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– Decididamente sí. Es un buen hombre, aunque no pertenezca a los boni. Nadie más tiene esperanza; de poder hacerlo, me refiero.

– La hay, para que lo sepas. Pero a mí no me darían el trabajo de todos modos, y yo creo que en realidad Magnus puede hacerlo.

– ¡Vanidoso! -gritó Cicerón atónito.

– Hay una diferencia entre verdad y vanidad.

– ¿Pero tú la conoces?

– Desde luego.

Guardaron silencio durante un rato; luego, al tiempo que el ruido exterior empezaba a apagarse, ambos hombres se levantaron, descendieron hasta el suelo de la cámara y salieron resueltamente al pórtico.

Allí se veía claramente que la victoria había sido para los pompeyanos; Pisón estaba sangrando sentado en un escalón; lo atendía Catulo, pero de Quinto Hortensio no había ni señal.

– ¡Tú! -gritó Catulo con rencor cuando César pasó a su lado-. ¡Qué traidor eres para los de tu clase, César! Justo como te dije hace años, cuando viniste a rogarme que te dejara servir en mi ejército contra Lépido. No has cambiado y nunca cambiarás. ¡Siempre de parte de esos demagogos mal nacidos que están decididos a destruir la supremacía del Senado!

– Con la edad que tienes, Catulo, me imaginaba que ya podrías haberte dado cuenta de que sois vosotros, los tipos ultraconservadores con la boca fruncida como el ano de un gato, quienes haréis eso -le dijo César sin apasionamiento-. Yo creo en Roma y en el Senado. Pero tú no le haces ningún bien oponiéndote a unos cambios que tu propia incompetencia han hecho necesarios.

– ¡Yo defenderé a Roma y al Senado de Pompeyo y de los de su calaña hasta el día que muera!

– Cosa que, viéndote, es posible que no esté tan lejos.

Cicerón, que se había acercado a oír lo que Gabinio estaba diciendo subido a la tribuna, volvió al pie de las gradas.

– ¡Otra reunión de la plebe pasado mañana! -anunció a gritos al tiempo que agitaba la mano para decir adiós.

– He ahí a otro que nos destruirá -dijo Catulo curvando los labios con desprecio-. ¡Un advenedizo Hombre Nuevo con el don de la palabra y una cabeza demasiado grande para entrar por esas puertas!

Cuando la Asamblea Plebeya se reunió, Pompeyo estaba en la tribuna al lado de Gabinio, que ahora propuso su lex Gabinia de piratis persequendis con un nombre ya decidido: Cneo Pompeyo Magnus. A juzgar por las aclamaciones quedó claro que era del agrado de todos. Aunque era un orador mediocre, Pompeyo tenía en su persona algo más valioso, que era un físico lozano, abierto, honrado y cautivador, desde los grandes ojos azules hasta la amplia y franca sonrisa. Y esa cualidad, reflexionó César, que estaba observando y escuchando desde los escalones del Senado, él no la tenía. Aunque tampoco la codiciaba. Era el estilo de Pompeyo, pero el suyo funcionaba igual de bien con la gente.

La oposición de aquel día a la lex Gabinia de piratis persequendis iba a ser más formal, aunque probablemente no menos violenta; los tres tribunos de la plebe conservadores estaban en la tribuna, muy visibles, Trebelio de pie un poco más adelante que Roscio Otón y Glóbulo, para dejar bien claro que el líder era él.

Pero antes de que Gabinio entrase en los detalles de su proyecto de ley, invitó a hablar a Pompeyo, y ninguno de los miembros del núcleo irreductible de Senado, desde Trebelio o Catulo hasta Pisón, intentó impedírselo; la multitud estaba de su parte. Estuvo todo muy bien hecho. Pompeyo comenzó afirmando enérgicamente que él había puesto sus armas al servicio de Roma desde su más temprana juventud, y que ya estaba muy cansado de que se le llamara para servir a Roma una vez más otorgándole otro de aquellos mandos especiales. Continuó enumerando todas sus campañas -tenía más campañas que años, dijo al tiempo que dejaba escapar un suspiro melancólico-, y luego explicó que los celos y el odio aumentaban cada vez que volvía a hacerlo, cada vez que salvaba a Roma. ¡Oh, él no quería que hubiese más celos, más odio! Sólo deseaba que lo dejasen ser un hombre de familia, un hacendado del campo, un caballero particular. Y les suplicó a Gabinio y a la multitud, con ambas manos extendidas, que buscasen a otro.

