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– En Mitilene, hace unos once o doce años.

– Silio escupió en el suelo de mármol-. ¡Otra campaña de Lúculo! Parece que nunca puedo yerme libre de él. Nos reunieron a los dos en la misma cohorte, a todos los tipos que Lúculo decidió que resultábamos demasiado peligrosos para ser de fiar… todavía nos acordábamos mucho de Fimbria por entonces. Así que Lúculo decidió ponernos de arqueros bajo el mando de ese niño bonito. Se llamaba Cayo Julio César y creo que sólo tenía veinte años.

– ¿César? -Clodio se incorporó, alerta-. Lo conozco; bueno, he oído hablar de él. De todos modos, Lúculo lo odia.

– Entonces también lo odiaba. Por eso lo puso con los arqueros. Pero no resultó lo que él pensaba. ¡Dicen que era frío! Era como el hielo. ¿Y luchar? ¡Por Júpiter, vaya si sabía luchar! Nunca paraba de pensar, eso es lo que lo hacía tan bueno. Me salvó la vida en aquélla batalla, por no mencionar la de todos los demás. Pero lo mío fue personal. Todavía no sé cómo logró hacerlo. Pensé que yo iba a ser pasto de las llamas, Publio Clodio.

– Ganó una corona cívica -apuntó Clodio-. Por eso lo recuerdo tan bien. No hay demasiados abogados que aparezcan ante un tribunal llevando una corona de hojas de roble en la cabeza. Y es sobrino de Sila.

– Y sobrino de Cayo Mario -dijo Silio-. Nos lo dijo al comienzo de la batalla.

– Eso es, una de sus tías se casó con Mario y la otra se casó con Sila.

– Clodio parecía complacido-. Bueno, en cierto modo es primo mío, así que eso lo explica todo.

– ¿Explica qué?

– ¡Su valentía y que te cayera bien!

– Ya lo creo que me caía bien. Sentí mucho que regresara a Roma con Termo y los soldados asiáticos.

– Y los pobres fimbrianos tuvieron que quedarse atrás, como siempre -dijo suavemente Clodio-. ¡Bueno, alégrate! ¡Yo voy a escribir a todo el mundo que conozco en Roma para hacer que levanten ese decreto senatorial!

– Tú, Publio Clodio -le dijo Silio con los ojos llenos de lágrimas- eres el Amigo de los Soldados. No lo olvidaremos.

Clodio pareció emocionado.

– ¿El Amigo de los Soldados? ¿Es así como me llamáis?

– Así es como te llamamos.

– Yo tampoco lo olvidaré, Marco Silio.

A mediados de marzo un mensajero aterido y exhausto llegó del Ponto para informar a Lúculo de que las legiones cilicias se habían negado a moverse de Zela. Sornacio y Fabio Adriano habían hecho todo lo que se les había ocurrido, pero los cilicios no quisieron moverse, ni siquiera cuando el gobernador Dolabela les envió una seria advertencia. Y ésa no era la única noticia inquietante de Zela. De algún modo, escribía Sornacio, la tropa de las dos legiones cilicias había sido inducida a creer que Lúculo les había engañado con respecto a la justa parte que les correspondía de todo el botín que se había repartido desde el momento en que Lúculo regresara al Este hacía seis años. Sin duda, la perspectiva del calor a lo largo del Tigris era la verdadera causa del motín, pero el mito de que Lúculo era un tramposo y un mentiroso no había servido precisamente de ayuda.

La ventana ante la cual se hallaba sentado Lúculo daba a una panorámica de la ciudad, en dirección a Mesopotamia; Lúculo miraba fijamente, aunque sin ver, hacia el lejano horizonte de montañas bajas y trató de hacerse a la idea de que lo que había llegado a ser un sueño posible y tangible se hubiera disuelto. ¡Qué tontos, qué idiotas! ¿Él, un Licinio Lúculo, iba a escamotear dinero en aquellas cuentas de poca monta a los hombres que estaban bajo su mando? ¿Él, un Licinio Lúculo, iba a rebajarse al nivel de aquellos avariciosos publicani que se enriquecían rápidamente en Roma? ¿Quién había hecho tal cosa? ¿Y por qué no habían sido capaces de ver por sí mismos que no era cierto? Unos cuantos cálculos sencillos, eso era lo único que habría hecho falta.

