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– Testamento -dijo Servilia.

Cepión se echó a reír.

– ¿Y eso es todo? ¿Qué romano sensato no les deja un testamento a las vestales desde el momento en que se convierte oficialmente en hombre?

– Pero el tuyo, ¿está actualizado? Tienes esposa y una hija pequeña, pero no hay ningún heredero en tu propia casa.

Cepión suspiró.

– La próxima vez, Servilia, la próxima vez. Hortensia se llevó una decepción al tener primero una niña, que, por cierto, es un encanto, pero afortunadamente mi mujer no tuvo problemas en el parto. Tendremos hijos varones.

– De modo que le has dejado todo a Catón en el testamento -dijo Servilia dándolo por sentado.

El horror se reflejó en aquel rostro, tan parecido al de Catón.

– ¿A Catón? -preguntó Cepión con voz aguda-. ¡No puedo dejar la fortuna de los Servilio Cepión a un Porcio Catón, por mucho que lo ame! ¡No, no, Servilia! Se la he dejado a Bruto porque sé que a él no le importará ser adoptado como un Servilio Copión y no pondrá ningún impedimento a la hora de asumir el nombre. Pero, ¿Catón? -Se echó a reír-. ¿Puedes imaginarte a nuestro hermano pequeño consintiendo en llevar otro nombre que no sea el suyo?

– No, no puedo -dijo Servilia; y se echó a reír también. Luego los ojos se le llenaron de lágrimas y los labios comenzaron a temblarle-. ¡Qué conversación tan morbosa! Sin embargo, era necesario que yo hablase de esto contigo. Nunca se sabe.

– No obstante, Catón es mi albacea -dijo Cepión mientras se disponía a marcharse de la habitación por segunda vez en el transcurso de una hora-. El se asegurará de que Hortensia y la pequeña Servilia de los Cepiones hereden todo aquello que la lex Voconia me permite dejarles en herencia, y se asegurará asimismo de que a Bruto se le dote debidamente.

– ¡Qué tema tan ridículo! -dijo Servilia levantándose para acompañar a su hermano hasta la puerta y sorprendiéndole con un beso-. Gracias por permitir que Sinón vaya contigo, y gracias también por disipar todos mis temores. Temores vanos, ya lo sé. ¡Seguro que regresarás!

Servilia cerró la puerta una vez que él hubo salido y permaneció de pie unos instantes, sintiéndose tan débil que incluso se tambaleó. ¡Ella tenía razón! ¡Bruto era el heredero de Cepión porque Catón nunca consentiría en ser adoptado en un clan patricio como el Servilio Cepión! Ya ni siquiera la deserción de César le resultaba tan dolorosa como unas horas antes.

Tener a Marco Porcio Catón a su servicio, aunque sus obligaciones técnicamente se redujeran a las legiones de los cónsules, era un sufrimiento que el gobernador de Macedonia nunca se hubiese imaginado hasta que le sucedió. Si aquel joven hubiera sido un nombramiento personal, habría ido de vuelta a casa por mucho que su padrino hubiera sido el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo; pero como el pueblo lo había nombrado por mediación de la Asamblea Popular, no había nada que el gobernador Marco Rubrio pudiera hacer salvo sufrir la continua presencia de Catón.

Pero, ¿cómo podía vérselas con un joven que no dejaba de hurgar y fisgonear, que hacía preguntas incesantemente, que quería saber por qué esto iba allí, por qué aquello valía más en los libros que en el mercado, por qué Fulanito reclamaba una exención de impuestos? Catón nunca paraba de preguntar por qué. Si se le recordaba con tacto que sus preguntas e inquietudes no tenían nada que ver con las legiones de los cónsules, Catón respondía simplemente que todo lo de Macedonia pertenecía a Roma, y Roma, tal como la había personificado Rómulo, lo había elegido a él como uno de sus magistrados. Ergo, todo lo de Macedonia era asunto suyo tanto desde el punto de vista legal como desde el punto de vista moral y ético.

El gobernador Marco Rubrio no era el único que tenía esta opinión. Sus legados y tribunos militares -electos o no-, sus escribas, sus guardianes, alguaciles y publicani, sus amantes y esclavos, todos detestaban a Marco Porcio Catón. Este era un maníaco del trabajo, y ni siquiera podían librarse de él enviándolo a algún puesto avanzado de la provincia, porque al cabo de dos o tres días, a lo sumo, regresaba, y con el trabajo bien hecho.

