Y Tigranes atacó. Lo que se desarrolló a continuación fue una debacle. Nadie en el bando armenio, ni siquiera Taxiles, parecía comprender la utilidad del terreno elevado, y tampoco, por lo que vio claramente Lúculo a medida que la enfurecida hueste corría colina arriba, nadie en la cadena de mando armenia había pensado en desarrollar alguna táctica o estrategia. El monstruo estaba desbocado; no era necesario nada más.
Tomándose su tiempo para ello, Lúculo ideó un castigo temible desde la cima de su colina, preocupado sólo porque las montañas de muertos no fueran a acabar por acorralarlo y frustraran así una victoria segura. Pero cuando puso a la caballería galaciana a despejar las líneas entre los armenios caídos, los fimbrianos se desplegaron hacia fuera y hacia abajo como guadañas en un campo de trigo. El frente armenio se desintegró, empujando a miles de sirios y caucásicos, soldados de a pie, hacia las filas de los enmallados cataphracti hasta que caballos y jinetes cayeron, aplastándose unos a otros. Más huestes armenias murieron de ese modo que los que los enloquecidos fimbrianos hubieran podido matar en relación a su número.
Lúculo, en el informe que envió al Senado de Roma, dijo: «Más de cien mil armenios muertos, y los romanos sólo hemos tenido cinco bajas.»
El rey Tigranes huyó por segunda vez; y estaba tan seguro de que sería capturado que le entregó la tiara y la diadema a uno de sus hijos para que las guardase, exhortando al principito para que galopase más rápido que él, pues era más joven y más ligero. Pero el joven le confió la tiara y la diadema a un esclavo de aspecto oscuro, con el resultado de que los símbolos de soberanía armenios pasaron a propiedad de Lúculo dos días después.
Los griegos, obligados por la fuerza a vivir en Tigranocerta, les abrieron las puertas de la ciudad; estaban tan llenos de júbilo que incluso llevaron a Lúculo a hombros. Las privaciones eran cosa del pasado; los fimbrianos se zambulleron con igual júbilo en suaves brazos y blandas camas, comieron y bebieron, frecuentaron putas y saquearon la ciudad. El botín fue pasmoso. Ochocientos talentos de oro y plata, treinta millones de medimni de trigo, indecibles tesoros y obras de arte.
¡Y el general se convirtió en humano! Fascinado, Publio Clodio vio emerger al Lúculo que había conocido en Roma del hombre de carácter duro y fríamente despiadado de los últimos meses. Los manuscritos se apilaron para su deleite junto con niñas exquisitas que él retuvo para su propio placer, ya que nunca se sentía más feliz que cuando podía iniciar sexualmente a las niñas que justo estaban floreciendo a la pubertad. ¡Niñas medas, no griegas! El botín se repartió, en una ceremonia que tuvo lugar en el mercado, con ecuanimidad luculana: cada uno de los quince mil hombres recibió por lo menos treinta mil sestercios en dinero, aunque naturalmente no se les pagaría hasta que el botín se hubiera convertido en dinero romano contante y sonante. El trigo reportó doce mil talentos; el astuto Lúculo se lo vendió en bruto al rey Fraates, de los partos.
Publio Clodio no estaba dispuesto ni mucho menos a perdonarle a Lúculo aquellos meses de caminatas y vida dura, ni siquiera cuando su propia participación en el botín ascendió a cien mil sestercios. En algún lugar entre Eusebia Mazaca y la travesía ante Tomisa, añadió el nombre de su cuñado a la lista que tenía de aquellos que habían de pagar por ofenderle: Catilina, Cicerón, el pequeño pez, Fabia, y ahora Lúculo. Después de haber visto el oro y la plata amontonados en las cámaras -en realidad después de haber ayudado a contarlos-, Clodio se concentró al principio en averiguar cómo Lúculo se las había arreglado para engañar a todos cuando se dividió el botín. ¿Sólo treinta mil para cada legionario, para cada soldado de caballería? ¡Ridículo! Hasta que su ábaco le dijo que ochocientos talentos divididos entre quince mil hombres daban solamente trece mil sestercios para cada uno; entonces, ¿de dónde habían salido los restantes diecisiete mil? De la venta del trigo, repuso el general lacónicamente cuando Clodio acudió ante él para que se lo aclarase.
