Catón abrió la boca y produjo un sonido que aterró a todos los que lo oyeron; no era un lamento, ni un alarido, ni un chirrido, sino una extraña mezcla de las tres cosas, animal, salvaje, espantoso. Todos los que se encontraban presentes en la habitación se echaron hacia atrás instintivamente y se pusieron a temblar al tiempo que Catón se arrojaba en la cama, sobre Cepión ya muerto, y cubría de besos aquel rostro soñador, llenaba de caricias el cuerpo sin vida mientras las lágrimas se derramaban hasta que de la nariz y de la boca parecieron correr también ríos, sin que aquellos espantosos ruidos dejaran de brotar violentamente de él una y otra vez. Y el paroxismo de dolor continuó sin interrupción mientras Catón lloraba la muerte de la única persona en el mundo que lo significaba todo para él, que había sido su consuelo en una horrible infancia, áncora y roca a la que sujetarse en su juventud y en su edad madura. Cepión había sido quien le había obligado a apartar sus ojos de niño de tres años del tío Druso, que sangraba y chillaba en el suelo, quien había acogido aquellos ojos en la calidez de su propio cuerpo y había asumido la carga de aquellas espantosas horas sobre sus hombros de niño de seis años; Cepión había sido quien escuchaba pacientemente mientras el zopenco de su hermano pequeño aprendía los hechos de la vida del modo más difícil, a base de repetir sin cesar; Cepión había sido quien razonaba, le mimaba y le consolaba durante el insoportable período que siguió al abandono de Emilia Lépida, y quien le convenció para que volviera a vivir otra vez; Cepión había sido quien lo llevó consigo en su primera campaña, quien le enseñó a ser un soldado valiente y sin temor, quien se mostró radiante de alegría cuando él recibió armillae y phalerae por su valor en un territorio que solía ser más famoso por la cobardía, porque ellos habían pertenecido al ejército de Clodiano y Publícola, que había sido derrotado tres veces por Espartaco; Cepión siempre había estado con él.
Y ahora Cepión ya no estaba. Cepión había muerto solo y sin amigos, sin nadie que le sujetara la mano. La culpa y el remordimiento volvieron a Catón completamente loco en la misma habitación donde Cepión yacía muerto. Cuando unas personas trataron de llevárselo, él se resistió. Cuando intentaron convencerle con palabras para que se fuera, se limitó a aullar. Durante casi dos días se negó a moverse del lugar donde yacía, cubriendo a Cepión, y lo peor de todo era que nadie -¡nadie!- podía empezar siquiera a comprender el terror de aquella pérdida, la soledad que provocaría en su vida para siempre. Cepión se había ido, y con él se habían ido también el amor, la cordura, la seguridad.
Pero por fin Atenodoro Cordilión consiguió abrirse paso a través de la locura con palabras concernientes a las actitudes de los estoicos, a la conducta que le correspondía a alguien que, como Catón, profesaba el estoicismo. Catón, todavía ataviado con una tosca túnica y una laena maloliente, sin afeitar, con la cara sucia e incrustada con los restos secos de tantos ríos de dolor, se levantó y se fue a organizar el funeral de su hermano. Pensaba utilizar los diez talentos que Cepión le había dejado en ese funeral, y por mucho que intentó gastárselo todo en los sepultureros locales y en los mercaderes de especias, todo lo que pudo conseguir ascendió a un talento; se gastó otro talento en una caja de oro adornada con joyas para depositar las cenizas de Cepión, y los otros ocho en una estatua de Cepión que había de erigirse en el ágora de Aenus.
– Pero no intentes reproducir con exactitud el color de su piel, de su pelo ni de sus ojos -dijo Catón con la misma voz dura y ronca, más ronca incluso a causa de los sonidos que su garganta había estado produciendo-, y tampoco quiero que esta estatua se parezca a un hombre vivo. Quiero que todo el que la vea sepa que Cepión está muerto. La harás en mármol de Taso de color gris sólido y la pulirás hasta que mi hermano resplandezca bajo la luz de la luna. Él es una sombra, y quiero que su estatua parezca una sombra.
