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Probablemente había motivos parecidos detrás del asedio a Fabia por parte de Catilina y de Clodio. A ambos hombres les gustaba hacer maldades, retorcerle la remilgada nariz a Roma, provocar el furor. Pero en el hombre de mundo de treinta y cuatro años que era Catilina y el inexperto Clodio, de dieciocho, radicaba el éxito del uno y el fracaso del otro. No es que Catilina le hubiera puesto asedio al himen de Fabia; aquella reverenciada membrana permanecía intacta, y por tanto Fabia continuaba siendo técnicamente casta. Sin embargo, la pobre muchacha se había enamorado locamente de Catilina, y le había entregado todo lo demás. Al fin y al cabo, ¿qué había de malo en unos cuantos besos, en descubrirse los pechos para recibir unos cuantos besos más, incluso en la aplicación de un dedo o de la lengua en sus deliciosamente sensibles partes pudendas? Mientras Catilina le susurraba al oído, a ella le parecía que aquello era algo bastante inocente, y el éxtasis resultante una cosa que ella guardaría como un tesoro durante todo el tiempo que había de servir como vestal, e incluso después.

La vestal jefe era Perpenia, que por desgracia no era una rectora estricta. Y además el pontífice máximo, Metelo Pío, no residía en Roma, ya que se dedicaba a hacer la guerra contra Sertorio en Hispania. La segunda vestal en importancia era Fonteya, después de ella iba Licinia, de veintiocho años, luego Fabia, de dieciocho, seguida de Arruntia y Popilia, ambas de diecisiete. Perpenia y Fonteya eran casi de la misma edad, alrededor de los treinta y dos, y estaban deseando retirarse en los próximos cinco años. Por ello lo más importante que las dos vestales mayores tenían en mente era el retiro, el descenso del valor del sestercio y la consiguiente preocupación por si lo que habían sido sabrosas fortunas les servirían de consuelo en la vejez; ninguna de las dos mujeres consideraba la posibilidad de casarse después de cumplirse su servicio como vestales, aunque el matrimonio no le estaba prohibido a ninguna mujer que hubiese sido vestal, sólo se consideraba que traía mala suerte.

Y ahí fue donde entró en escena Licinia. Era, de las seis, la tercera en edad, la mejor situada económicamente y, aunque estaba emparentada más de cerca con Licinio Murena que con Marco Licinio Craso, el gran plutócrata, no obstante éste era primo y amigo suyo. Licinia lo llamaba para que fuera a verla a fin de consultarle las cuestiones financieras, y las tres vestales más veteranas se pasaban muchas horas en su compañía hablando con él de negocios, de inversiones y padres descuidados en lo referente a dotes que les asegurasen unas ganancias más provechosas.

Mientras Catilina se divertía practicando juegos amorosos con Fabia delante de las narices de Clodio, éste también lo intentaba. Al principio Fabia no comprendía qué se proponía el joven, porque comparado con la suave pericia de Catilina, las aproximaciones de Clodio eran torpemente inexpertas. Y luego, cuando Clodio la atacó con murmuradas ternezas y le llenó el rostro de besitos, ella cometió el error de echarse a reír ante aquella situación tan absurda, y lo despidió mientras el sonido de su risa le resonaba a Clodio en los oídos. Aquél no era el modo adecuado de tratar a Publio Clodio, que estaba acostumbrado a conseguir siempre lo que quería, y del que nunca, en toda su vida, nadie se había reído. Tan enorme fue el insulto a la imagen que Clodio tenía de sí mismo que tomó la determinación de vengarse inmediatamente.

Eligió un método muy romano de venganza: el pleito. Pero no el tipo de pleito relativamente inofensivo que Catón, por ejemplo, había elegido cuando Emilia Lépida le dio calabazas a los dieciocho años. Catón había alegado rotura de promesa. Publio Clodio interpuso acusaciones de impureza, y para una comunidad que en conjunto aborrecía la pena de muerte para los crímenes, incluso contra el Senado, aquél era un crimen que todavía llevaba consigo una automática pena de muerte.

