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Y aquel mismo día, más tarde, Bruto le dijo a Julia:

– He de cambiarme el nombre, ¿no es sorprendente?

– ¿Has sido adoptado en el testamento de alguien? -le preguntó ella, sabedora del modo habitual en el que el nombre de un hombre cambiaba.

– Mi tío Cepión ha muerto en Aenus, y yo soy su heredero.

– Los tristes ojos castaños de Bruto parpadearon para borrar unas lágrimas-. Era un hombre agradable, a mí me gustaba. Supongo que más que nada era porque tío Catón lo adoraba. El pobre tío Catón llegó junto a él una hora demasiado tarde. Ahora tío Catón dice que no va a volver a casa en mucho tiempo. Lo echaré de menos.

– Ya lo echas de menos -le dijo Julia al tiempo que sonreía y le apretaba una mano a Bruto. Éste sonrió y le devolvió el apretón. No había necesidad de preocuparse por la conducta de Bruto hacia su prometida; era tan circunspecta como cualquier abuela encargada de vigilarlos pudiera desear. Aurelia había dejado de actuar como carabina inmediatamente después de firmase el contrato. Bruto hacía honor a su madre y a su padrastro.

Julia, que no hacía mucho tiempo que había cumplido los diez años -su cumpleaños era en enero-, se alegraba profundamente de que Bruto hiciera honor a su madre y a su padrastro. Cuando César le había dicho cuál iba a ser su destino marital, ella se había quedado aterrada, porque, aunque se compadecía de Bruto, era consciente de que, por mucho tiempo que ella estuviera tratándole, eso no haría que la compasión se convirtiera en cariño, en esa clase de cariño que mantiene unidos a los matrimonios. Lo mejor que podía decir de él era que era simpático. Lo peor, que Bruto resultaba bastante aburrido. Aunque su edad imposibilitaba cualquier sueño romántico, Julia, como la mayoría de las niñas de su misma posición social, estaba muy en armonía con lo que habría de ser su vida de adulta, y por ello tenía grandes conocimientos del matrimonio. Le había resultado difícil ir a la escuela de Gnifón y contarles a sus compañeros que estaba prometida, aunque ella siempre había pensado que le produciría gran satisfacción estar en la misma situación que sus compañeras Junia y Junilla, que de momento eran las únicas niñas que había allí que estuvieran prometidas en matrimonio. Pero el Vatia Isáurico de Junia era un tipo delicioso, y el Lépido de Junilla resultaba deslumbrantemente atractivo. Mientras que ella, ¿qué podía decir de Bruto? Ninguna de sus dos hermanastras podía soportarlo… por lo menos esa impresión daba oyéndolas hablar de él en la escuela. Al igual que Julia, lo tenían por un pelmazo pomposo. ¡Y ahora se iba a casar con él! ¡Oh, sus amigos le tomarían el pelo sin piedad! Y se compadecerían de ella.

«¡Pobre Julia!», había dicho Junia echándose a reír alegremente.

Sin embargo, de nada servía tomarse a mal su destino. Tenía que casarse con Bruto, y ya está.

– ¿Has oído la noticia, tata? -le preguntó a su padre cuando éste llegó a casa poco después de la hora de la cena.

Ahora que Pompeya vivía allí, la situación era horrible. César nunca dormía en casa, y rara vez comía con ellas; sólo iba de paso. Por eso, el hecho de tener noticias que quizás lo hicieran detenerse para cruzar una palabra o dos era maravilloso; Julia cogió al vuelo la oportunidad.

– ¿Noticia? -preguntó César con aire ausente.

– Adivina quién ha venido a verme hoy -dijo ella jubilosa.

Los ojos de su padre lanzaron destellos.

– ¿Bruto? -¡Vuelve a adivinar!

– ¿Júpiter Óptimo Máximo?

– ¡Tonto! Júpiter no es una persona, sólo una idea.

– Entonces, ¿quién? -le preguntó César, que ya empezaba a removerse inquieto; Pompeya estaba en casa; podía oírla moverse en el tablinum, del que ahora ella se había apropiado porque César ya nunca trabajaba allí.

– ¡Oh, tata, por favor, quédate un poco más!

Los grandes ojos azules estaban tensos debido a la ansiedad; el corazón y la conciencia de César le afligieron. Pobre niña, ella era la que más sufría a causa de Pompeya, porque no veía mucho a tata.