Aquel desperdiciado ejercicio de aritmética sirvió, no obstante, para darle una idea a Clodio. Si había imaginado que Lúculo estaba engañando a sus hombres, ¿qué pensarían éstos si alguien sembrase la semilla del descontento? Hasta que Tigranocerta fue ocupada, Clodio no había tenido ocasión de cultivar la amistad de nadie excepto del pequeño y reservado grupo de legados y tribunos que rodeaban al general. Lúculo era muy estricto en cuanto al protocolo, no aprobaba la confraternización entre los soldados rasos y su personal. Pero ahora que llegaba el invierno, aquel nuevo Lúculo estaba dispuesto a conceder a aquellos que le servían que lo pasaran mejor que nunca, pues la rigidez había cesado. Oh, quedaba trabajo que hacer; por ejemplo, Lúculo ordenó que reunieran a todos los actores y bailarinas y los obligó a actuar para su ejército. Una fiesta circense lejos de la patria para unos hombres que nunca volverían a sus casas. Entretenimientos había de sobra. Y también vino.
El jefe de los fimbrianos era un centurión primus pilus que encabezaba la más veterana de las dos legiones fimbrianas. Se llamaba Marco Silio, y, como el resto, había marchado con Flaco y Fimbria hacia el Este a través de Macedonia diecisiete años antes, cuando no era más que un legionario del montón demasiado joven aún para afeitarse. Cuando Fimbria ganó la lucha por la supremacía, Marco Silio había aplaudido el asesinato de Flaco en Bizancio. Había cruzado hasta Asia, había luchado contra el rey Mitrídates, se había puesto a las órdenes de Sila cuando Fimbria cayó del poder y se suicidó, y luego había luchado para Sila, para Murena y para Lúculo. Había ido con los demás a sitiar Mitilene, época en la cual su rango ya era de pilus prior, muy arriba en la tortuosa gradación de los centuriones. Un año había venido después de otro; las luchas se habían sucedido unas a otras. Todos ellos no eran más que jóvenes imberbes cuando salieron de la península Itálica, porque Italia en aquel entonces se había quedado sin soldados veteranos; habían pasado bajo las águilas la mitad de los años de su vida, y se les había denegado una petición tras otra para licenciarse honorablemente. Marco Silio, su líder, era un hombre amargado de cuarenta y cuatro años que lo único que quería era volver a casa.
A Clodio no le había sido necesario verificar esta información; hasta los legados tan agrios como Sextilio hablaban de vez en cuando, y solían hacerlo acerca de Silio o del centurión primus pilus de la otra legión fimbriana, llamado Lucio Cornificio, que no pertenecía a la prometedora familia que llevaba ese nombre.
Ni tampoco fue difícil encontrar la guarida de Silio dentro de Tigranocerta; Cornificio y él habían requisado un palacio secundario que había pertenecido a uno de los hijos de Tigranes, y se habían trasladado allí con algunas mujeres muy deleitables y esclavos suficientes para servir a una cohorte.
Publio Clodio, miembro patricio de un clan augusto, fue de visita, e igual que los griegos ante Troya, llevó presentes. ¡Oh, no del tamaño de caballos de madera! Clodio llevó una bolsita de setas que Lúculo -a quien le gustaba experimentar con tales sustancias- le había dado y una tinaja del mejor vino tan grande que fueron necesarios tres sirvientes para manejarla.
Lo recibieron con recelo. Ambos centuriones sabían bien quién era, qué relación tenía con Liculo y cómo se había portado durante la marcha, en el sitio de la ciudad y en el transcurso de la batalla. Todo lo cual no les impresionaba en absoluto, como tampoco les impresionaba la persona de Clodio, porque era un hombre de talla corriente y con un físico demasiado mediocre para sobresalir en medio de la multitud. Lo que sí admiraban en él era el descaro: entró caminando como si fuera el dueño del lugar, se arrellanó en un gran cojín cubierto con un tapiz entre los divanes donde los dos hombres se encontraban abrazados a las mujeres de turno, sacó la bolsa de setas y se puso a contarles, parlanchín, lo que iba a ocurrir cuando comieran de aquel raro alimento.