– Desde luego -dijo Aurelia-. Te mandaré recado.
No hubo preguntas por parte de Aurelia, ni muestras de curiosidad. Aquélla era una mujer que se ocupaba estrictamente de sus propios asuntos, pensó la madre de Bruto con cierta gratitud; y se marchó.
¿Se alegraba de estar en casa? Había permanecido ausente durante más de quince meses. No era la primera vez, ni tampoco la ausencia más prolongada, pero en esta ocasión había sido oficial, y eso suponía cierta diferencia. Porque como el gobernador Antistio Veto no se había llevado con él un legado a la Hispania Ulterior, César había sido el segundo romano más importante en la provincia: sesiones jurídicas, finanzas, administración. Una vida solitaria, galopando de un extremo al otro de la Hispania Ulterior siempre de cabeza; sin tiempo para hacer auténticas amistades con otros romanos. Típico quizás que el único hombre al que le había tomado afecto no fuera romano; típico también que Antistio Veto, el gobernador, no le hubiera tomado afecto a su segundo en el mando, aunque congeniaban bastante bien y compartían alguna conversación de vez en cuando, más bien de negocios, durante la cena, siempre que casualmente se encontrasen en la misma ciudad. Si el hecho de ser un patricio de los Julios Césares llevaba implícito algún inconveniente, era que hasta la fecha todos sus superiores habían sido excesivamente conscientes de lo mucho más grande y más augusta que era la estirpe de César comparada con la de ellos. Para un romano de cualquier clase, tener unos antepasados ilustres era algo mucho más importante que cualquier otra cosa. Y César siempre les recordaba a sus superiores al propio Sila. El linaje, la evidente brillantez y eficiencia, la impresionante apariencia física, los ojos helados…
Así que, ¿se alegraba de estar en casa? César observó detenidamente el cuidadoso orden de su despacho: las superficies sin polvo, cada rollo de papel en su cubo o en su casilla, el elaborado dibujo de hojas y flores de la marquetería de su escritorio, al que sólo un tintero de cuerno de carnero y un bote de ardilla lleno de plumas ocultaban en parte.
Por lo menos la entrada inicial en su hogar había sido más animada de lo que se esperaba. Cuando Eutico le había abierto la puerta y le había dejado a la vista una escena de mujeres en plena conversación, su primer impulso había sido echar a correr, pero luego había caído en la cuenta de que aquél era un excelente comienzo; el vacío del hogar sin su querida Cinnilla permanecería eternamente, ni que decir tiene. Antes o después la pequeña Julia sacaría ese tema, pero no en aquellos primeros momentos, no hasta que los ojos de él se hubieran acostumbrado a la ausencia de Cinnilla y no se llenasen de lágrimas. Apenas recordaba aquel apartamento sin ella, sin la mujer que había vivido parte de su infancia y de su edad de hombre adulto como su hermana, antes de tener edad suficiente para convertirse en su esposa. Una amada señora es lo que había sido, que ahora se hallaba convertida en cenizas en una tumba fría y oscura.
Su madre entró, compuesta y distante como siempre.
– ¿Quién ha estado difundiendo rumores sobre mi visita a la Galia Cisalpina? -le preguntó César al tiempo que acercaba otra silla a la suya para que se sentase su madre.
– Bíbulo.
– Ya comprendo.
– Se sentó y suspiró-. Bueno, era de esperar, supongo. No se puede insultar a una pulga como Bíbulo del modo como yo lo hice sin que uno se convierta en su enemigo para el resto de sus días. ¡Cómo me desagrada ese hombre!
– Lo mismo que tú continúas desagradándole a él.
– Hay veinte cuestores, y tuve suerte. El sorteo hizo que me tocara un destino lejos de Bíbulo. Pero él es casi dos años mayor que yo, lo que significa que siempre estaremos juntos en el cargo mientras ascendemos en el cursus honorum.
– De modo que tienes intención de aprovechar la dispensa de Sila para los patricios y presentarte al cargo de curul dos años antes de lo que les está permitido a los plebeyos como Bíbulo -dijo Aurelia dándolo como seguro.
