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El elemento romano de Tesalónica se había puesto a protestar poderosamente cuando Catón regresó de Pérgamo, y Rubrio demostró que él no estaba dispuesto a sufrir a Catón: aseguró que tenía asuntos urgentes en Atenas y partió hacia allí apresuradamente. ¡Ningún consuelo para los que dejaba atrás! Pero entonces llegó Quinto Servilio Cepión que iba en camino hacia Pérgamo al servicio de Pompeyo, y Catón, de tan contento como se puso el ver a su querido hermano, se olvidó por completo de los recaudadores de impuestos y de la vida regalada.

El lazo entre ellos había surgido poco después del nacimiento de Catón, época en la que Cepión sólo tenía tres años. Ailing, la madre de ambos, que habría de morir al cabo de dos meses, puso al bebé Catón en las dispuestas manos del pequeñajo Cepión. Nada salvo el deber los había separado desde entonces, aunque incluso en el deber habrían flaqueado a medida que iban creciendo de no haber sido porque a su tío Druso lo mataron a puñaladas en la casa que todos compartían; cuando eso ocurrió, Cepión tenía seis años y Catón apenas tres. Aquella dura y espantosa prueba había forjado la unión en medio de fuegos de horror y tragedia tan intensos que después perduró todavía más fortalecida. La infancia de ambos había sido solitaria, desgarrada por la guerra, sin cariño, sin humor. No quedaba ningún pariente próximo, los tutores que tenían eran fríos y las dos mayores de los seis niños, Servilia y Servililla, detestaban a los dos más pequeños, Catón y su hermana Porcia.

¡Y no es que la batalla entre mayores y menores resultara siempre favorable a las dos Servilias! Puede que Catón fuera el más pequeño, pero también era el que más gritaba y el que menos miedo tenía de los seis.

Cuando al niño Catón le preguntaban «¿Tú a quién quieres?», él contestaba: “Quiero a mi hermano.» Y si le presionaban para que abundase en aquella afirmación y dijese a quién quería más, su respuesta era siempre la misma: «Quiero a mi hermano.»

En realidad nunca había amado a nadie más excepto a la hija del tío Mamerco, Emilia Lépida, una horrible experiencia; y si el amor hacia Emilia Lépida le había enseñado algo a Catón, fue a detestar y a desconfiar de las mujeres, actitud que ya venía fomentada por una infancia pasada al lado de Servilia.

Mientras que lo que sentía por Cepión era algo que formaba parte de su ser, completamente recíproco, un sentimiento de corazón, una cuestión de carne y sangre. Aunque él nunca admitiría, ni siquiera ante sí mismo, que Cepión era más que hermanastro suyo. No hay nadie tan ciego como aquellos que no quieren ver, ni nadie más ciego que Catón cuando quería estar ciego.

Viajaron a todas partes, lo vieron todo, y por esta vez Catón era el experto. Y si Sinón, aquel humilde hombrecillo liberado que viajaba en la comitiva de Cepión por encargo de Servilia, se vio tentado alguna vez de tomarse a la ligera la advertencia que le había hecho Servilia acerca de Catón, una mirada a éste le hizo comprender por completo por qué ella había considerado digno de mención a Catón, por qué lo había considerado como un peligro para el verdadero encargo que tenía Sinón. No es que a Catón le llamase la atención Sinón; un miembro de la nobleza romana no se molestaba con presentaciones a inferiores. Sinón miraba desde la parte de atrás de una muchedumbre de servidores y subordinados, y se guardaba muy bien de hacer cualquier cosa que tuviese como consecuencia que Catón se fijase en él.

Pero todas las cosas buenas deben llegar a un final, así que a primeros de diciembre los hermanos se separaron y Cepión continuó viaje por la vía Egnacia acompañado de su séquito. Catón lloró sin avergonzarse de ello. Y también Cepión, a quien se le hizo aún más difícil porque a Catón se le ocurrió ir caminando detrás de ellos durante muchas millas sin dejar de agitar la mano, llorando, gritándole a Cepión que tuviera cuidado, que tuviera cuidado, que tuviera cuidado…

Quizás fuese que tenía un presentimiento de inminente peligro para Cepión; lo cierto es que cuando, un mes más tarde, recibió la nota de Cepión, su contenido no le sorprendió como hubiera debido sorprenderle.

Mi queridísimo hermano:

He caído enfermo en Aenus, y temo por mi vida. Sea cual sea el problema, y ninguno de los médicos de aquí parecen saber cuál es, empeoro de día en día.

Por favor, querido Catón, te ruego que vengas a Aenus y me acompañes en mis últimas horas. Me encuentro muy solo, y aquí nadie puede consolarme como me consolaría tu presencia. No encontraré una mano más querida que la tuya a la que coger mientras emito mi último aliento. Ven, te lo ruego, y hazlo pronto. Intentaré esperar hasta que llegues.

Tengo el testamento en orden bajo la custodia de las vestales y, tal como habíamos hablado, el joven Bruto será mi heredero. Tú eres el albacea, y a ti te he dejado, como tú estipulaste, exclusivamente la suma de diez talentos. Ven pronto.

Cuando se le informó de que Catón necesitaba inmediatamente un permiso de urgencia, el gobernador Marco Rubio no le puso ningún obstáculo. El único consejo que le dio fue que viajase por carretera, pues las tormentas de finales del otoño azotaban la costa de Tracia y ya se había tenido noticia de varios naufragios. Pero Catón no quiso hacerle caso; por carretera el viaje duraría cuando menos diez días por muy de prisa que galopase, mientras que los vientos que soplaban del noroeste llenarían las velas de un barco y le infundirían velocidad, tanta que se podía albergar la esperanza de llegar a Aenus en tres o cuatro días. Y, una vez que hubo encontrado un capitán de barco lo bastante audaz como para acceder a llevarlo -a cambio de unos buenos honorarios- desde Tesalónica a Aenus, el febril y frenético Catón embarcó. Atenodoro Cordilión y Munacio Rufo también fueron con él, cada uno de ellos acompañado de un esclavo solamente.

La travesía fue una pesadilla de olas enormes, mástiles rotos y velas destrozadas. Sin embargo, el capitán había llevado consigo mástiles de repuesto, y también velas; el pequeño barco surcaba y se balanceaba al avanzar por el mar, a flote e impulsado, según les parecía a Atenodoro Cordilión y a Munacio Rufo, de algún modo enigmático por la mente y la voluntad de Catón. Quien, una vez que llegaron al puerto de Aenus al cuarto día, ni siquiera esperó a que el barco atracase. Saltó de éste a pocos pies del muelle y echó a correr como un loco en medio de una lluvia torrencial. Sólo se detuvo en una ocasión para preguntarle a un atónito y desabrigado buhonero dónde estaba la casa del ethnarch, porque él sabía que Cepión estaría allí.

Irrumpió en la casa y en la habitación donde yacía su hermano una hora demasiado tarde para que Cepión aún se diera cuenta de que Catón le sostenía la mano. Quinto Servilio Cepión estaba muerto.

Mientras el agua le chorreaba en el suelo a su alrededor, Catón se detuvo junto a la cama y se quedó mirando hacia aquel que había sido el centro y el solaz de su vida entera, una figura inmóvil y espantosa desprovista de color, de vigor y de fuerza. Le habían cerrado los ojos y sobre los párpados, a modo de peso, le habían puesto monedas; y el canto curvo de una moneda de plata le sobresalía entre los labios. Otra persona le había proporcionado a Cepión el precio de la travesía en barca para cruzar la laguna Estigia, convencido de que Catón no vendría.