Выбрать главу

– ¡Oh, qué farsante! -exclamó César mientras se lo contaba a su madre, aunque sin ánimo de crítica.

A Aurelia, sin embargo, no le interesaban los manejos que se producían en el Foro.

– Tengo que hablar contigo, César -le indicó mientras se instalaba cómodamente en una silla en el tablinum de su hijo.

La jovialidad de César desapareció; dejó escapar un suspiro.

– ¿Sobre qué?

– Sobre Servilia.

– No hay nada que decir, mater.

– ¿Le has hecho algún comentario a Craso sobre Servilia? -le preguntó su madre.

César frunció el entrecejo.

– ¿A Craso? No, claro que no.

– Entonces, ¿por qué vino ayer Tertula a verme para ver si pescaba algo? -Aurelia soltó una carcajada-. ¡No hay mejor pescadora en Roma que Tertula! Le viene de su ascendencia sabina, supongo. Las colinas no son terreno de pesca para nadie excepto para los verdaderos expertos con la caña.

– Te juro que no le he comentado nada, mater.

– Bueno, pues Craso tiene una vaga sospecha, y se la ha comunicado a su esposa. Supongo que sigues prefiriendo mantener el asunto de Servilia en secreto, ¿no es así? ¿Tienes intención de reanudar la relación cuando haya nacido la criatura?

– Sí, ésa es mi intención.

– Entonces, César, te sugiero que le eches un poco de tierra en los ojos a Craso. No me preocupa ese hombre, ni tampoco su esposa sabina, pero los rumores siempre empiezan en alguna parte, y esto es un comienzo.

César frunció todavía más el entrecejo.

– ¡Oh, qué fastidio, los rumores! A mí particularmente no me preocupa la parte que me toca en esto, mater, pero no tengo queja alguna contra el pobre Silano, y sería mucho mejor que nuestros hijos permanecieran ignorantes de la situación. No creo que la paternidad del niño se pueda poner en duda, puesto que tanto Silano como yo somos rubios, y en cambio Servilia es muy morena. Resulte como resulte la criatura, si no se parece a su madre, el niño tanto podrá ser de Silano como mío.

– Cierto. Estoy de acuerdo contigo, César. ¡Aunque de veras desearía que hubieras elegido a otra que no fuera Servilia!

– Ya lo he hecho, ahora que a ella su estado le impide estar disponible.

– ¿Te refieres a la esposa de Catón?

César lanzó un gruñido.

– ¡La esposa de Catón! Es demasiado aburrida.

– A la fuerza tiene que serlo para poder sobrevivir en aquella casa.

Las manos de César descansaron sobre el escritorio que tenía delante; se puso serio de pronto.

– Muy bien, mater. ¿Qué sugieres?

– Creo que deberías volver a casarte.

– No quiero volver a casarme.

– ¡Ya lo sé! Pero es el mejor modo de arrojar un poco de tierra a los ojos de todos. Si, como parece, es probable que el rumor empiece a circular, lo mejor es crear un nuevo rumor que lo eclipse.

– Muy bien, volveré a casarme.

– ¿Tienes alguna mujer en particular con la que te apetezca casarte?

– Ninguna, mater. Soy arcilla en tus manos.

Aquello complació a Aurelia de inmediato; suspiró llena de satisfacción.

– ¡Estupendo!

– Dime a quién has elegido.

– A Pompeya Sila.

– ¡Dioses, no! -gritó César espantado-. ¡Cualquier mujer menos ésa!

– Tonterías. Pompeya Sila es ideal.

– Pompeya Sila tiene la cabeza tan vacía que podría usarse como cubilete de dados -murmuró César entre dientes-. Por no hablar de que es onerosa, holgazana y monumentalmente tonta.

– Una esposa ideal -afirmó Aurelia-. Tus escarceos amorosos no le preocuparán, es demasiado estúpida para poder sumar dos y dos, y tiene una fortuna propia lo suficientemente adecuada para todas sus necesidades. Además es sobrina segunda tuya al ser hija de Cornelia Sila y nieta de Sila, y los Pompeyos Rufos son una rama más respetable de esa familia picentina que la rama a la que pertenece Magnus. Tampoco está en la primera juventud… no sería una novia inexperta para ti.

– Yo tampoco estaría dispuesto a tomar una que lo fuera -dijo César con aire lúgubre-. ¿Tiene hijos?

