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Mientras tanto Lúculo no había estado ocioso, a pesar de las incursiones entre manuscritos y chicas menores. Había hecho rápidos viajes a Siria y había enviado de regreso a sus hogares a todos los griegos desplazados. El imperio meridional de Tigranes se estaba desintegrando, y Lúculo tenía intención de asegurar que Roma heredase. Porque había un tercer rey en el Este que representaba una amenaza para Roma, el rey Fraates de los partos. Sila había llevado a cabo un tratado con el padre de Fraates por el que se concedía a Roma todo lo que quedaba al oeste del Éufrates, y todo lo que quedaba al este del Éufrates pertenecía al reino de los partos.

Cuando Lúculo les vendió a los partos los treinta millones de medimni de trigo que había encontrado en Tigranocerta, lo había hecho para impedir que con ese trigo se llenasen las barrigas de los armenios. Pero al tiempo que barcaza tras barcaza bajaba veloz por el Tigris hacia Mesopotamia y el reino de los partos, el rey Fraates le envió un mensaje en que solicitaba un nuevo tratado con Roma que delimitara las mismas fronteras: todo lo que quedaba al oeste del Éufrates que fuera de Roma, y todo lo que quedaba al este que perteneciera al rey Fraates. Luego Lúculo se enteró de que Fraates estaba negociando también con el refugiado Tigranes, el cual le prometía devolverle aquellos setenta valles situados en Atropatena, en Media, a cambio de que le proporcionase ayuda parta contra Roma. Aquellos reyes orientales eran enrevesados, y no había que fiarse de ellos; eran poseedores de valores orientales, y los valores orientales fluctuaban como la arena.

Y en este punto unas visiones de riqueza que sobrepasaban cualquier sueño romano asaltaron de pronto la mente de Lúculo. ¡Imagina qué se encontrara en Seleucia, sobre el Tigris, en Ctesifón, en Babilonia, en Susa! ¡Si dos legiones romanas y menos de tres mil soldados de caballería galacios prácticamente podían eliminar a un enorme ejército armenio, ¡cuatro legiones romanas y la caballería galacia podrían conquistar todo el territorio de Mesopotamia hasta el mar Eritreo! ¿Qué resistencia podían ofrecer los partos que Tigranes no hubiera utilizado ya? Desde los cataphracti hasta el fuego de Zoroastro, el ejército de Lúculo había sabido vérselas con todo. Lo único que necesitaba hacer él era traer a las dos legiones cilicias desde el Ponto.

Lúculo tomó la decisión en cuestión de momentos. En primavera invadiría Mesopotamia y aplastaría el reino de los partos. ¡Qué susto se llevarían los caballeros de la ordo equester y sus partidarios del Senado! Lucio Licinio Lúculo les daría una lección. Y se la daría al mundo entero.

Envió mensajeros a Somacio, que se encontraba en Zela: «Trae a las legiones cilicias a Tigranocerta inmediatamente. Marchamos hacia Babilonia y Elymais. Seremos inmortales. Haremos que todo el Este quede bajo el dominio de Roma y eliminaremos al último de sus enemigos.»

Naturalmente, Publio Clodio tuvo noticia de todos aquellos planes cuando visitó el ala del palacio principal donde Lúculo había establecido su residencia. En realidad Lúculo últimamente estaba mejor dispuesto hacia su joven cuñado, porque Clodio se había quitado de su camino y no había intentado hacer maldades entre los tribunos militares jóvenes, una costumbre que había adquirido durante la marcha desde el Ponto el año anterior.

– Yo haré más rica a Roma de lo que lo haya sido nunca -dijo contento Lúculo, cuya larga cara por fin se había suavizado-. Marco Craso parlotea continuamente sobre la riqueza que se conseguiría por la toma de Egipto, pero el reino de los partos hace que Egipto parezca un país pobre. Desde el Indo hasta el Éufrates, el rey Fraates exige tributos. Pero cuando yo haya terminado de una vez para siempre con Fraates, todos esos tributos fluirán hacia nuestra querida Roma. ¡Tendremos que construir un edificio del Tesoro nuevo para poder guardarlos!

Clodio se apresuró a ver a Silio y a Cornificio.

– ¿Qué os parece la idea? -les preguntó Clodio elegantemente. A los dos centuriones les gustaba muy poco, como dejó claro Silio en nombre de los dos.

– Tú no conoces las llanuras -le dijo a Clodio-, ¡pero nosotros sí! Hemos estado en todas partes. ¿Una campaña en verano bajando por todo el Tigris hasta Elymais? ¿Con el calor y la humedad que hace en esas fechas? Los partos están acostumbrados a esas condiciones climatológicas, pero nosotros moriremos.

Hasta entonces Clodio había tenido la mente puesta en el saqueo y ni siquiera había pensado en el clima. Sin embargo, ahora no tuvo más remedio que hacerlo. ¿Una marcha bajo el azote del sol, el estorbo del sudor y con Lúculo al mando? ¡Peor que todo lo que había soportado antes!

– Muy bien -dijo con viveza-. Entonces será mejor que nos aseguremos de que esa campaña nunca se lleve a cabo.

– ¡Las legiones cilicias! -apuntó Silio al instante-. Sin ellas no podemos marchar para adentramos en un país tan llano como una tabla. Y Lúculo lo sabe. Cuatro legiones para formar un cuadrado defensivo perfecto.

– Ya ha mandado llamar a Sornacio -intervino Clodio frunciendo el entrecejo.

– El mensajero viajará raudo como el viento, pero Sornacio no tendrá el ejército reunido y en disposición de marcha antes de un mes -dijo Cornificio confiado-. Está solo en Zela, Fabio Adriano salió hacia Pérgamo.

– ¿Cómo sabes tú eso? -le preguntó Clodio con curiosidad.

– Tenemos nuestras fuentes -dijo Silio sonriendo-. Lo que tenemos que hacer es enviar a Zela a alguno de los nuestros.

– ¿Para hacer qué?

– Para decirles a los cilicios que se queden donde están. Cuando se enteren de adónde se dirige el ejército, se declararán en huelga y se negarán a moverse. Si estuviera allí Lúculo lograría hacer que se moviesen, pero Sornacio no tiene el empuje ni el sentido común necesarios para manejar un motín.

Clodio fingió estar horrorizado.

– ¿Motín? -graznó.

– En realidad no se trata de un motín en toda regla -dijo Silio en tono tranquilizador-. Esos tipos estarán contentos de luchar por Roma… siempre que sea en el Ponto. Así que, ¿cómo podría clasificarse eso de motín en toda regla?

– Cierto -dijo Clodio aparentando alivio. Y preguntó-: ¿A quién podéis enviar a Zela?

– A mi propio ordenanza -dijo Cornificio al tiempo que se ponía en pie-. No hay tiempo que perder, haré que se ponga en camino ahora mismo.

Lo cual dejó solos a Clodio y a Silio.

– Nos has sido de grandísima ayuda -dijo Silio con gratitud-. Nos alegramos de veras de conocerte, Publio Clodio.

– No tanto como yo me alegro de conocerte a ti, Marco Silio.

– Conocí a otro joven patricio muy bien en cierta ocasión -dijo Silio mientras con aire pensativo le daba vueltas entre las manos al vaso dorado.

– ¿Sí? -preguntó Clodio realmente interesado; uno nunca sabía adónde conducían aquellas conversaciones, qué podría surgir que le resultara provechoso a Clodio-. ¿Quién? ¿Cuándo?