– Sería tonto si no lo hiciera, y yo no lo soy, mater -dijo César-. Si me presento a las elecciones de pretor a los treinta y siete, habré estado en el Senado durante dieciséis o diecisiete años, sin contar los pasados de flamen Dialis. Eso es un tiempo de espera más que suficiente para cualquier hombre.
– Pero todavía faltan seis años. Y mientras tanto, ¿qué?
César se removió inquieto.
– ¡Oh, ya siento que las paredes de Roma me aprisionan, aunque sólo las haya franqueado hace unas horas! Cualquier día me marcharé a vivir al extranjero.
– Seguro que aquí habrá casos judiciales de sobra. Eres un abogado famoso, a la altura de Cicerón y Hortensio. Te ofrecerán algunos casos jugosos.
– Pero dentro de Roma, siempre dentro de Roma. Hispania -continuó diciendo César al tiempo que se inclinaba hacia adelante con impaciencia- fue una revelación para mí. Antistio Veto resultó ser un gobernador apático que se sentía feliz de darme todo el trabajo que yo estuviera dispuesto a aceptar, a pesar de mi baja posición. Así que fui yo quien llevó a cabo todas las sesiones jurídicas por la provincia y quien manejó los fondos del gobernador.
– Pues este último deber debe de haber sido una dura prueba para ti -comentó secamente su madre-. El dinero no te fascina.
– Aunque parezca extraño, esta vez sí me ha fascinado, pues se trataba del dinero de Roma. Tomé clases de contabilidad de un tipo de lo más extraordinario, un banquero gaditano de origen púnico llamado Lucio Cornelio Balbo el Mayor. Tiene un sobrino casi de su misma edad, Balbo el Menor, que es su socio. Trabajaron mucho para Pompeyo Magnus cuando éste estaba en Hispania, y ahora parece que poseen la mayor parte de Gades. Lo que Balbo el Mayor no sepa de banca y de otros asuntos fiscales no tiene mayor importancia. Ni que decir tiene que el erario público estaba en la ruina. Pero gracias a Balbo el Mayor lo puse espléndidamente en orden. Me caía bien, mater.
– César se encogió de hombros; parecía triste- En realidad ha sido el único amigo verdadero que he hecho allí.
– La amistad va en ambas direcciones -dijo Aurelia-. Tú conoces más individuos que todos los demás nobles de Roma juntos, pero no permites que se te acerque ningún romano de tu misma clase. Por eso es por lo que los pocos amigos verdaderos que haces son siempre extranjeros o romanos de clases inferiores.
César sonrió.
– ¡Tonterías! Me llevo mejor con los extranjeros porque crecí en tu bloque de apartamentos rodeado de judíos, de sirios, de galos, de griegos y sólo los dioses saben de qué más.
– Échame a mí la culpa -dijo Aurelia secamente.
César prefirió ignorar aquel comentario.
– Marco Craso es amigo mío, y no puedes decir de él más que es un romano tan noble como yo.
Aurelia le preguntó con viveza:
– ¿Has hecho algo de dinero en Hispania?
– Un poco aquí y un poco allá gracias a Balbo. Desgraciadamente, la provincia era pacífica, para variar, así que no había bonitas guerras fronterizas que librar contra los lusitanos. Si las hubiese habido, sospecho que de todos modos Antistio Veto las habría llevado a cabo en persona. Pero descansa tranquila, mater. Mis ahorros piráticos están intactos, tengo suficiente para aspirar a las magistraturas superiores.
– ¿Incluso a edil curul? -le preguntó ella en tono de presentimiento.
– Puesto que soy un patricio y por ello no puedo hacerme una reputación como tribuno de la plebe, no tengo mucho donde elegir -dijo César.
Cogió una de las plumas del bote para colocarla en el escritorio; él no acostumbraba a juguetear con nada, pero a veces necesitaba tener algo que mirar que no fueran los ojos de su madre. Resultaba extraño. Se le había olvidado lo desconcertante que su madre podía llegar a ser.
– Incluso con tus ahorros piráticos en reserva, César, ser edil curul resulta terriblemente ruinoso. ¡Te conozco!.No te contentarás con ofrecer unos juegos moderadamente buenos. Insistirás en ofrecer los mejores juegos que se puedan recordar.