– No, aunque su matrimonio con Cayo Servilio Vatia duró tres años. Fíjate, no creo que Cayo Vatia gozara de buena salud. Su padre, el hermano mayor de Vatia Isáurico, por si hace falta que te lo recuerde, murió demasiado joven para entrar en el Senado, y prácticamente lo único que la Roma política obtuvo del hijo fue darle un consulado. Que muriera antes de poder asumir el cargo era típico de su carrera. Pero ello significa que Pompeya es viuda, y por lo tanto más respetable que una mujer divorciada.

Aurelia comprendió que César estaba pensándolo, por lo que permaneció sentada y no blandió más argumentos; ya había lanzado la idea, y César podía manejarla por sí solo.

– ¿Cuántos años tiene Pompeya Sila? -le preguntó César con voz pausada.

– Veintidós, creo.

– ¿Y Mamerco y Cornelia Sila lo aprobarían? Por no hablar de Quinto Pompeyo Rufo, su hermanastro, y Quinto Pompeyo Rufo, su hermano.

– Mamerco y Cornelia Sila me preguntaron si te interesaría casarte con ella, así es como se me ocurrió a mí la idea -le confesó Aurelia-. En cuanto a sus hermanos, el verdadero es demasiado joven para que se le consulte seriamente, y el hermanastro lo único que teme es que Mamerco se la coloque a él en su casa en lugar de permitir que Cornelia Sila le de cobijo.

César se echó a reír con una risa irónica.

– ¡Veo que la familia entera está confabulada contra mí!

– Se puso serio-. De todos modos, mater, no creo que un ave joven tan exótica como Pompeya Sila consintiera en vivir en un apartamento de la planta baja justo en medio de Subura. Podría resultar una dolorosa prueba para ti. Cinnilla era tanto tu hija como tu nuera, ella nunca te habría disputado el derecho de gobernar este particular gallinero aunque hubiera vivido cien años. Mientras que una hija de Cornelia Sila quizás tenga visiones de grandeza.

– No te preocupes por mí, César -dijo Aurelia poniéndose en pie muy satisfecha; él también estaba a punto de hacerlo-. Pompeya Sila hará lo que se le diga, y se aguantará tanto conmigo como con este apartamento.

Así fue como Cayo Julio César tomó su segunda esposa, que era nieta de Sila. La boda fue tranquila, a ella sólo asistió la familia próxima, y tuvo lugar en la domus de Mamerco, en el Palatino, entre escenas de gran regocijo, en particular por parte del hermanastro de la novia, que se veía ahora liberado de la horrorosa perspectiva de tener que darle cobijo.

Pompeya era muy hermosa, toda Roma lo decía, y César -que no era precisamente un novio ardiente- decidió que Roma tenía razón. Su nueva esposa tenía el pelo rojizo oscuro y los ojos de un color verde luminoso, una especie de compromiso de reproducción entre el rojo dorado de la familia de Sila y el rojo zanahoria de los Pompeyos Rufos, supuso César; la cara tenía la forma oval clásica y poseía unos huesos bien estructurados, buena figura y una estatura considerable. Pero ni la más mínima luz de inteligencia brillaba en aquellas órbitas de color hierba, y los planos del rostro eran tan lisos que parecían de mármol muy pulido. Vacío. Casa para alquilar, pensaba César mientras la llevaba en brazos entre una regocijada pandilla de invitados desde el Palatino hasta el apartamento de su madre, en Subura, fingiendo que la tarea le resultaba mucho más ligera de lo que era en realidad. Nada le obligaba a llevarla en brazos todo el trayecto, sólo tenía que hacerlo para traspasar el umbral del nuevo hogar de la mujer, pero César era una persona que siempre se empeñaba en demostrar que era mejor que el resto de la gente que le rodeaba, y ello se extendía a las hazañas de fuerza que su delgadez parecía contradecir.

Ciertamente ello impresionó a Pompeya, que iba riéndose como una chiquilla, arrullando y arrojando puñados de pétalos de rosa ante los pies de César. Pero el acoplamiento nupcial fue una hazaña de fuerza menor que la del paseo nupcial; Pompeya pertenecía a esa escuela de mujeres que creían que lo único que tenían que hacer era tenderse de espaldas, abrir las piernas y dejar que las cosas ocurrieran. Oh, sí que hubo cierto placer en los preciosos pechos y en aquel delicioso techo de paja que era el vello púbico color rojo oscuro -¡una auténtica novedad!-, pero Pompeya no era jugosa. Ni siquiera agradecida, y eso, pensó César, colocaba por delante de ella incluso a la pobre Atilia, aunque ésta fuera una criatura gris de pecho plano que estaba muy apagada a causa de los cinco años de matrimonio con el joven y pesado Catón.