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Servilia dio a luz a su tercera hija a primeros de setiembre, una niña pequeñita de cabello rubio cuyos ojos prometían permanecer azules. Como Junia y Junilla eran mucho mayores, y por lo tanto acostumbradas ya a sus nombres, esta Junia se llamaría Tercia, que significaba tercera y tenía un sonido agradable. El embarazo había transcurrido lentamente de un modo terrible desde que César decidiera no verla a mediados de mayo, cosa que se vio agravada por el hecho de que cuando más pesada se encontraba era cuando el tiempo resultaba más caluroso, y a Silano no le pareció prudente abandonar Roma para irse a la costa a causa del estado de gestación en que ella se hallaba y a su edad. Silano había continuado mostrándose bueno y considerado. Nadie que los observase habría podido sospechar que las cosas no andaban bien entre ellos. Sólo Servilia detectó una expresión nueva en la mirada de su marido, una mirada en parte herida y en parte triste, pero como la compasión no formaba parte de su naturaleza, Servilia no le concedió más importancia que cualquier otro hecho de la vida y no suavizó su actitud hacia él.

Como sabía que las habladurías le harían llegar a César la noticia del nacimiento de su hija, Servilia no intentó ponerse en contacto con él. Un asunto difícil de todos modos, empeorado ahora por la nueva esposa de César. ¡Qué impresión le había causado aquello! Parecía que de pronto una bola de fuego hubiera salido de la nada desde un cielo despejado para aplastarla, para matarla, para reducirla a cenizas. Los celos la corroían noche y día, porque ella, naturalmente, conocía a la joven señora. Nada de inteligencia, ninguna profundidad… ¡pero tan hermosa con aquel cabello rojo y aquellos ojos verdes tan vivos! Además nieta de Sila, muy rica y con todas las relaciones convenientes y un pie en cada bando del Senado. ¡Qué inteligente por parte de César gratificar los sentidos al tiempo que fortalecía su posición política! Porque al no tener manera de comprobar el estado de ánimo de su amado, Servilia supuso automáticamente que aquél era un matrimonio por amor. ¡Bueno, pues que se pudriera! ¿Cómo podría vivir ella sin César? ¿Cómo podría vivir sabiendo que alguna otra mujer significaba más que ella misma para César? ¿Cómo podría seguir viviendo?

Bruto, naturalmente, veía a Julia con regularidad. A los dieciséis años y convertido ya oficialmente en hombre, a Bruto le revolvía la idea del embarazo de su madre. El, un hombre, tenía una madre que todavía… que todavía… ¡Oh, dioses, qué vergüenza! ¡ Qué humillación!

Pero Julia veía las cosas de un modo diferente, y así se lo dijo a Bruto.

– Qué bonito para ella y Silano -le había dicho la niña de nueve años sonriendo con ternura-. No debes enfadarte con ella, Bruto, de verdad. ¿Qué pasaría si después de haber estado casados durante veinte años o así nosotros tuviéramos un hijo más? ¿Comprenderías tú el enojo de tu hijo mayor?

Bruto tenía la piel peor de lo que la había tenido un año atrás: siempre en estado de erupción, llagas amarillas y granos rojos, úlceras que picaban o quemaban, que necesitaban rascarse, comprimirse o arrancarse. El odio hacia sí mismo había avivado el odio hacia la condición en que se hallaba su madre, y ahora le era difícil guardárselo ante aquella pregunta razonable y caritativa. Puso mala cara y gruñó, pero luego repuso de mala gana:

– Comprendería su enojo, sí, porque yo lo siento ahora. Pero también comprendo lo que quieres decir.

– Pues eso no está mal, para empezar -dijo la pequeña sabia-. Servilia ya no es lo que se dice una niña, avia me lo explicó y me dijo que necesitaría mucha ayuda y comprensión.

– Lo intentaré por ti, Julia -dijo Bruto.

Y se fue a casa dispuesto a intentarlo.

Todo lo cual se redujo a la insignificancia cuando a Servilia se le presentó la oportunidad menos de dos semanas después de haber dado a luz a Tercia. Su hermano Cepión fue a visitarla con interesantes noticias.

Como era uno de los cuestores urbanos, a principios de aquel año lo habían destinado a la reserva para ayudar a Pompeyo en su campaña contra los piratas, pero nunca había pensado que necesitaran que saliera de Roma.

– ¡Pero me han mandado llamar, Servilia! -le comunicó a gritos con la felicidad asomándole en los ojos y en la sonrisa-. Cneo Pompeyo quiere que se le envíen dinero e informes a Pérgamo, y es a mí a quien corresponde hacer el viaje. ¿No es maravilloso? Podré atravesar por Macedonia y así visitaré a mi hermano Catón. ¡Lo echo muchísimo de menos!

– Me alegro por ti -dijo Servilia con apatía, sin que le interesase lo más mínimo la pasión que Cepión sentía por Catón, ya que había formado parte de la vida de todos ellos durante veintisiete años.

– Pompeyo no me espera hasta diciembre, así que si me pongo en camino inmediatamente puedo pasar bastante tiempo con Catón antes de continuar el viaje -siguió diciendo Cepión, todavía en aquel estado de ánimo de felicidad por lo que le aguardaba-. El tiempo se mantendrá sin cambios hasta que me marche de Macedonia, y podré continuar por carretera.

– Se estremeció-. ¡Odio el mar!

– Últimamente libre de piratas, según he oído decir.

– Gracias, pero prefiero la tierra firme.

Luego Cepión quiso conocer a la pequeña Tercia; le dijo ternezas e hizo chasquidos con la lengua, movido tanto por el auténtico cariño como por obligación, y comparó a la hija de su hermana con su propia criatura una niña también -Una carita preciosa -dijo cuando se disponía a marcharse-. Unos huesos realmente muy distinguidos. Me pregunto de dónde los habrá sacado.

«Oh -pensó Servilia-. ¡Y yo aquí engañándome a mí misma y diciéndome que soy la única que ve el parecido con César!» Sin embargo, aunque su sangre era la de los Porcio Catón, Cepión carecía de malicia, de manera que aquel comentario había sido del todo inocente.

La mente le cambió de ese pensamiento a otro que era su continuación habitual, la actitud indigna y manifiesta de Cepión para heredar los frutos del Oro de Tolosa, seguida de un ardiente resentimiento al pensar que su propio hijo, Bruto, no pudiera heredar nada. Cepión, el cuco en el nido de su familia. El hermano de padre y madre de Catón, no de ella.

Hacía meses que Servilia era incapaz de concentrarse en nada que no fuera la perfidia de César al casarse con aquella joven boba y deliciosa, pero aquellas reflexiones sobre el destino del Oro de Tolosa fluían ahora hacia un horizonte completamente diferente que no estaba nublado por las emociones que le producía César. Porque miró por la ventana abierta y vio que Sinón bajaba haciendo ágiles piruetas por la galería situada en el lado más alejado del jardín peristilo. A Servilia le encantaba aquel esclavo, aunque aquel sentimiento no era casual. Había pertenecido a su marido, pero poco después de casarse, ella le había pedido dulcemente a Silano que le traspasase la propiedad de Sinón. Una vez cumplimentada la escritura de traspaso, Servilia había llamado a su presencia a Sinón y le había informado de su cambio de situación; pensaba que el esclavo se horrorizaría, aunque albergaba esperanzas de que no fuese así. Y no se había horrorizado, sino que había recibido la noticia con júbilo, por lo que ella, desde entonces, lo amaba.