Pero, una vez resumido el proyecto de ley, Gabinio ya no parecía tener prisa porque se aprobara. Le pidió a Catulo que hablase, y luego a Hortensio.
– Un muchacho listo, ¿eh? -dijo Cicerón, un poco molesto de que nadie le pidiera a él que hablase-. ¡Escucha a Hortensio! ¡Anteayer, en el Senado, dijo que moriría antes de que se aprobase ningún otro mando especial más con imperio ilimitado! Hoy sigue en contra de los mandos especiales con imperio ilimitado, pero si Roma insiste en crear este animal, entonces que sea Pompeyo, a ningún otro debería ponérsele la cuerda en la mano. Eso nos dice ciertamente de qué lado sopla el viento en el Foro, ¿no?
Y así era en realidad. Pompeyo concluyó la reunión derramando unas cuantas lágrimas y anunciando que si Roma insistía, entonces a él no le quedaba más remedio que echar sobre sus hombros aquella nueva carga, a pesar del agotamiento letal que produciría. Después de lo cual Gabinio levantó la sesión, de momento sin haberse recogido la votación. Sin embargo, el tribuno de la plebe Roscio Otón tuvo la última palabra. Enojado, frustrado, deseando matar a toda la plebe, se adelantó hasta el borde de la tribuna y levantó el puño derecho; luego, muy lentamente, extendió el dedo medicus en toda su longitud y lo movió en el aire.
– ¡Métetelo por el culo, plebe! -dijo riendo Cicerón, pues apreciaba aquel gesto inútil.
– Así que estás contento de concederle a la plebe un día para meditar el voto, ¿eh? -le preguntó a Gabinio cuando el colegio bajó de la tribuna.
– Lo haré todo exactamente como deba hacerse.
– ¿Cuántos proyectos de ley?
Uno general, luego otro que le concede el mando a Cneo Pompeyo, y un tercero para detallar las condiciones de su mando.
Cicerón cogió por el brazo a Gabinio y echó a andar.
– Me ha encantado ese trocito del final del discurso de Catulo. ¿A ti no? Ya sabes, cuando Catulo le preguntó a la plebe qué ocurriría si Pompeyo resultaba muerto. En ese caso, ¿a quién pondría la plebe en su lugar?
Gabinio se dobló de la risa.
– Y todos gritaron a la vez: «¡A ti, Catulo! ¡A ti y a nadie más que a ti!»
– ¡Pobre Catulo! Veterano de una derrota en una batalla de una hora librada a la sombra del Quirinal.
– Pero lo ha comprendido.
– Lo han jodido -dijo Cicerón-. Ése es el problema que tiene ser un núcleo irreductible. Que uno contiene el orificio posterior fundamental.
Al final Pompeyo consiguió más de lo que Gabinio había pedido: su imperio fue maius en el mar y abarcaba hasta cincuenta millas tierra adentro desde todas las costas, lo que significaba que su autoridad superaba la de todos los gobernadores provinciales y la de aquellos que tenían mandos especiales, como Metelo Pequeña Cabra en Creta y Lúculo en su guerra contra los dos reyes. Nadie podía contradecirle si no había una revocación de la ley en la Asamblea Plebeya. Dispondría de quinientos barcos a expensas de Roma y de todos aquellos que necesitase en cualquier ciudad o estado costeros; contaría con una tropa de ciento veinte mil hombres y de todos los que considerase necesario reclutar de las provincias; dispondría también de cinco mil soldados de caballería; tendría veinticuatro legados de categoría pretoriana, todos ellos elegidos por él, y dos cuestores; se le entregarían de inmediato ciento cuarenta y cuatro millones de sestercios procedentes del Tesoro, y más cuando lo necesitase. En resumen, la plebe le otorgaba un mando como nunca se había visto otro igual.
Pero, para hacerle justicia, Pompeyo no malgastó el tiempo sacando pecho y refregándole la victoria por la cara a personas como Catulo y Pisón; estaba demasiado ansioso por empezar lo que había planeado hasta el último detalle. Y, por si necesitaba más pruebas de la confianza del pueblo en su capacidad para acabar con la piratería en alta mar de una vez para siempre, podía observar con orgullo el hecho de que el día en que las leges Gabiniae fueron aprobadas, el precio del grano bajó en Roma.
