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El padre de Clodio había sido aquel Apio Claudio Pulcher que nunca logró recuperar la fortuna de su familia después de que su sobrino, el censor Filipo, lo arrojó del Senado y le confiscó todas las propiedades como castigo por su testaruda lealtad al exiliado Sila. Su madre, la impresionantemente noble Cecilia Metela Baleárica, había muerto al darlo a luz a él, el sexto hijo en seis años: tres varones y tres hembras. Las vicisitudes de la guerra y el hecho de que siempre se encontrase en los lugares y en los momentos inoportunos habían hecho que Apio Claudio senior nunca estuviera en casa, y eso a su vez había hecho que el hermano mayor de Clodio, Apio Claudio junior, fuera normalmente la única voz de autoridad que había a mano. Aunque los cinco hermanos que tenía a su cargo eran todos turbulentos, tercos y llenos de cierto afán de causar estragos, el pequeño Publio era el peor de todos. De haber probado una muestra de disciplina, que era inexistente, quizás Publio habría estado menos sujeto a los caprichos que dominaron su infancia; pero como los cinco hermanos mayores lo mimaban de un modo atroz, él hacía exactamente lo que le venía en gana, y a muy temprana edad estaba ya convencido de que de todos los Claudios que habían existido, él era el único diferente.

Aproximadamente en el tiempo en que su padre murió en Macedonia, le dijo al hermano mayor, Apio, que en el futuro él escribiría su nombre a la manera popular, Clodio, y que no utilizaría el cognomen de la familia, que era Pulcher. Pulcher significaba hermoso, y era cierto que la mayoría de los Claudio Pulcher eran apuestos y hermosos; el poseedor original del apodo, sin embargo, lo había recibido porque su aspecto era singularmente opuesto a lo hermoso. «¡Qué hermosura!», decía de él la gente. Y con Pulcher se quedó.

Naturalmente, a Publio Clodio se le había permitido popularizar la nueva ortografía de su nombre; ya se había sentado el precedente con sus tres hermanas, la mayor de las cuales era conocida por Claudia la mediana por Clodia y la mas joven por Clodilla. El hermano mayor, Apio, sentía tanta adoración por sus hermanos que nunca podía resistirse a concederle a ninguno de ellos cualquier cosa que quisieran. Por ejemplo, si el adolescente Publio Clodio quería dormir con Clodia y Clodilla porque tenía pesadillas, ¿por qué no permitírselo? ¡Pobrecillos, sin padre y sin madre! Apio, el hermano mayor, se compadecía de ellos. Hecho del cual el hermano pequeño, Publio Clodio, era muy consciente, y del que se aprovechaba sin piedad.

Aproximadamente en la época en que Publio Clodio vistió la toga virilis y se hizo hombre oficialmente, el hermano mayor Apio había reparado con brillantez la ruinosa fortuna familiar al casarse con la solterona señora Servilia Cnea; ella había cuidado a otros seis huérfanos nobles, los pertenecientes a las casas de la familia de los Servilio Cepión, Livio Druso y Porcio Catón. La dote que poseía era tan inmensa como su falta de belleza. Pero tenían en común el cuidado de huérfanos, y ella resultó ser muy conveniente para el sentimental hermano mayor, Apio, que con presteza se enamoró de su esposa de treinta y dos años -él tenía veintiuno-, se asentó en una vida de enamorado contento y engendró hijos a una media de uno por año, reviviendo así la tradición de los Claudios.

