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Pero Clodio no estaba dispuesto a permitir en modo alguno que nadie decidiese el futuro rumbo de su vida, ni siquiera su hermano mayor, Apio. Así que sonrió con desprecio, le volvió la espalda y se sentenció a sí mismo por ello a pasar cuatro años deambulando por aquella ciudad que lo despreciaba sin piedad, mientras su hermano Apio llevaba a cabo hazañas en el Este que le demostraban a toda Roma que él, en lo concerniente a cometer maldades, era un verdadero Claudio. Pero como sus maldades contribuyeron en gran parte al desconcierto del rey Tigranes, Roma las admiraba -y lo admiraba a él- enormemente.

Ante la imposibilidad de convencer a nadie de que era capaz de acusar a delincuentes y rechazado por los delincuentes que necesitaban defensor, Publio Clodio lo pasó espantosamente mal. En otros el desprecio quizás hubiera hecho que realizasen un examen de conciencia que diera algún fruto positivo en lo concerniente a dominar el carácter, pero en Clodio sirvió para que se debilitase. Ello le privó de poder adquirir experiencia en el Foro y lo dejó confinado a la compañía de un pequeño grupo de nobles jóvenes comúnmente rechazados como casos perdidos. Durante cuatro años Clodio no hizo más que beber en tabernas de mala muerte, seducir a muchachas de todas las esferas sociales, jugar a los dados y compartir sus insatisfacciones con otros jóvenes que, como él, también guardaban rencor a la Roma noble.

Al final fue el aburrimiento lo que lo empujó a hacer algo constructivo, porque en realidad Clodio no tenía temperamento para contentarse con una ronda diaria sin ningún propósito. Como se consideraba diferente, sabía que tenía que sobresalir en algo. De lo contrario moriría igual que estaba viviendo, olvidado y despreciado. Y aquello, sencillamente, no era bastante bueno para él. No era lo bastante grandioso. Para Publio Clodio el único destino aceptable era acabar siendo llamado el Primer Hombre de Roma, aunque no sabía cómo iba a conseguirlo. Sólo que un día se despertó con dolor de cabeza a causa de la resaca y con la bolsa vacía a fuerza de perder jugando a los dados, y decidió que el grado de aburrimiento era demasiado alto como para seguir aguantándolo ni un segundo más. Lo que necesitaba era acción, y se marcharía adonde fuera para encontrarla. Se iría al Este y se uniría al personal privado de su cuñado Lucio Licinio Lúculo. ¡Oh, pero no para ganarse una reputación de soldado brillante y valiente! Los esfuerzos militares no atraían a Clodio lo más mínimo. Pero una vez que formase parte del personal de Lúculo, ¿quién sabe qué oportunidades se le presentarían? Su hermano mayor, Apio, no se había ganado la admiración de Roma haciendo de soldado, sino causándole a Tigranes tantos problemas en Antioquía que el rey de reyes había lamentado aquella decisión suya de querer poner a Apio Claudio Puicher en su lugar y tenerlo esperando varios meses para concederle una audiencia. Y Publio Clodio se fue hacia el Este no mucho antes de que su hermano mayor, Apio, tuviera pensado regresar; era a principios del año inmediatamente posterior al consulado conjunto de Pompeyo y Craso. El mismo año que César partió para llevar a cabo su labor de cuestor en la Hispania Ulterior.

Tras elegir cuidadosamente una ruta que evitara que se encontrase cara a cara con su hermano mayor, Apio, Clodio llegó al Helesponto y descubrió que Lúculo se estaba ocupando de pacificar el Ponto, el recién conquistado reino del rey Mitrídates. Después de cruzar el angosto estrecho y llegar a Asia, emprendió la travesía del país en pos del cuñado Lúculo, a quien Clodio conocía: un aristócrata urbano y puntilloso con auténtico talento para el entretenimiento, una inmensa riqueza, que sin duda ahora estaba aumentando rápidamente, y un legendario amor a la buena comida, al buen vino y a la buena compañía. ¡Exactamente la clase de superior que a Clodio le apetecía! Hacer campaña en el séquito personal de Lúculo con toda seguridad tenía que ser un asunto de lujo.