Gran parte de la conversación de Catón -si es que una arenga a voz en grito podía llamarse conversación- giraba en torno a su bisabuelo, Catón el Censor, cuya frugalidad y anticuadas maneras él estimaba inmensamente. Y puesto que Catón era Catón, él se esforzaba por emular al Censor en todos los aspectos salvo en uno. Iba caminando a todas partes en lugar de ir a caballo, comía sobriamente y no bebía otra cosa que no fuese agua, su forma de vivir no era mejor que la de un soldado raso y sólo tenía un esclavo para atender a sus necesidades.

Entonces, ¿cuál era esa única transgresión de los principios de su bisabuelo? Catón el Censor aborrecía Grecia, a los griegos y a las cosas griegas, mientras que el joven Catón los admiraba, y no guardaba en secreto esa admiración. Eso le causó considerables burlas por parte de aquellos que tenían que soportar su presencia en la Macedonia griega, todos los cuales se morían de ganas de perforarle aquella piel increíblemente gruesa. Pero ninguna de esas burlas hicieron mella en el integumento de Catón; cuando alguien le tomaba el pelo diciéndole que había traicionado los preceptos de su bisabuelo al asumir la forma de pensar de los griegos, esa persona se encontraba con que se le ignoraba y se le consideraba poco importante. Ah, y lo que Catón sí consideraba importante era lo que más sacaba de quicio a sus superiores, iguales e inferiores: la vida regalada, lo llamaba él, y tan fácil era que criticara la evidencia de una vida regalada en el gobernador como en un centurión. Como él moraba en una casa de ladrillos de adobe de dos habitaciones en las afueras de Tesalónica y la compartía con su querido amigo Tito Munacio Rufo, un colega tribuno de los soldados, nadie podía decir que el propio Catón llevase una vida regalada.

Había llegado a Tesalónica en el mes de marzo, y a finales de mayo el gobernador ya había llegado a la conclusión de que si no se desembarazaba de Catón de alguna manera, allí se cometería un asesinato. Las quejas, procedentes de publicani, de cobradores de impuestos, de mercaderes de grano, de contables, de centuriones, de legionarios, de legados y de diversas mujeres a las que Catón había acusado de impudicia, no dejaban de apilarse encima del escritorio del gobernador.

«¡Hasta tuvo el descaro de decirme que él se había mantenido casto hasta que se casó! -le dijo muy sofocada una señora a Rubrio; se trataba de una amiga íntima-. ¡Marco, se enfrentó a mí en el ágora delante de mil griegos que sonreían con ironía y me puso como un trapo hablándome de cuál era la conducta apropiada de las mujeres romanas que viven en una provincia! ¡Líbrate de él, o te juro que pagaré a alguien para que lo asesine!»

Afortunadamente para Catón, fue poco después aquel mismo día cuando casualmente le hizo un comentario a Marco Rubrio acerca de la presencia en Pérgamo de un tal Atenodoro Cordilión.

– ¡Cómo me encantaría oírle! -ladró Catón-. Normalmente se mueve por Antioquía y Alejandría; esta gira que está realizando ahora no es habitual.

– Bien -dijo Rubrio, con la lengua viajando detrás de una brillante idea-. ¿Por qué no te tomas un par de meses libres y vas a Pérgamo a oírle?

– ¡Yo no podría hacer eso! -dijo Catón impresionado-. Mis obligaciones están aquí.

– Todo tribuno militar tiene derecho a una licencia, mi querido Marco Catón, y nadie se la merece más que tú. ¡Ve, hazlo! Insisto en que lo hagas. Y llévate también a Munacio Rufo contigo.

Así que Catón se marchó acompañado de Munacio Rufo. El contingente romano de Tesalónica casi se volvió loco de júbilo, porque Munacio Rufo veneraba a Catón como a un héroe, tanto que lo imitaba constantemente. Pero justo dos meses después de partir ya se encontraba de regreso en Tesalónica, y Rubrio pensó que era el único romano que había conocido en toda su vida que se tomara tan al pie de la letra una sugerencia para pasar algún tiempo ausente. Y Catón se trajo consigo nada menos que a Atenodoro Cordilión, filósofo estoico de cierto renombre, dispuesto a representar el papel de Panecio para el Escipión Emiliano de Catón. Como era un estoico, no se esperaba ni deseaba el tipo de lujos que Escipión Emiliano había extendido en Panecio… cosa que tampoco estaba mal. El único cambio que hizo en el modo de vida de Catón fue que él, Munacio Rufo y Catón alquilaron una casa de adobe de tres habitaciones en lugar de una con dos, y que había tres esclavos en lugar de dos. ¿Qué era lo que había impulsado a aquel eminente filósofo a vivir con Catón? Simplemente que había visto en él a alguien que un día tendría una enorme importancia, y mantenerse cerca de Catón le serviría para asegurarse de que su propio nombre se recordase. De no haber sido por Escipión Emiliano, ¿quién habría recordado nunca el nombre de Panecio?