César suspiró, levantó a la niña en brazos y la llevó hasta una silla; se sentó y puso a Julia sobre sus rodillas.

– ¡Te estás haciendo muy alta! -dijo, un poco sorprendido.

– Eso espero.

Julia comenzó a besarle los abanicos blancos que eran los párpados.

– ¿Quién ha venido a verte hoy? -le preguntó César quedándose muy quieto.

– Quinto Servilio Cepión.

César giró bruscamente la cabeza de un tirón.

– ¿Quién?

– Quinto Servilio Cepión.

– ¡Pero si está ejerciendo de cuestor con Cneo Pompeyo!

– No, ya no.

– Julia, el único miembro de esa familia que queda vivo no se encuentra en Roma -le dijo César.

– Me temo que el hombre al que te refieres ya no está vivo -le indicó Julia con suavidad-. Murió en Aenus en enero. Pero hay un nuevo Quinto Servilio Cepión, porque se le nombra en el testamento, y será adoptado formalmente muy pronto.

César ahogó una exclamación.

– ¿Bruto?

– Sí, Bruto. Dice que a partir de ahora se le conocerá como Quinto Servilio Cepión Bruto en lugar de como Cepión Juniano. El nombre de Bruto es más importante que el de Junio.

– ¡Por Júpiter!

– Tata, estás muy impresionado. ¿Por qué?

César se llevó la mano a la cabeza y se dio una bofetada en broma en la mejilla.

– Bien, cómo ibas tú a saberlo: -Luego se echó a reír-. ¡Julia, te casarás con el hombre más rico de Roma! Si Bruto es el heredero de Cepión, entonces esta tercera fortuna que añade a su herencia hace palidecer a las otras dos como cosas insignificantes. Serás más rica que una reina.

– Bruto no me ha dicho nada de eso.

– En realidad es probable que no lo sepa. Tu prometido no es precisamente un joven curioso -dijo César.

– Yo creo que le gusta el dinero.

– ¿Acaso no le gusta a todo el mundo? -le preguntó César con un deje de amargura. Se puso en pie y dejó en el sillón a Julia-. En seguida vuelvo -le dijo.

Y salió precipitadamente por la puerta, pasó al comedor y luego, según supuso Julia, entró en su despacho.

A continuación llegó Pompeya con aspecto indignado y miró ofendida a Julia.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Julia a su madrastra, con la cual de hecho se llevaba bastante bien. Pompeya le servía de entrenamiento para saber tratar a Bruto, aunque a Bruto lo absolvía de la estupidez de Pompeya.

– ¡Me ha echado! -dijo Pompeya.

– Será sólo un momento, estoy segura.

Y, desde luego, sólo fue un momento. César se sentó y le escribió una nota a Servilia, a quien no había visto desde mayo del año anterior. Naturalmente, tenía intención de sacar tiempo para verla de nuevo antes de aquel momento -estaban ya en marzo-, pero le había faltado tiempo, pues estaba ocupado friendo otros varios pescados. Qué sorprendente. ¡El joven Bruto resultaba finalmente heredero del Oro de Tolosa!

Decididamente, era hora de mostrarse simpático con la madre del muchacho. Aquél era un compromiso matrimonial que no podía romperse por ningún motivo.

Segunda parte

DESDE MARZO DEL 73 A. J.C.
HASTA QUINTILIS DEL 65 A. J.C.

Publio Clodio

El problema con Publio Clodio no era la falta de buena cuna, inteligencia, capacidad, o dinero, sino la falta de orientación, tanto en el sentido de adónde quería ir como en el sentido de que no tenía una firme guía por parte de sus mayores. El instinto le decía que había nacido para ser diferente, pero aquel pensamiento no era una novedad en alguien que provenía de los Claudios patricios. Si de algún clan romano podía decirse que estaba lleno de individualistas, ése era el de los Claudios patricios. Extraño, teniendo en cuenta que de todas las Familias Famosas patricias, la Claudia era la más joven, al haber aparecido casi en la misma época en que el rey Tarquinio el Soberbio fue depuesto por Lucio Junio Bruto y comenzó la era de la República. Desde luego, los Claudios eran sabinos, y los sabinos eran fieros, orgullosos, independientes, indómitos y guerreros; por fuerza tenían que serlo, porque procedían de los Apeninos, al norte y al este del Lacio romano, una zona cruelmente montañosa cuyas bolsas de bondad eran pocas y alejadas unas de otras.