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– Todo lo cual nos lleva de nuevo a lo que yo he dicho anteriormente, Aurelia -intervino de nuevo Terencia-. Si tu alto y atractivo hijo se gana enemigos en tipos pequeñajos como Bíbulo, no tiene que culpar a nadie más que a sí mismo de que lo calumnien. Es el colmo del disparate hacer quedar como un tonto a un hombre delante de sus iguales poniéndole de mote la Pulga. Bíbulo se ha convertido en su enemigo de por vida.

– ¡Qué ridiculez! Eso pasó hace diez años, cuando ambos no eran más que unos muchachos jóvenes -dijo Aurelia.

– Venga ya, tú sabes perfectamente lo sensibles que son los hombres pequeños para los rumores que se basan en su tamaño -apuntó Terencia-Tú perteneces a una antigua familia de políticos, Aurelia. En política la imagen pública de un hombre lo es todo. Tu hijo ofendió la imagen pública de Bíbulo. La gente todavía lo llama la Pulga. Nunca perdonará ni olvidará.

– Por no hablar de que Bíbulo tiene un público ávido de sus calumnias en seres como Catón -intervino Servilia ásperamente.

– Qué es lo que va diciendo Bíbulo exactamente? -preguntó Aurelia con los labios apretados…

– Oh, que en lugar de regresar directamente de Hispania a Roma, tu hijo ha preferido fomentar la rebelión entre aquellas personas de la Galia Cisalpina que no poseen la ciudadanía romana -le respondió Terencia.

– ¡Eso es una completa tontería! -dijo Servilia.

– ¿Y por qué es una tontería, señora? -preguntó una profunda voz de hombre.

La sala quedó paralizada hasta que la pequeña Julia salió alborozada de su rincón y saltó por los aires para caer encima del recién llegado.

– ¡Tata! ¡oh, tata!

César levantó a la niña del suelo, la besó en los labios y en las mejillas, la abrazó y le alisó con ternura el cabello escarchado.

– ¿Cómo está mi niña? -preguntó sonriéndole sólo a ella.

Pero lo único que Julia lograba decir, mientras escondía la cabeza en el hombro de su padre, era:

– ¡Oh, tata!

– ¿Por qué crees que es una tontería, señora? -repitió César al tiempo que se colocaba a la niña cómodamente en el antebrazo derecho; ahora que contemplaba a Servilia la sonrisa de aquel hombre había desaparecido incluso de los ojos, que miraban a los de ella reconociendo, en cierto modo, su sexo, aunque sin concederle al hecho mayor importancia.

– César, ésta es Servilia, esposa de Décimo Junio Silano -dijo Aurelia, al parecer sin sentirse en absoluto ofendida por el hecho de que su hijo todavía no hubiera encontrado el momento oportuno para saludarla.

– ¿Por qué, Servilia? -volvió a preguntar César inclinando la cabeza al pronunciar el nombre.

Ella mantuvo un tono de voz tranquilo e igual, y midió sus palabras como un joyero mide el oro.

– No hay lógica en un rumor así. ¿Por qué ibas a molestarte tú en fomentar la rebelión en la Galia Cisalpina? Si te dirigieras a aquellos que no poseen la ciudadanía romana y les prometieras que trabajarías en su nombre para conseguirles el derecho al voto, ello no sería más que una conducta muy adecuada para un noble romano que aspira al consulado. Estarías, sencillamente, reclutando clientes, cosa que es apropiada y admirable para alguien que quiere ascender en la escala política. Yo estuve casada con un hombre que de hecho fomentó la rebelión en la Galia Cisalpina, así que creo encontrarme en posición de saber lo desesperada que es esa alternativa. Lépido y mi marido Bruto juzgaron intolerable vivir en la Roma de Sila. La carrera de ambos había fracasado, mientras que la tuya no está haciendo más que empezar. Ergo, ¿qué podrías esperar fomentando la rebelión donde fuera?

– Muy cierto -dijo él con un indicio de ironía asomándole lentamente a los ojos, que a Servilia le habían parecido un poco fríos hasta ese momento.

