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Los guías le habían aconsejado a éste que marchase siguiendo hacia arriba el curso del Canirites, el afluente del Tigris que corría junto a Tigranocerta y subía por el macizo, al sudeste del lago Thospitis. Pero todos los guías eran árabes de las tierras bajas; por mucho que Lúculo había buscado no había encontrado a nadie en la región de Tigranocerta que procediera del macizo situado al sudeste del lago Thospitis. Lo cual le habría dicho algunas cosas acerca del país en el que se estaba aventurando, pero no fue así porque su espíritu estaba tan dolorido a causa del fracaso de las legiones cilicias que ya no era capaz de ser objetivo. Sin embargo, sí que tuvo la mente lo suficientemente fría como para enviar por delante a algunos de sus jinetes galacios. Estos regresaron para informarle de que el Canirites tenía un curso corto que acababa en una auténtica muralla de montañas que ningún ejército podría cruzar, ni siquiera a pie.

– Vimos a un pastor nómada -le dijo el jefe de la patrulla-, y nos sugirió que nos dirigiéramos hacia el Lico, el próximo gran afluente del Tigris por el sur. Tiene el curso largo y corre tortuoso entre la pared de montañas misma. Dice que su nacimiento es más apacible, que seríamos capaces de cruzar en algún punto hasta la tierra más baja que rodea el lago Thospitis; y una vez allí, nos ha explicado, será más fácil avanzar.

Lúculo frunció horriblemente el entrecejo por el retraso que ello suponía y expulsó a los árabes con cajas destempladas. Cuando pidió ver al pastor con la idea de convertirlo en guía, los galacios le informaron con tristeza de que el muy granuja había desaparecido junto con sus ovejas y no podían encontrarlo.

– Muy bien, nos pondremos en marcha hacia el Lico -dijo el general.

– Hemos perdido dieciocho días -apuntó Sextilio tímidamente.

– Ya lo tengo en cuenta. Y así, después de haber hallado el Lico, los fimbrianos y la caballería comenzaron a seguir el curso del río y se adentraron en un terreno cada vez más elevado a través de un valle que iba estrechándose a cada paso. Ninguno de ellos había estado con Pompeyo cuando éste abrió una nueva ruta al atravesar los Alpes occidentales, pero si alguno hubiera estado, habría podido contarles a los demás que la senda de Pompeyo era cosa de niños comparado con esto. Y el ejército continuó trepando, esforzándose por abrirse camino entre grandes rocas arrojadas por el río, que ahora se había convertido en un rugiente torrente imposible de vadear y que se hacía cada vez más estrecho, más profundo, más agreste.

Doblaron un recodo y emergieron a una loma cubierta en su mayor parte de hierba que se extendía como si fuera un parque; no era exactamente una cuenca, pero por lo menos el lugar ofrecía un poco de pasto para los caballos, que estaban delgados y hambrientos. Pero ello no consiguió alegrarlos, porque el extremo más distante -que era aparentemente la línea divisoria de la cuenca- era algo aterrador. Y Lúculo no estaba dispuesto a permitirles que se quedaran allí más de tres días; llevaban más de un mes de camino, y en realidad se encontraban a muy poca distancia de Tigranocerta, hacia el norte.

La montaña que les quedaba a la derecha cuando empezaron a avanzar por aquella espantosa tierra virgen era un gigante de dieciséis mil pies, y ellos estaban a diez mil pies de altura en la ladera de la misma; jadeaban bajo el peso de los petates, se preguntaban por qué les dolía la cabeza, por qué daba la impresión de que no conseguirían nunca llegar a llenar el pecho de aquel precioso aire. La única salida era un nuevo y pequeño torrente, y las paredes de la montaña se alzaban a ambos lados del mismo tan abruptas que ni la nieve podía encontrar allí asidero alguno. A veces les costaba un día entero sortear sólo una milla escasa, gateando a duras penas sobre las rocas, agarrándose al borde de la hirviente catarata que iban siguiendo, tratando con desesperación de no precipitarse al vacío y golpearse hasta quedar convertidos en picadillo.

