– Hace falta que cada cual se conozca a sí mismo -había comentado él descaradamente.
– Si es así, Sinón, has de tener presente que yo soy tu superior, yo tengo el poder.
– Comprendo -contestó él esbozando una sonrisa satisfecha-. Eso está bien, ¿sabes? Mientras Décimo Junio era mi dueño siempre existía la tentación de llevar las cosas demasiado lejos, y eso bien hubiera podido dar como resultado mi perdición. Contigo por dueña, nunca se me olvidará mirar dónde piso. ¡Muy bien, muy bien! Pero recuerda, domina, que soy tuyo para lo que ordenes.
Y en efecto, Servilia le había dado algunas órdenes de vez en cuando. Catón, ella lo sabía desde la infancia, no le temía absolutamente a nada excepto a las arañas grandes y peludas, que lo dejaban sumido en un pánico que lo hacía hablar de forma ininteligible. De modo que a Sinón se le permitía de vez en cuando salir de ronda por los alrededores de Roma en busca de arañas grandes y peludas, y se le pagaba extraordinariamente bien por introducirlas en casa de Catón, en la cama, en el canapé o en los cajones del escritorio. Y además ni una sola vez lo habían descubierto haciéndolo. La hermana de padre y madre de Catón, Porcia, que estaba casada con Lucio Domicio Ahenobarbo tenía un horror permanente a los escarabajos gordos, por lo que Sinón los cazaba y los introducía en aquella casa. A veces Servilia le daba instrucciones para que descargase miles de gusanos, pulgas, moscas, grillos o cucarachas en alguna de las dos residencias, y enviaba notas anónimas que contenían maldiciones con gusanos o pulgas o la maldición que viniera al caso. Esas actividades habían mantenido entretenida a Servilia, pero desde que César había entrado en su vida habían dejado de ser necesarias, y Sinón había dispuesto de todo el tiempo sólo para él. No se mataba a trabajar excepto para procurar aquellas plagas de insectos, pues el manto de la señora Servilia lo envolvía.
– ¡Sinón! -le llamó ella.
Sinón se detuvo, se dio la vuelta, se acercó dando saltos por la galería y dobló la esquina hacia el cuarto de estar de Servilia. Era un tipo bastante guapo, tenía cierta gracia y despreocupación que lo hacían agradable a aquellos que no le conocían bien; Silano, por ejemplo, seguía teniendo muy buen concepto de él, y también Bruto. De complexión ligera, era una persona morena, de piel oscura, ojos y pelo castaño claro, y orejas, barbilla y dedos puntiagudos. No era de extrañar que muchos de los sirvientes hicieran la señal para protegerse del mal de ojo cuando aparecía Sinón. Tenía cierto aire de sátiro.
– ¿Domina? -preguntó al tiempo que saltaba por el alféizar de la ventana.
– Cierra la puerta, Sinón, y luego cierra también las contraventanas.
– ¡Oh, qué bien! ¡Trabajo! -dijo él obedeciendo.
– Siéntate. Sinón se sentó y se quedó mirándola con una mezcla de curiosidad y descaro. ¿Arañas? ¿Cucarachas? ¿Acaso su dueña ascendería y se graduaría en serpientes?
– ¿Qué te parecería tu libertad, Sinón, acompañada de una abultada bolsa de oro? -le preguntó Servilia.
Eso no se lo esperaba. Durante un momento el sátiro se desvaneció para dejar al descubierto otro aspecto casi humano y menos atractivo que había debajo, cierto ser salido de una pesadilla infantil. Luego eso también desapareció, y Sinón se limitó a permanecer alerta y a mostrar interés.
– Me gustaría muchísimo, domina.
– ¿Tienes idea de lo que yo te pediría que hicieras para poder ganarte esa recompensa?
– Un asesinato por lo menos -respondió él sin vacilar.
– Así es -dijo Servilia-. ¿Te resulta tentador?
Sinón se encogió de hombros.
– ¿A quién en mi posición no le resultaría tentador?
– Hace falta valor para cometer un asesinato.
– Soy consciente de eso. Pero yo tengo valor.
– Tú eres griego, y los griegos no tenéis sentido del honor. Con ello quiero decir que no cumplís lo pactado.