– Verdaderamente cierto -respondió Servilia-. Hasta la fecha, tu carrera, al menos por lo que yo sé, me sugiere que, si bien es cierto que fuiste a hacer una gira por la Galia Cisalpina para hablar con aquellos que no son ciudadanos, lo que hacías en realidad era ganar clientes.

César inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con un magnífico aspecto; y él sabía muy bien, pensó Servilia, que tenía un aspecto magnífico. Aquel hombre no haría nada sin haber calculado antes el efecto que ello produciría en los presentes, aunque el instinto que le decía aquello a Servilia no era más que eso, un instinto; César no dejó traslucir ni un solo vestigio de aquel cálculo.

– Es cierto que he estado reuniendo clientes.

– Pues ahí lo tienes -dijo Servilia al tiempo que le aparecía un asomo de sonrisa en la comisura izquierda de su pequeña y reservada boca-. Nadie puede reprocharte eso, César.

– Tras lo cual añadió solemnemente y en el más condescendiente de los tonos-: No te preocupes, yo misma me encargaré de que se ponga en circulación la versión correcta del incidente.

Pero aquello era ir demasiado lejos. César no estaba dispuesto a dejarse tratar condescendientemente por una Servilia, perteneciera o no a la rama patricia del clan; apartó la mirada de la mujer con un parpadeo de desprecio y luego, de entre todas las demás que allí había, que escuchaban embelesadas la conversación, la posó en Mucia Tercia. César dejó a la pequeña Julia en el suelo y le cogió afectuosamente las dos manos a Mucia Tercia.

– ¿Cómo estás, esposa de Pompeyo? -le preguntó.

Ella pareció azorada y murmuró algo inaudible. Acto seguido César pasó a Cornelia Sila, que era hija de Sila y prima hermana de César. Una a una fue recorriendo todo el grupo, a todas las conocía salvo a Servilia. Y ésta contemplaba el avance de aquel hombre con gran admiración, una vez que había logrado superar el susto que se había llevado cuando él la interrumpió. Incluso Perpenia sucumbió al encanto, y en cuanto a Terencia… ¡aquella formidable matrona estaba decididamente embobada! Luego sólo quedaba su madre, a la cual César se acercó en último lugar.

– Tienes buen aspecto, mater.

– Estoy bien. Y tú pareces curado -le dijo ella con aquella voz suya secamente prosaica y profunda.

Un comentario que, de alguna manera, hirió a César, pensó Servilia con un sobresalto. ¡Ajá! ¡Por aquí hay corrientes subterráneas!

– Estoy completamente curado -dijo él con calma al tiempo que se sentaba en el sofá junto a su madre, pero en el extremo más alejado de Servilia-. ¿Obedece esta fiesta a algún motivo concreto? -le preguntó.

– Es nuestra asociación. Nos reunimos cada quince días en casa de alguien. Hoy me toca a mí.

Ante lo cual César se levantó y se excusó diciendo que estaba sucio a causa del viaje, aunque Servilia pensó que nunca había visto a un viajero tan inmaculado. Pero antes de que pudiera abandonar la habitación, Julia se acercó a él llevando a Bruto cogido de la mano.

– Tata, éste es mi amigo Marco Junio Bruto.

La sonrisa y el saludo fueron amplios; Bruto estaba claramente impresionado -como sin duda era natural que estuviera, pensó Servilia todavía dolida.

– ¿Tu hijo? -le preguntó César a Servilia por encima del hombro.

– Sí.

– Y tienes alguno de Silano?

– No, sólo dos hijas.

Una de las cejas de César salió disparada hacia arriba; sonrió. Luego se marchó de allí.

Y en cierto modo la fiesta después de aquello fue… si no un sufrimiento, sí algo bastante más insípido. Terminó mucho antes de la hora de la cena, y Servilia deliberadamente fue la última en marcharse.

– Tengo cierto asunto que deseo comentar con César -le dijo a Aurelia cuando ya estaban a la puerta, mientras Bruto, situado detrás de ella, no dejaba de dirigirle miradas de cordero a Julia-. No estaría bien visto que yo viniera junto con sus clientes, así que me preguntaba si podrías arreglarlo para que lo viese en privado. Cuanto antes mejor.