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– ¡Es una sustancia asombrosa! -les dijo mientras alzaba y bajaba rápidamente las cejas en un gesto cómico-. Tomad un poco, pero masticad muy despacio y no esperéis que ocurra nada hasta al cabo de un buen rato.

Silio no hizo ademán de aceptar aquella invitación y advirtió que Clodio tampoco se puso a mascar una de aquellas setas de sombrerito, ni despacio ni de ninguna otra manera.

– ¿Qué quieres? -le preguntó bruscamente Silio.

– Hablar -repuso Clodio; y sonrió por primera vez.

Aquello siempre resultaba una buena impresión para aquellos que no habían visto nunca sonreír a Clodio; transformaba lo que de lo contrario no era más que un rostro tenso y ansioso en algo súbitamente tan agradable, tan atractivo, que hacía que las sonrisas brotaran a su alrededor. Y así ocurrió en el momento que Clodio esbozó su sonrisa: que la sonrisa apareció en los labios de Silio, en los de Cornificio y en los de ambas mujeres.

Pero a un fimbriano no se le ganaba tan rápidamente. Clodio era el enemigo, un enemigo incluso más importante que cualquier armenio, cualquier sirio o cualquier caucásico. Así que cuando su sonrisa se apagó, Silio mantuvo la mente clara, permaneció con actitud escéptica acerca de los motivos que Clodio tenía para ir a visitarlos.

Todo lo cual Clodio ya medio se lo esperaba, de modo que entraba dentro de sus planes. Ya había observado durante aquellos cuatro humillantes años en que había estado perdiendo el tiempo en Roma que a cualquier persona de alta cuna se le consideraba con extrema suspicacia por aquellos que se encontraban por debajo de él, y que, en conjunto, todos aquellos que estaban por debajo de él no eran capaces de hallar ningún motivo razonable por el cual una persona de alta cuna hubiera de querer vivir como los pobres. Sin timón, condenado al ostracismo por sus iguales y desesperado por hacer algo, Clodio se empeñó en alejar la desconfianza de sus inferiores. La sensación de victoria cuando tenía éxito resultaba acogedora, pero además había encontrado auténtico placer en la compañía de inferiores; le gustaba estar mejor educado y ser más inteligente que cualquiera de los que se encontraban en una habitación, pues ello le proporcionaba una ventaja que nunca había tenido entre sus iguales. Se sentía como un gigante. Y transmitía el mensaje a sus inferiores de que él era un tipo de alta cuna al que realmente le importaban y le atraían la gente y las circunstancias más simples. Aprendió a colarse entre ellos y a sentirse como en casa. Estaba encantado con aquella nueva clase de adulación.

La técnica que utilizaba consistía en hablar. Sin usar nunca palabras solemnes, sin hacer nunca alusiones accidentales a oscuros poetas o dramaturgos griegos, sin ninguna indicación de que la compañía, la bebida o el lugar donde se encontrara no le complacieran plenamente. Y mientras hablaba emborrachaba a la audiencia con vino y hacia ver que él también lo consumía en grandes cantidades, aunque se cercioraba de que al final él fuera el hombre más sobrio de la habitación. Pero no lo aparentaba; era experto en derrumbarse debajo de la mesa, en caerse del taburete, en salir precipitadamente de la habitación para vomitar. La primera vez que se trabajaba a una víctima, las personas que había alrededor conservaban cierto escepticismo, pero volvía a la carga una vez, y otra, y otra, hasta que al final incluso el más receloso de los presentes tenía que admitir que Publio Clodio era un tipo realmente maravilloso, alguien corriente que había tenido la desgracia de nacer en el ambiente equivocado. Después de haber entablado confianza, Clodio descubrió que podía manipular a todos a su gusto con tal de que nunca dejase entrever sus verdaderas ideas y sentimientos. Los humildes a los que camelaba, eso pronto lo tuvo claro, no eran más que paletos urbanos, incultos, ignorantes, iletrados… que ansiaban desesperadamente que aquellos que eran mejores que ellos los estimasen, que ansiaban encontrar su aprobación. Estaban esperando a que les dieran forma.