Aunque algunos se extrañaron de ello, Pompeyo no eligió a sus dos antiguos lugartenientes de Hispania, Afranio y Petreyo, para formar parte de sus legados. En cambio trató de suavizar los temores de los boni eligiendo hombres irreprochables como Sisenna y Varrón, dos de los Manlios Torcuatos, Lentulo Marcelino y Metelo Nepote, el más joven de los dos hermanastros de su esposa Mucia Tercia. No obstante, fue a sus dóciles censores, Publícola y Lentulo Clodiano, a quienes dio los mandos más importantes; a Publícola el del mar Toscano, y a Lentulo Clodiano el del mar Adriático. Italia reposó entre ellos, segura y a salvo.
Dividió el mar Medio en trece regiones, a cada una de las cuales destinó a un comandante y a un segundo, naves, tropas y dinero. Y esta vez no habría insubordinaciones ni asunción de iniciativa por parte de ninguno de sus legados.
– No puede ocurrir lo mismo que en Arausio -aseguró gravemente en la tienda de mando, en una reunión con los legados antes de que la gran empresa diera comienzo-. Si a uno de vosotros se le ocurre siquiera tirarse un pedo en una dirección que previamente no haya establecido yo en persona como la dirección correcta para tirarse pedos, le cortaré las pelotas y lo enviaré a los mercados de eunucos de Alejandría -dijo; y lo decía en serio-. Mi imperio es maius, y eso significa que puedo hacer lo que me plazca. Desde el primero hasta el último de vosotros recibirá órdenes escritas tan detalladas y completas que ni siquiera tendréis que decidir por vosotros mismos qué cenaréis pasado mañana. Vosotros haréis lo que se os diga. Si alguno no está dispuesto a obedecer, que hable ahora. De lo contrario cantará como una soprano en la corte del rey Ptolomeo. ¿Entendido?
Disposiciones de Pompeyo contra los piratas.
– Puede que no sea elegante en la fraseología o en las metáforas -le dijo Varrón a Sisenna, su colega literatus-, pero no se le puede negar que tiene una manera maravillosa para convencer a la gente de que lo que dice va en serio.
– No puedo dejar de imaginarme a un todopoderoso aristócrata como Lentulo Marcelino echando las amígdalas al trinar para deleite del rey Ptolomeo, el flautista de Alejandría -dijo Sisenna con una expresión soñadora en el rostro, y ambos se echaron a reír.
Aunque la campaña no era cosa de risa. Se desarrolló con asombrosa rapidez y absoluta eficiencia exactamente del modo como Pompeyo la había planeado, y ni uno solo de sus legados osó hacer otra cosa que lo que dictaban las órdenes escritas que tenían. Si la campaña llevada a cabo en África por Pompeyo para Sila había asombrado a todos por su rapidez y eficacia, esta otra campaña oscureció a aquélla para siempre.
Empezó en el extremo oeste del mar Medio, y utilizó las naves, las tropas y -sobre todo- los legados para aplicar a las aguas un barrido naval y militar. Barrer, barrer, siempre barriendo un confuso e impotente montón de piratas bajo la escoba; cada vez que un destacamento pirata huía en busca de refugio en la costa africana, gálica, hispánica o ligur, no lo hallaba en absoluto, porque dondequiera que fuese había un legado esperándolo. Como gobernador de ambas Galias, el cónsul Pisón emitió la orden de que ninguna de las dos provincias a su cargo había de proporcionar ayuda de ninguna clase a Pompeyo, por lo que el delegado de Pompeyo en aquella zona, Pomponio, se vio obligado a luchar para conseguir resultados. Pero Pisón también mordió el polvo cuando Gabinio le amenazó con legislar su cese de las provincias que le correspondían si no desistía en su actitud. Como las deudas que tenía iban en aumento con espantosa rapidez, Pisón necesitaba las Galias para recuperarse de sus pérdidas, así que desistió.
El propio Pompeyo siguió el barrido de oeste a este, programando su visita a Roma justo en el centro del trayecto para coincidir con las acciones de Gabinio contra Pisón, y parecía más magnífico que nunca cuando públicamente convenció a Gabinio para que no se mostrara tan canalla.