No se contentó con vengarse de Fabia. Además de presentar cargos de impureza contra Fabia -con Catilina-, también los presentó contra Licinia -con Marco Craso- y Arruntia y Popilia -las dos con Catilina-. Se establecieron dos tribunales, uno para juzgar a las vestales, con el propio Clodio como acusador de las mismas, y otro para juzgar a los amantes, en el que el amigo de Clodio, Plocio -que también había popularizado su nombre, de Plaucio a Plocio-, acusaba a Catilina y a Marco Craso.

Todos los acusados fueron absueltos, pero los juicios causaron gran revuelo, y el siempre presente sentido del humor romano se regocijó muchísimo cuando Craso salió libre simplemente porque declaró que él no había ido tras la virtud de Licinia, sino más bien tras su pequeña y coquetona propiedad en los suburbios. ¿Creíble? El jurado, desde luego, lo consideró así.

Clodio se esforzó todo lo que pudo para conseguir que se declarase culpables a las mujeres, pero se enfrentaba a un abogado defensor particularmente capaz y culto, Marco Pupio Pisón, al cual le ayudaba un pasmoso séquito de abogados jóvenes. La juventud y la falta de pruebas consistentes por parte de Clodio lo derrotaron, en particular después de que una larga lista de exaltadísimas matronas de Roma testificaron que las tres vestales acusadas eran virgo intacta. Para aumentar aún más las aflicciones de Clodio, tanto el juez como el jurado la habían tomado con él; el engreimiento de que hacía gala y su feroz agresividad, poco corrientes en un hombre tan joven, hicieron que todos tomaran partido en contra. Se esperaba que los acusadores jóvenes fueran brillantes, pero también humildes, y la palabra «humilde» no figuraba en el vocabulario de Clodio.

«Abandona toda actividad como acusador -fue el consejo de Cicerón, quien se lo dio con buena intención, cuando todo había terminado. Cicerón, desde luego, se encontraba formando parte del equipo encabezado por Pupio Pisón, porque Fabia era hermanastra de su esposa-. Tu malicia y tus prejuicios resultan demasiado evidentes. Carecen de la objetividad necesaria para una carrera exitosa como acusador.»

Cicerón no se granjeó las simpatías de Clodio con aquel comentario, pero Cicerón era un pez muy pequeño. Clodio rabiaba por hacérselas pagar a Catilina, tanto porque lo había vencido en lo referente a Fabia como porque había logrado eludir la pena de muerte.

Para empeorar más las cosas, una vez que acabaron los juicios, las personas de las que cabía esperar que ayudasen a Clodio le hicieron el vacío. Además tuvo que soportar una bronca de su hermano mayor, Apio, que estaba muy irritado y avergonzado.

«Se considera que ha sido por puro despecho, pequeño Publio -le dijo el hermano mayor, Apio-, y yo no puedo hacer cambiar de opinión a la gente. Tienes que comprender que hoy en día la gente retrocede horrorizada ante la idea de cuál va a ser el destino de una vestal a la que se considere culpable. ¿Enterrarla viva con una jarra de agua y un pan? ¿Y el destino de los amantes? ¿Atarlos a una estaca en forma de horquilla y azotarlos hasta morir? ¡Es espantoso, sencillamente espantoso! Para lograr que se declarase culpable a alguno de ellos habrían hecho falta un buen montón de pruebas irrefutables. ¡Y tú no has podido presentar prácticamente ninguna! Esas cuatro vestales están emparentadas todas ellas con poderosas familias con las que tú acabas de enemistarte para siempre. No puedo ayudarte, Publio, pero sí que puedo ayudarme a mí mismo marchándome de Roma durante unos cuantos años. Me marcho al Este con Lúculo. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.»