había un nombre dentro de esa cabeza picentina suya? Este Aulo Gabinio y su compañero picentino, Cayo Cornelio, el tribuno de la plebe que no pertenece a ninguna familia distinguida, a pesar de su nomen, ya nos han ocasionado a nosotros, los que hemos heredado Roma como responsabilidad nuestra, más problemas de los necesarios desde que entraron en posesión de sus cargos. Yo, por ejemplo, me he visto obligado a redactar una contralegislación contra los sobornos que tienen lugar en las elecciones curules. Yo, por ejemplo, he sido astutamente privado de un colega en el consulado de este año. Yo, por ejemplo, he sido acusado de innumerables crímenes relacionados con los sobornos electorales.

»Todos los aquí presentes hoy sois conscientes de la gravedad de esta nueva lex Gabinia propuesta ahora, y también sois conscientes de hasta qué punto infringe cualquier aspecto de la mos maiorum. Pero no es deber mío abrir este debate, sólo conducirlo. De modo que, como es demasiado pronto en el año como para que ningún magistrado electo se halle presente, procederé a llamar primero a los pretores de este año y pediré un portavoz.

Como el orden del debate ya había sido establecido, ningún pretor se ofreció voluntario, y tampoco ningún edil, ni curul ni plebeyo; Cayo Pisón pasó a las filas de los consulares, situados a ambos lados de la Cámara. Eso significaba que la más poderosa pieza de artillería oratoria dispararía primero: Quinto Hortensio.

– Honorable cónsul, censores, magistrados, consulares y senadores -empezó a decir-. ¡Es hora de que acabemos de una vez para siempre con las llamadas misiones militares especiales! Todos sabemos por qué el dictador Sila incorporó esa cláusula en su enmienda a la constitución: para poder utilizar los servicios de un hombre que no pertenecía a este augusto y venerable cuerpo; un caballero de Picenum que tuvo la presunción de reclutar y acaudillar tropas al servicio de Sila cuando contaba poco más de veinte años, y que, una vez que hubo probado la dulzura de la descarada inconstitucionalidad, continuó adhiriéndose a ella… ¡aunque se negó a adherirse al Senado! Cuando Lépido se sublevó, él ocupó la Galia Cisalpina, y tuvo incluso la temeridad de ordenar la ejecución de un miembro de una de las mejores y más antiguas familias de Roma:

Marco Junio Bruto, cuya traición, si es que realmente puede considerarse como tal, la determinó este cuerpo al incluir a Bruto en el decreto que ponía a Lépido fuera de la ley. ¡Un decreto que no le daba a Pompeyo el derecho de hacer que un secuaz le cercenase la cabeza a Bruto en el mercado de Regium Lepidum! ¡Ni de incinerar la cabeza y el cuerpo, y luego enviar las cenizas desenfadadamente a Roma con una nota breve y semianalfabeta de explicación!

»Después de lo cual, Pompeyo mantuvo sus preciadas legiones picentinas en Módena hasta que obligó al Senado a que le encomendara a él, ¡que no era senador ni magistrado!, la misión de ir a Hispania con imperium proconsular, gobernar la parte de la provincia más cercana en nombre del Senado y hacer la guerra contra Quinto Sertorio. Cuando durante todo el tiempo, padres conscriptos, teníamos en la provincia ulterior un hombre eminente de adecuada familia y circunstancias, el buen Quinto Cecilio Metelo, pontífice máximo, que ya combatía contra Sertorio. ¡Un hombre que, añado, hizo más por derrotar a Sertorio de lo que nunca hiciera este extraordinario y no senatorial Pompeyo! ¡Aunque fuese Pompeyo quien se llevó la gloria, quien recogió los laureles!

Hortensio, que era un hombre guapo de imponente presencia, se dio la vuelta despacio describiendo un círculo; dio la impresión de que miraba a cada uno de los presentes a los ojos, un truco que ya había utilizado con anterioridad y que había causado efecto en los tribunales de justicia durante más de veinte años.