El funeral fue el más impresionante que aquella pequeña colonia griega al este de la desembocadura del Hebrus había visto nunca; en él participaron todas las plañideras profesionales, y se quemaron sobre la pira de Cepión todas las varitas de especias aromáticas que había en Aenus. Cuando acabaron las exequias, el propio Catón recogió las cenizas y las colocó en la exquisita cajita, de la que nunca se separó a partir de aquel día hasta que llegó a Roma un año después y se la entregó, como era su deber, a la viuda de Cepión.
Escribió a tío Mamerco en Roma dándole instrucciones para actuar tanto como fuera necesario en el testamento de Cepión antes de que él mismo regresase, y se sorprendió mucho al enterarse de que no necesitaba escribir a Rubrio, que estaba en Tesalónica. El ethnarch, actuando correctamente, le había notificado a Rubrio la muerte de Cepión el mismo día que ocurrió, y Rubrio había visto en ello su oportunidad. Así que con la carta de condolencia que le envió a Catón llegaron todas las pertenencias de Catón y de Munacio Rufo. «Vuestro año de servicio ya está tocando a su fin, muchachos -decía la perfecta caligrafía del escriba del gobernador-. Y yo no osaría pediros a ninguno de los dos que regresarais aquí cuando el tiempo se ha hecho tan inclemente y todo el pueblo de los besos se ha ido a casa, al Danubio, para pasar el invierno! Tomaos unas largas vacaciones en el Este y recuperaos del modo adecuado, de la mejor manera.»
– Eso haré -dijo Catón con la caja entre las manos-. Viajaremos hacia el Este, no hacia el Oeste.
Pero Catón había cambiado, cosa que tanto Atenodoro Cordilión como Tito Munacio Rufo comprobaron, ambos con tristeza. Catón siempre había sido un faro en funcionamiento, un rayo de luz fuerte y firme que giraba sin parar. Ahora la luz se había apagado. La cara era la misma, el cuerpo cuidado y musculoso no estaba más encorvado o desmadejado que en otro tiempo. Pero ahora aquella voz que amedrentaba tenía una falta de tono que era algo absolutamente nuevo, y Catón no se excitaba, ni se entusiasmaba, ni se indignaba, ni se enfadaba. Y lo peor de todo, la pasión se había desvanecido.
Sólo Catón sabía lo fuerte que había necesitado ser para seguir viviendo. Sólo él mismo sabía la determinación que había tomado, que nunca jamás volvería a estar expuesto a aquella tortura, a aquella devastación. Amar era perder para siempre. Por ello amar era un anatema. Catón no volvería a amar nunca. Nunca.
Y mientras aquella destartalada banda formada por tres hombres libres y tres servidores esclavos avanzaban lentamente a pie por la vía Egnacia hacia el Helesponto, un liberto llamado Sinón se apoyaba en el pasamano de un pulcro barquito que lo llevaba por el Egeo, empujado por un viento invernal vivo pero constante, con destino a Atenas. Allí tomaría pasaje hacia Pérgamo, donde encontraría el resto de la bolsa de oro. De ese último hecho no tenía ninguna duda. Aquella mujer, la gran señora patricia Servilia, era demasiado astuta para no pagarle. Durante un momento a Sinón se le pasó por la cabeza la idea del chantaje, pero luego se echó a reír, se encogió de hombros y arrojó un dracma de expiación en la viva estela espumosa como ofrenda a Poseidón. ¡Llévame a salvo, padre de las profundidades! No sólo soy libre, sino también rico. La leona está tranquila en Roma. Y yo no la despertaré para conseguir más dinero. En cambio, procuraré aumentar lo que ya es legalmente mío.
La leona de Roma se enteró de la muerte de su hermano por el tío Mamerco, que fue a visitarla en cuanto recibió la carta de Catón. Servilia derramó lágrimas, pero no demasiadas; nadie mejor que tío Mamerco sabía cómo se sentía ella. Las instrucciones que Servilia había dado a sus banqueros en Pérgamo se habían enviado poco después de partir Cepión, pues ella había decidido correr el riesgo antes de que se consumase el hecho. Sabia Servilia. Ningún contable ni banquero curioso se preguntaría por qué después de la muerte de Cepión su hermana enviaba una gran suma de dinero a un liberto llamado Sinón, que lo recogería en Pérgamo.