– Yo cumpliría, domina, si lo único que tuviera que hacer fuera asesinar y luego pudiera desaparecer con una bolsa de oro bien repleta.
Servilia estaba reclinada en un canapé, y no cambió de postura lo más mínimo durante toda la conversación. Pero, una vez que hubo obtenido la respuesta de él, se incorporó; los ojos se le habían puesto absolutamente fríos y tranquilos.
– No puedo confiar en ti porque no me fío de nadie -le dijo-, pero éste no es un asesinato que haya que cometer en Roma, ni siquiera en Italia. Tendrá que cometerse en algún lugar entre Tesalónica y el Helesponto, un lugar ideal desde el que se pueda desaparecer. Pero hay maneras de mantenerte en mi poder, Sinón, no lo olvides. Una es pagarte parte de tu recompensa ahora y enviarte el resto a un destino en la provincia de Asia.
– Sí, domina. Pero, ¿cómo sé yo que mantendrás tu parte del trato? -preguntó Sinón con cautela.
A Servilia se le ensancharon los orificios nasales a causa de una inconsciente altivez.
– Soy una patricia Servilio Cepión -dijo.
– Aprecio eso en lo que vale.
– Es la única garantía que necesitas de que yo mantendré mi parte del trato.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Antes de nada tienes que procurarte un veneno de la mejor clase. Con eso me refiero a un veneno que no falle, a un veneno que no despierte sospechas.
– Puedo hacerlo.
– Mi hermano Quinto Servilio Cepión parte para el Este dentro de un día o dos -le dijo Servilia con voz tranquila-. Le preguntaré si puedes acompañarle, porque tengo asuntos de los que quiero que te encargues en la provincia de Asia. Accederá a llevarte con él, desde luego. No existe razón alguna por la que pudiera decir que no. El será portador de pagarés y cuentas para Cneo Pompeyo Magnus en Pérgamo, y no llevará dinero en efectivo que pueda tentarte. Porque es imprescindible, Sinón, que hagas lo que te pido y luego te marches sin trastocar ni la más mínima cosa. Su hermano Catón es tribuno de los soldados en Macedonia, y es un tipo muy diferente: suspicaz, duro y despiadado cuando se le ofende. Sin duda su hermano Catón irá al Este para ocuparse de las exequias de mi hermano Cepión, forma parte de su carácter hacerlo así. Y cuando llegue Catón, Sinón, no debe existir la menor sospecha de que otra cosa que no sea la enfermedad se ha cobrado la vida de mi hermano Quinto Servilio Cepión.
– Comprendo -dijo Sinón sin mover un músculo.
– ¿Sí?
– Por completo, domina.
– Dispones del día de mañana para encontrar lo que te hace falta. ¿Podrás hacerlo?
– Podré hacerlo.
– Bien. Entonces ahora echa a correr hasta la casa de mi hermano Quinto Servilio Cepión, a la vuelta de la esquina, y pídele que venga a verme hoy sin falta por una cuestión que me corre cierta prisa -le dijo Servilia.
Sinón se fue. Servilia se recostó de espaldas en el canapé, cerró los ojos y sonrió.
Y así continuaba cuando Cepión regresó poco después; las casas de ambos se encontraban muy cerca una de la otra.
– ¿Qué sucede, Servilia? -le preguntó Cepión, preocupado-. Tu sirviente parecía muy apremiante.
– ¡Oh, vaya, espero que no te haya asustado! -repuso Servilia bruscamente.
– No, no, te lo aseguro.
– ¿No te habrá caído mal por eso?
Cepión parpadeó.
– ¿Por qué iba a ser así?
– No tengo ni idea -dijo Servilia al tiempo que comenzaba a dar palmaditas en el borde del canapé-. Siéntate hermano. Tengo que pedirte un favor y asegurarme de que hagas una cosa.
– ¿De qué favor se trata?
– Sinón es mi criado de confianza, y tengo un asunto que quiero que me resuelva en Pérgamo. Debería haber pensado en ello cuando estuviste aquí antes, pero no me acordé, así que te pido disculpas por haberte hecho volver. ¿Te importaría que Sinón viajase en tu expedición?
– ¡Claro que no! -repuso Cepión con sinceridad.
– Oh, espléndido -ronroneó Servilia.
– ¿Y qué es lo que se supone que he de hacer?