Encontró a Lúculo en Amisus, una magnífica ciudad a orillas del mar Euxino, en el corazón del Ponto. Amisus había sufrido asedio y había salido de él destrozada; ahora Lúculo estaba muy ocupado intentando reparar los daños y poner a bien a sus habitantes con el gobierno de Roma en vez de con el gobierno de Mitrídates.

Cuando Publio Clodio se presentó en el umbral de la puerta, Lúculo le cogió la cartera de cartas oficiales -todas las cuales Clodio había abierto por la fuerza y había estado leyendo con júbilo-, y luego procedió a olvidarse de la existencia de Clodio. El único tiempo que Lúculo le dedicó a su cuñado pequeño fue el que tardó en darle la indicación de que se pusiese a disposición del legado Sornacio; luego regresó a aquello que ocupaba la mayor parte de sus pensamientos: la próxima invasión que iba a llevar a cabo en Armenia, el reino de Tigranes.

Furioso por esta descortés despedida, Clodio se apresuró a marcharse, pero no para ir a ponerse a disposición de nadie, y mucho menos de alguien como Sornacio. Y así, mientras Lúculo ponía en marcha su pequeño ejército, Clodio se dedicó a explorar los caminos apartados y los callejones de Amisus. La lengua griega que hablaba era, desde luego, bastante fluida, así que no encontró impedimentos para hacer amistad con aquellos que encontraba en su deambular, y conoció a muchos que se sentían intrigados por aquel individuo tan poco corriente, tan igualitario y tan extrañamente antirromano como Clodio pretendía ser.

También recogió mucha información acerca de una parte de Lúculo que desconocía por completo: su ejército y las campañas que había llevado a cabo hasta la fecha.

El rey Mitrídates había huido dos años antes a la corte de su yerno Tigranes, cuando se vio incapaz de combatir contra la falta de escrúpulos romana en la guerra y sintió la vergüenza de aquel cuarto de millón de curtidos soldados que había perdido en el Cáucaso en una inútil expedición de castigo contra los salvajes albanos que habían atacado Colchis. Veinte meses le había costado a Mitrídates convencer a Tigranes de que lo recibiera, y todavía tardó más en convencerlo de que lo ayudase a recuperar sus tierras perdidas del Ponto, Capadocia, Armenia Parva y Galacia.

Naturalmente Lúculo tenía sus espías, y sabía perfectamente bien que ambos reyes se habían reconciliado. Pero en lugar de esperar a que invadieran el Ponto, Lúculo había decidido pasar a la ofensiva e invadir la propia Armenia, para así asestar un golpe a Tigranes e impedir que ayudase a Mitrídates. En un principio su intención había sido no dejar ninguna clase de guarnición en el Ponto, pues confiaba en que Roma y la influencia romana mantendrían el Ponto tranquilo. Pero acababa de perder el cargo de gobernador de la provincia de Asia, y ahora se había enterado, por las cartas que le había llevado Publio Clodio, de que la enemistad que había hecho surgir en los pechos de la ordo equester, allá en Roma, iba creciendo a pasos agigantados. Cuando las cartas le comunicaron no sólo que el nuevo gobernador de la provincia de Asia era un tal Dolabela, sino que además ese Dolabela tenía que «supervisar» también Bitinia, Lúculo comprendió muchas cosas. Estaba claro que los caballeros romanos y sus senadores domesticados preferían la incompetencia al éxito en la guerra. ¡Publio Clodio, concluyó severamente Lúculo, no era un presagio de buena suerte!

Los nueve comisarios enviados desde Roma antes de que su poder allí disminuyese estaban dispersos por todo el Ponto y Capadocia, incluido el hombre que Lúculo quería más en el mundo ahora que Sila estaba muerto: su hermano menor, Varrón Lúculo. Pero los comisarios no poseían tropas, y por el tono de las cartas que había traído Publio Clodio, daba la impresión de que no durarían mucho en el empleo. Por ello Lúculo decidió que no tenía otra elección que dejar dos de sus cuatro legiones en el Ponto como guarnición por si Mitrídates intentaba recuperar su reino sin ayuda de Tigranes. El legado que más estimaba estaba reparando los estragos causados en la isla de Delos, y aunque sabía que Sornacio era un buen hombre, Lúculo no estaba seguro de que sus capacidades militares fueran suficientes como para dejarlo sin alguien más a su lado. El otro legado senior, Marco Fabio Adriano, tendría que quedarse también en el Ponto.