El hermano mayor, Apio, también había conseguido colocar extremadamente bien a sus tres hermanas sin dote; Claudia fue destinada a Quinto Marcio Rex, que pronto sería cónsul; Clodia, a su primo carnal, Quinto Cecilio Metelo Celer -que era también hermanastro de la esposa de Pompeyo, Mucia Tercia-; y Clodilla, al gran Lúculo, que le triplicaba la edad. Tres hombres enormemente acaudalados y prestigiosos, dos de los cuales tenían edad suficiente para haber cimentado el poder familiar; y luego estaba Celer; que no necesitaba hacerlo porque era el nieto mayor de Metelo Baleárico, y nieto del distinguido Craso el Orador. Todo lo cual había tenido particularmente buenos resultados para el joven Publio Clodio, pues Rex no había logrado engendrar un hijo varón en Claudia, ni siquiera al cabo de varios años de matrimonio; por ello Publio Clodio esperaba convertirse en el heredero de Rex. A la edad de dieciséis años Publio Clodio se esforzó por ganarse el tirocinium fori y llevar a cabo el aprendizaje de abogado y político aspirante en el Foro Romano; luego pasó un año en las plazas de armas de Capua jugando a los soldados, y regresó a la vida del Foro a los dieciocho años. Como se sentía pletórico y lleno de vida, y era consciente de que las muchachas lo encontraban extremadamente atractivo, Clodio buscó una conquista femenina que encajase con la idea que tenía de sí mismo como alguien especial, idea que iba en aumento a pasos agigantados. Así concibió una pasión por Fabia, que era una virgen vestal. Poner los ojos en una vestal era algo que estaba muy mal visto, y ésa era precisamente la clase de aventura que Clodio quería. En la castidad de cada vestal residía la suerte de Roma; la mayoría de los hombres retrocedían horrorizados ante la idea de seducir a una vestal. Pero Publio Clodio no.

Nadie pedía ni esperaba que las vírgenes vestales llevaran una vida de clausura. Se les permitía salir a fiestas siempre y cuando el pontífice máximo y la vestal jefe dieran su aprobación al lugar de reunión y a la compañía, y asistían a todos los banquetes sacerdotales como iguales a los sacerdotes y augures. Se les permitía tener visitantes masculinos en las partes públicas de la domus publica, la casa propiedad del Estado que ellas compartían con el pontífice máximo, aunque se requería la presencia de alguien que hiciese de carabina. Las vestales tampoco eran pobres precisamente. Era una gran cosa para una familia tener en sus filas a una vestal, así que aquellas familias que no necesitaban a las muchachas para cimentar alianzas mediante el matrimonio las entregaban al Estado como vestales. La mayoría llegaba con excelentes dotes; pero si no disponían de dinero, el propio Estado se hacía cargo de la dote.

Fabia, que también contaba dieciocho años de edad, era hermosa, de carácter dulce, alegre y sólo un poco estúpida. El blanco perfecto para Publio Clodio, a quien le entusiasmaba hacer travesuras de las que hacen que la gente se ponga muy rígida con ofendida desaprobación. ¡Cortejar a una vestal era una enorme travesura! No es que Clodio tuviera intención de desflorar de hecho a Fabia, porque eso tendría repercusiones legales en las que estaba en juego su propio y muy querido pellejo. En realidad lo único que quería era ver a Fabia consumiéndose de amor y deseo hacia él.

El problema empezó cuando descubrió que tenía un rival por el afecto de Fabia: Lucio Sergio Catilina. Alto, moreno, apuesto, gallardo, encantador… y peligroso. Los encantos de Clodio eran considerables, pero no alcanzaban el mismo nivel que los de Catilina; por una parte carecía de aquella estatura y aquel físico imponentes, y tampoco irradiaba un poder amenazador. Oh, sí, Catilina era un rival formidable. Corrían muchos rumores sobre su persona, rumores nunca probados, rumores atractivos y malignos. Todo el mundo sabía que había hecho su fortuna durante las proscripciones de Sila, condenando no sólo a su cuñado -que fue ejecutado-, sino también a su hermano -que fue desterrado-. Se decía que había asesinado a su esposa de aquel tiempo, aunque si lo había hecho, nadie intentó nunca hacerle responsable del crimen. Y, lo peor de todo, se decía que había asesinado a su propio hijo cuando su actual esposa, la bella y acaudalada Orestila, se negaba a casarse con un hombre que ya tenía un hijo. Que el hijo de Catilina había muerto y que luego Catilina se había casado con Orestila era algo que todos sabían. Pero, ¿había asesinado él al pobre muchacho? Nadie podía decirlo con certeza. La falta de confirmación, sin embargo, no impedía que hubiera muchas especulaciones.