Nadie veía la belleza; la marcha era demasiado espantosa. Y no parecía hacerse menos espantosa a medida que los días transcurrían con lentitud y la catarata parecía no calmarse nunca, sólo se ensanchaba y se hacía más profunda. Por la noche. hacía un frío glacial, aunque ya estaban en pleno verano, y durante el día, los enormes muros de montaña que los cercaban no les permitían sentir el sol. No podía haber nada peor.

Hasta que vieron la nieve manchada de sangre, justo cuando el desfiladero que habían ido recorriendo empezaba a ensancharse ligeramente y los caballos lograban mordisquear un poco de hierba. Ahora menos verticales, aunque casi igual de altas, las montañas contenían sabanas y ríos de nieve en sus hendiduras. Nieve que tenía exactamente el mismo color rosa parduzco producido por la sangre que la nieve de un campo de batalla después de terminar la matanza.

Clodio se precipitó hacia el lugar donde se hallaba Cornificio, cuya legión precedía a la de veteranos que mandaba Silio.

– ¿Qué significa eso? -le preguntó Clodio aterrado.

– Significa que vamos hacia una muerte cierta -le contestó Cornificio.

– ¿Lo habías visto alguna vez antes?

– ¿Cómo iba a haberlo visto antes si está aquí como un mal presagio para todos nosotros?

– ¡Tenemos que dar la vuelta! -dijo Clodio estremeciéndose.

– Ya es demasiado tarde -le indicó Cornificio.

De manera que continuaron con gran esfuerzo, aunque ahora con un poco más de facilidad porque el río había logrado excavar dos márgenes y la altura iba disminuyendo. Pero Lúculo anunció que se encontraban demasiado al este, así que el ejército, todavía mirando fijamente la nieve manchada de sangre que los rodeaba en las cimas, empezó a escalar una vez más. En ninguna parte habían hallado signos de vida, aunque todos tenían órdenes de capturar a cualquier nómada que se pudieran encontrar. ¿Cómo podría nadie vivir mirando la nieve ensangrentada?

Dos veces escalaron hasta diez y once mil pies, dos veces cayeron dando traspiés, pero el segundo desfiladero resultó más acogedor, porque la nieve manchada de sangre desapareció y se convirtió en una hermosa y corriente nieve blanca, y en lo alto del segundo desfiladero miraron a lo lejos y vieron el lago Thospitis soñando exquisitamente azul al sol.

Con las rodillas débiles, el ejército descendió hasta lo que parecían los Campos Elíseos, aunque la altitud continuaba siendo de cinco mil pies y no había el menor rastro de cosechas, porque nadie quería arar un suelo que permanecía helado hasta el verano y volvía a helarse con el primer soplo del viento otoñal. Tampoco había árboles, pero crecía la hierba; los caballos engordaron, aunque no los hombres, y por lo menos volvía a encontrarse espárragos silvestres.

Lúculo aceleró el avance, pues era consciente de que en dos meses no había logrado avanzar más de sesenta millas hacia el norte de Tigranocerta. Sin embargo, lo peor había pasado; ahora podían marchar con más rapidez. Al bordear el lago halló un pequeño poblado de nómadas que habían sembrado grano, y cogió hasta la última espiga para aumentar las mermadas provisiones. Unas cuantas millas más adelante encontró más grano, y lo cogió también junto con todas las ovejas que el ejército pudo encontrar. Ahora el aire ya no parecía tan tenue; no porque no lo fuera, sino porque todos se habían acostumbrado a la altura. El río que corría al salir de entre otras elevadas cumbres del norte y desembocaba en el lago era bastante ancho y plácido, además seguía la misma dirección que Lúculo tenía pensado tomar. Los aldeanos, que hablaban un meda distorsionado, le habían dicho por medio del intérprete, un cautivo medo, que sólo quedaba una cordillera más de montañas entre el lugar en que se hallaban y el valle del río Araxes. ¡El valle donde se extendía la ciudad de Artaxata! ¿Eran unas montañas malas?, había preguntado Lúculo. No tan malas como aquellas de donde había surgido aquel extraño ejército, había sido la respuesta.