– Y luego, ¿qué hace este don nadie picentino, Pompeyo, cuando regresa a nuestro amado país? ¡Contra lo estipulado en la constitución, trae a su ejército a través del Rubicón y entra en Italia, donde lo asienta y procede a chantajeamos para que permitamos que se presente a cónsul! No tuvimos otra elección. Pompeyo se convirtió en cónsul. ¡Y aun hoy, padres conscriptos, me niego con todas las fibras de mi ser a otorgarle ese abominable nombre de Magnus que él mismo se concedió! ¡Porque él no es grande! ¡Es un forúnculo, un carbúnculo, una pútrida llaga infectada en el maltratado pellejo de Roma!
»¿Cómo se atreve Pompeyo a dar por supuesto que puede volver a chantajear a este cuerpo de nuevo? ¿Cómo osa poner en esto a su secuaz Gabinio, ese lameculos? Imperio ilimitado, fuerzas ilimitadas y dinero ilimitado. ¡Por favor! ¡Cuando durante todo este tiempo el Senado tiene un comandante muy capaz en Creta que está haciendo un excelente trabajo! Repito, ¡un excelente trabajo! ¡Excelente, excelente!
– El estilo asiánico de la oratoria de Hortensio estaba ahora en pleno apogeo, y la Cámara se había instalado cómodamente, sobre todo porque estaba de acuerdo con cada palabra que él decía, para escuchar a uno de sus mejores oradores de todos los tiempos-. Yo os digo, colegas miembros de esta Cámara, que nunca consentiré en que se otorgue ese mando. ¡No importa el nombre que quiera dársele! ¡Sólo en nuestra época ha tenido Roma que recurrir al imperium ilimitado, al mando sin límites! ¡Son anticonstitucionales, desmedidos e inaceptables! ¡Nosotros limpiaremos el mar Nuestro de piratas, pero lo haremos al estilo romano, no al estilo picentino!
En este punto Bíbulo empezó a vitorear y a mover rítmicamente los pies, y toda la Cámara se unió a él. Hortensio se sentó, sonrojado a causa de la dulce victoria.
Aulo Gabinio había estado escuchando impasible; al final se encogió de hombros y levantó las manos.
– ¡El estilo romano ha degenerado hasta un punto tal de ineficacia que quizás fuera mejor llamarlo el estilo pisidiano! -dijo con voz fuerte cuando los vítores se apagaron-. Si Picenum es lo que necesita este trabajo, entonces tiene que ser Picenum. Porque, ¿qué es Picenum, si no es Roma? ¡Trazas fronteras geográficas, Quinto Hortensio, que no existen!
– ¡Cierra la boca, cierra la boca, cierra la boca! -gritó Pisón al tiempo que se ponía en pie de un salto y bajaba del estrado curul para enfrentarse al banco tribunicio que quedaba debajo-. ¿Te atreves a hablar sobre Roma, tú, un galo que ha salido de un nido de galos? ¿Te atreves a poner en el mismo montón a la Galia y a Roma? ¡Ojo, pues, Gabinio el galo, no vayas a sufrir la misma suerte que Rómulo y no regreses nunca de tu expedición de caza!
– ¡Una amenaza! -gritó Gabinio poniéndose en pie de un brinco-. ¿Lo habéis oído, padres conscriptos? ¡Me amenaza con matarme, porque eso fue lo que le ocurrió a Rómulo! ¡Fue asesinado por hombres que no eran dignos ni de atarle las botas, que le acechaban en las marismas de la Cabra del Campo de Marte!
Estalló un griterío infernal, pero Pisón y Catulo lograron acallarlo, pues no querían que la Cámara se disolviese antes de tener oportunidad de decir lo que tenían que decir. Gabinio había vuelto a encaramarse en su asiento, situado al flnal del banco donde se sentaban los tribunos de la plebe, y estuvo contemplándolo todo con ojos brillantes mientras el cónsul y el consular consumían sus turnos en un intento de apaciguar, con chasquidos de la lengua, y convencer a los hombres de que volvieran a poner el trasero sobre los taburetes.
Y luego, cuando más o menos reinaba de nuevo la tranquilidad y Pisón estaba a punto de preguntarle a Catulo su opinión, Cayo Julio César se puso en pie. Como llevaba puesta su corona cívica, y por ello se le podía equiparar a cualquier consular a la hora de hacer uso de la palabra, Pisón, que le tenía antipatía, le echó una sucia mirada que lo invitaba a sentarse de nuevo. César permaneció de pie, por lo que Pisón se puso furioso.