Naturalmente nadie se tomó aquello en serio, aunque, desde luego, todos aprobaron de corazón la modestia de Pompeyo. Lucio Trebelio solicitó permiso a Gabinio, el presidente del colegio, para hablar, pero éste se lo negó. Cuando, a pesar de todo, lo volvió a intentar, la multitud ahogó sus palabras con abucheos, gritos de protesta y silbidos. Así que cuando Gabinio continuó adelante con el procedimiento, Lucio Trebelio sacó la única arma de la que Gabinio no podía hacer caso omiso.

– ¡Interpongo mi veto contra la lex Gabinia de piratis persequendis! -gritó en tono enérgico.

Se hizo el silencio.

– Retira el veto, Trebelio -le pidió Gabinio.

– No pienso hacerlo. ¡Veto la ley de tu jefe!

– No me obligues a tomar medidas, Trebelio.

– ¿Qué medidas puedes tomar, Gabinio, aparte de arrojarme desde le roca Tarpeya? Y eso no puede cambiar mi veto. Estaré muerto, pero no se aprobará esta ley tuya -dijo Trebelio.

Aquélla era la verdadera prueba de fuerza, porque ya habían pasado los tiempos en que las reuniones podían degenerar en violencia con impunidad para el hombre que convocaba la reunión, los tiempos en que una airada plebe podía intimidar físicamente a los tribunos para que retirasen el veto mientras el hombre que presidía la plebe se mantenía como un inocente espectador. Gabinio sabía que si estallaba un disturbio durante aquella reunión formal de la plebe, él tendría que rendir cuentas ante la ley. Por ello resolvió el problema de una manera constitucional que nadie podría censurar.

– Puedo pedir a esta Asamblea que legisle tu abandono del cargo, Trebelio -le advirtió Gabinio-. ¡Retira el veto!

– Me niego a retirar el veto, Aulo Gabinio.

Había treinta y cinco tribus de ciudadanos romanos. Todos los procedimientos de voto en las asambleas se realizaban a través de las tribus, lo que significaba que al final de la votación de varios miles de hombres, sólo se registraban treinta y cinco votos reales. En las elecciones todas las tribus votaban simultáneamente, pero cuando se trataba de aprobar leyes las tribus votaban una después de otra, y lo que ahora pretendía Gabinio era una ley para deponer a Lucio Trebelio. Por ello Gabinio llamó a las treinta y cinco tribus a votar sucesivamente, y una tras otra votaron que había que deponer a Trebelio. La mayoría la constituían dieciocho votos, así que eso era todo lo que necesitaba Gabinio. En solemne silencio y perfecto orden, la votación se llevó a cabo inexorablemente: Suburana, Sergia, Palatina, Ouirina, Horacia, Aniense, Menenia, Oufentina, Maecia, Pompetina, Estelatina, Clustumina, Tromentina, Voltinia, Papiria, Fabia… La tribu que votaba en decimoséptimo lugar era Cornelia, y el voto fue el mismo. Deponer a Lucio Trebelio.

– ¿Ves, Lucio Trebelio? -preguntó Gabinio volviéndose hacia su colega con una gran sonrisa-. Diecisiete tribus seguidas han votado contra ti. ¿Llamo a los hombres de Camilia para que hagan dieciocho y con ello se llegue a la mayoría, o estás dispuesto a retirar tu veto?

Trebelio se pasó la lengua por los labios, miró desesperadamente a Catulo, a Hortensio, a Pisón, y luego al remoto y distante pontífice máximo, Metelo Pío, que debía haber hecho honor al hecho de pertenecer a los boni, pero que desde su regreso de Hispania cuatro años antes había cambiado: ahora era un hombre callado, un hombre resignado. Sin embargo, fue a él a quien Trebelio dirigió su apelación.

– Pontífice máximo, ¿qué debo hacer? -le preguntó a gritos.

– La plebe ha puesto de manifiesto cuáles son sus deseos en ese asunto, Lucio Trebelio -le dijo Metelo con voz clara y potente, sin la menor vacilación-. Retira el veto. La plebe te ha mandado que retires el veto.

– Retiro el veto -dijo Trebelio; se dio la vuelta sobre los talones y se retiró a la parte de atrás de la plataforma de la tribuna.