Su sueño de conquistar el reino de los partos había terminado. Llevar a menos de cuatro legiones por un terreno completamente llano sería un suicidio, y Lúculo no era un suicida. Suspiró, se puso en pie y fue a buscar a Sextilio y a Fanio, los legados de más categoría que se hallaban con él en Tigranocerta.

– Y entonces, ¿qué vas a hacer? -le preguntó Sextilio atónito.

– Haré todo lo que esté en mi mano con las fuerzas de que dispongo -dijo Lúculo con una frialdad cada vez más acentuada-. Iré hacia el norte en persecución de Tigranes y Mitrídates. Los obligaré a que se retiren por delante de mí, los acorralaré en Artaxata y los haré pedazos.

– No es la mejor época del año para ir tan lejos hacia el norte -dijo Lucio Fanio con aspecto preocupado-. No podremos partir hasta… oh, hasta sextilis, según el calendario. Luego sólo dispondremos de cuatro meses. Dicen que todo el terreno está por encima de los cinco mil pies, y la estación propicia para los cultivos dura escasamente el verano. Tampoco podremos llevar con nosotros demasiadas provisiones; y creo que el terreno de montaña es roca sólida. Pero tú, claro, seguro que quieres ir hacia el oeste del lago Thospitis.

– No, pienso ir al este del lago Thospitis -respondió Lúculo, que ya se había encerrado por completo en su concha-. Si el único tiempo de que disponemos son cuatro meses, no podemos permitirnos un rodeo de doscientas millas sólo porque la marcha sea en cierto modo más fácil.

Sus legados parecían disgustados, pero ninguno se atrevió a discutir. Acostumbrados desde hacía mucho a aquella helada expresión del rostro de Lúculo, no creían que ningún argumento fuera a disuadirlo.

– Y mientras tanto, ¿qué harás? -le preguntó Fanio.

– Dejar aquí a los fimbrianos revolcándose en la buena vida -dijo Lúculo con un tono de desprecio-. ¡Bastante les complacerá ya la noticia!

Así fue como a primeros del mes sextilis el ejército de Lúculo por fin partió de Tigranocerta, pero no para marchar hacia el Sur, con el calor. Esta nueva dirección -como supo Clodio a través de Silio y Cornificio- no complacía precisamente a los fimbrianos, quienes hubieran preferido holgazanear en Tigranocerta fingiendo estar de servicio en la guarnición. Pero por lo menos el clima sería soportable. ¡Y en toda Asia no había montaña capaz de acobardar a un fimbriano! Ellos las habían escalado todas, afirmaba Silio complacido. Y aparte de esto, cuatro meses significaban una bonita y breve campaña. Cuando llegara el invierno estarían de regreso en la acogedora Tigranocerta.

Lúculo en persona abría la marcha sumido en un silencio pétreo, porque se había enterado durante una visita a Antioquía que lo habían destituido del cargo de gobernador de Cilicia; iban a poner la provincia en manos de Quinto Marcio Rex, el cónsul senior de aquel año, y Rex estaba ansioso por partir hacia el Este durante su consulado. ¡Con tres legiones recién formadas que lo acompañaban!, según oyó el ultrajado Lúculo. ¡Y sin embargo él, Lúculo, no consiguió sacarle a Roma ni una sola legión cuando su propia vida dependía de ello!

– Por lo que a mí respecta, muy bien -dijo Publio Clodio con presunción-. Rex también es mi cuñado, no lo olvides. Yo soy como un gato: ¡siempre aterrizo de pie! Si no me quieres a tu lado, Lúculo, iré a reunirme con Rex en Tarso.

– ¡No te apresures! -repuso Lúculo con un gruñido-. Lo que no te he dicho todavía es que Rex no puede salir hacia el Este tan pronto como había planeado. El cónsul junior murió, y luego murió también el cónsul suplente; Rex no puede moverse de Roma hasta que acabe su consulado.

– ¡Oh, vaya! -dijo Clodio.

Y acto seguido se marchó.

Una vez que dio comienzo la marcha a Clodio se le hizo imposible buscar a Silo o a Cornificio sin que ello se hiciese evidente; durante aquella etapa inicial decidió mantenerse discretamente entre los tribunos militares sin decir ni hacer nada. Tenía la impresión de que cuando pasase un poco de tiempo se le presentaría la oportunidad, porque los huesos decían que a Lúculo se le había acabado la suerte. Y él no era el único que pensaba así; los tribunos, e incluso los legados, estaban empezando a cuchichear acerca de la mala suerte de Lúculo.