– ¡Déjalo hablar, Pisón! -gritó Gabinio-. ¡Está en su derecho!
Aunque no ejercía su privilegio oratorio en la Cámara muy a menudo, César era reconocido como el único rival auténtico de Cicerón; el estilo asiánico de Hortensio había dejado de gozar de favor desde la llegada del estilo ateniense de Cicerón, más sencillo pero más poderoso, y César también prefería ser ático. Si había una cosa que todos los miembros del Senado tenían en común, era que eran expertos en la apreciación de la oratoria. Aunque esperaban a Catulo, todos optaron por César.
– Como ni Lucio Belieno ni Marco Sextilio han vuelto todavía a nuestro seno, creo que hoy soy el único miembro presente en esta Cámara que ha sido capturado alguna vez por piratas -dijo con aquella voz alta y absolutamente clara que adoptaba para los discursos en público-. Ello me convierte, por decirlo así, en un experto en el tema, si la pericia puede derivar de la experiencia de primera mano. A mí no me resultó una prueba edificante, y mi aversión empezó en el momento en que vi aquellas dos galeras de guerra perfectamente equipadas avanzando hacia mi pobre y lento bajel mercante. Porque, padres conscriptos, fui informado por el capitán de mi barco de que intentar ofrecer resistencia armada con toda seguridad daría como resultado muertes, cosa que sería inútil. Y yo, Cayo Julio César, tuve que rendir mi persona a un vulgar individuo llamado Polígono, que había estado sometiendo a pillaje a los mercaderes en aguas lidias, carias y licias durante más de veinte años.
»Aprendí mucho durante los cuarenta días que permanecí prisionero de Polígono -continuó diciendo César en tono más desenfadado-. Aprendí que hay un baremo de rescate ya prefijado para todos los prisioneros que son demasiado valiosos para que se les envíe a los mercados de esclavos o para quedar encadenados al servicio de esos piratas en sus propias guaridas. Para un simple ciudadano romano significa la esclavitud. Un simple ciudadano romano no vale doscientos sestercios, que es el precio más bajo que podría reportar en los mercados de esclavos. Para un centurión romano o un romano situado en la mitad de la jerarquía de los publicani, el rescate es medio talento. Para un caballero romano en lo alto de la escala, o publicano, el precio es un talento. Para un noble romano de alta familia que no sea miembro del Senado, el precio es de dos talentos. Para un senador romano pedarius, el rescate es de diez talentos. Para un senador romano que tenga la categoría de magistratura junior, cuestor, edil o tribuno de la plebe, el rescate es de veinte talentos. Para un senador romano que ha ostentado el cargo de pretor o cónsul, el rescate es de cincuenta talentos. Cuando son capturados al completo con lictores y fasces, como en el caso de nuestros dos últimos pretores, el precio se eleva a cien talentos cada uno, como hemos sabido hace sólo unos días. Los censores y los cónsules notables reportan cien talentos. Aunque no estoy seguro de qué valor le darían los piratas a cónsules como nuestro querido Cayo Pisón, aquí presente… ¿un talento, quizás? Yo no pagaría más por él, os lo aseguro. Pero claro, ¡yo no soy un pirata, aunque a veces me hago preguntas acerca de Cayo Pisón a ese respecto!
«Se espera que uno durante el cautiverio -continuó César del mismo modo informal- palidezca de miedo y se ponga a suplicar por su vida. Algo que estas julianas rodillas mías no están acostumbradas a hacer… y no hicieron. Yo pasaba el tiempo reconociendo el terreno, calculando la posible resistencia ante un ataque, investigando qué partes estaban protegidas, mirando los alrededores. También empleé el tiempo en asegurarme de que cuando se pagara mi rescate, que era de cincuenta talentos, yo regresaría, tomaría el lugar, enviaría a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos y crucificaría a los hombres. Consideraron que aquello era una broma maravillosa. Me aseguraron que yo no podría encontrarlos nunca. Pero sí que los encontré, padres conscriptos, y tomé el lugar, y envié a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos, y también crucifiqué a los hombres. Podría haber traído conmigo a mi regreso los rostra de cuatro barcos piratas para adornar las tribunas, pero como utilicé a los rodios para la expedición, se los llevaron ellos para colocarlos encima de una columna en Rodas, junto al nuevo templo de Afrodita que contribuí a construir con mi parte del botín.