Marco Silio y Lucio Cornificio no eran en nada diferentes de cualquier elemento de taberna de humildes romanos urbanos, aunque se hubieran marchado de Italia a los diecisiete años. Eran duros, crueles y despiadados. Pero a Publio Clodio los dos centuriones le parecían tan maleables como la arcilla en manos de un maestro escultor. Juego fácil. Fácil…

Una vez que Silio y Cornificio se confesaron a sí mismos que les gustaba, que les divertía, entonces Clodio empezó a enterarse de la opinión de ellos, a preguntarles su parecer acerca de esto y aquello… eligiendo siempre temas que ellos conocieran, materias en las que pudieran sentirse autoridades. Y después les hizo ver que los admiraba; que admiraba su rudeza, su resistencia para el trabajo, que consistía en hacer de soldados y, por lo tanto, de importancia primordial para Roma. Finalmente se convirtió en su igual además de en su amigo, otro más de los muchachos, una luz en la oscuridad; era uno de ellos; pero como uno de nosotros, él estaba en posición de, ante cualquier situación apremiante, llamar la atención de ellos, los que estaban en el Senado y en los Comicios, en el Palatino y en las Carinae. ¡Oh, él era joven, sí, no era más que un muchacho! Pero los muchachos crecían, y cuando cumpliera los treinta, Publio Clodio entraría por las sagradas puertas del Senado; ascendería en el cursus honorum con tanta naturalidad como el agua que fluye sobre mármol pulido. Al fin y al cabo él era un Claudio, miembro de un clan que nunca había eludido el consulado a través de muchas generaciones. Uno de ellos, pero también uno de nosotros.

No fue hasta la quinta visita que les hizo cuando Clodio sacó a colación el tema del botín y del reparto que Lúculo había hecho del mismo.

– ¡Miserable tacaño! -dijo Clodio con palabras borrosas.

– ¿Quién? -le preguntó Silio aguzando los oídos.

– Mi estimado cuñado Lúculo, que engatusa a los soldados como vosotros con una miseria. ¡Treinta mil sestercios a cada uno cuando había ocho mil talentos en Tigranocerta!

– ¿Que nos engatusó? -preguntó Comificio, atónito-. ¡Él siempre ha dicho que prefiere repartir el botín en el campo de batalla que después de una vuelta triunfal, porque así el Tesoro no puede engañarnos!

– Eso es lo que pretende haceros creer -dijo Clodio manteniendo la copa de vino inclinada, como si estuviera borracho-. ¿Sabéis hacer cuentas?

– ¿Cuentas?

– Ya sabes, sumar, restar, multiplicar y dividir.

– Oh, un poco de todo -dijo Silio, que no quería parecer poco instruido.

– Bueno, una de las ventajas de tener un pedagogo particular cuando eres joven es que tienes que hacer una cuenta tras otra una y otra vez. ¡Y te azotan si no lo haces! -dijo Clodio dejando escapar una risita tonta-. Así que me he sentado a hacer unas cuantas cuentas, como multiplicar talentos por buenos sestercios romanos, y luego los he dividido entre quince mil. ¡Y puedo decirte, Marco Silio, que los hombres de tus dos legiones deberían haber recibido diez veces treinta mil sestercios cada uno! ¡Ese arrogante y altivo mentula de cuñado mío salió haciéndose el generoso y procedió a meterle el puño por el culo a todos y cada uno de los fimbrianos!

– Clodio golpeó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda-. ¿Habéis oído eso? ¡Pues eso no es nada comparado con el modo como Lúculo os ha metido el puño a vosotros por el culo!

Ellos lo creyeron no sólo porque querían creerle, sino porque además Clodio hablaba con total autoridad; luego procedió a hacer desfilar una serie de cifras una tras otra con la misma rapidez con que parpadeaba, una letanía de desfalcos de Lúculo desde que había llegado al Este seis años antes para tomar el mando de los fimbrianos. ¿Cómo iba a equivocarse alguien que sabía tanto? ¿Y qué sacaba con mentir? Silio y Cornificio le creyeron.

Lo demás resultó fácil. Mientras los fimbrianos pasaban el invierno de jarana en Tigranocerta, Publio Clodio les iba susurrando al oído a los centuriones, y los centuriones les susurraban al oído a los soldados, y los soldados les susurraban al oído a los galacianos. Algunos de los hombres habían dejado a sus mujeres en Amisus, y cuando las dos legiones cilicias, bajo el mando de Sornacio y Fabio Adriano, partieron de Amisus hacia Zela, las mujeres los siguieron como hacen siempre las mujeres de los soldados. Apenas había alguno que supiera escribir, y sin embargo se corrió la voz durante todo el camino desde Tigranocerta hasta el Ponto de que Lúculo había engañado constantemente al ejército en el reparto del botín. Tampoco nadie se molestó en comprobar la aritmética de Clodio. Era preferible creer que les habían engañado cuando la recompensa por creerlo era diez veces lo que Lúculo decía que habían de obtener. ¡Además, Clodio era tan listo! ¡Era incapaz de cometer un error aritmético o estadístico! ¡Lo que Clodio decía seguro que era cierto! Muy inteligente, Clodio. Había aprendido el secreto de la demagogia: decirle a la gente lo que más desea oír, y no decirles nunca lo que no quieren oír.