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Luego, cuando los fimbrianos abandonaban el valle del río para subir hacia tierras altas bastante onduladas, mucho más contentos a causa del terreno que ahora pisaban, una tropa de cataphracti avanzó hacia ellos. Como los fimbrianos tenían ganas de una buena pelea, arrollaron a aquellos macizos hombres y caballos cubiertos de malla y sembraron la confusión sin necesidad de la ayuda de los galacios. Después les tocó el turno a los galacios, que se las vieron hábilmente con una segunda tropa de cataphracti. Y se quedaron vigilando a la espera de que llegasen más.

Pero no llegaron más. Y después de un día de marcha comprendieron por qué. El terreno era completamente llano, pero hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones, en realidad lo que veían era un nuevo obstáculo, algo tan raro y horroroso que se preguntaron a qué dioses habrían ofendido para que los maldijeran con semejante pesadilla. Y de nuevo aparecieron las manchas de sangre, aunque esta vez no se encontraban solamente sobre la nieve, sino que embadurnaban todo el paisaje.

Lo que veían eran rocas con bordes afilados como navajas de afeitar de diez a cincuenta pies de altura, volcadas inexorablemente sin interrupción unas encima de otras, unas contra otras, inclinadas hacia todas partes sin razón, lógica ni pauta alguna en la distribución.

Silio y Cornificio solicitaron una entrevista con el general.

– No podemos atravesar esas rocas -dijo Silio llanamente.

– Este ejército puede atravesar lo que sea, eso ya está demostrado -respondió Lúculo, muy enojado por la protesta.

– No hay ningún sendero -apuntó Silio.

– Entonces haremos uno -dijo Lúculo.

– No, no podremos hacerlo en esas rocas -intervino Cornifieio-. Lo sé porque he hecho que unos cuantos hombres lo intenten. No sé de qué están hechas esas rocas, pero sin duda se trata de algo más duro que nuestras dolabrae.

– Entonces nos limitaremos a trepar por ellas -dijo Lúculo.

No estaba dispuesto a ceder. El tercer mes iba tocando a su fin; tenía que llegar a Artaxata. Así que el pequeño ejército entró en el campo de lava fracturada por un mar interior en alguna remota época del pasado. Y se estremecieron de miedo porque «aquellas rocas» estaban manchadas de liquen color rojo sangre. Era un trabajo dolorosamente lento, parecían hormigas que cruzaran penosamente una llanura de pucheros rotos. Sólo que los hombres no eran hormigas; «aquellas rocas» cortaban, magullaban y castigaban con crueldad. Y tampoco había ningún camino alrededor, porque en cualquier dirección lo único que se alzaba en el horizonte eran más montañas nevadas, a veces más cerca, otras veces más lejos, siempre acorralándolos en aquel terrible afán.

Clodio había decidido en algún punto al norte del lago Thospitis que, no importaba lo que Lúculo dijera o hiciese, él iba a viajar con Silio. Y cuando -enterado por Sextilio de que Clodio había desertado para confraternizar con un centurión- el general le ordenó que volviese a la cabeza de la marcha, Clodio se negó.

– Dile a mi cuñado -le comunicó al tribuno que enviaron a buscarlo- que estoy contento donde me encuentro. Si me quiere a la cabeza, tendrá que ponerme grilletes.

Respuesta que Lúculo estimó más prudente ignorar. En verdad su personal se alegraba de librarse del quejumbroso y problemático Clodio. De momento no existía ninguna sospecha de que Clodio hubiera tenido parte en el motín de las legiones cilicias, y como los fimbrianos habían limitado su protesta acerca de «aquellas rocas» a una queja oficial transmitida por sus centuriones al mando, no existía sospecha de que fueran a rebelarse.

Quizás nunca hubiera existido un motín por parte de los fimbrianos de no haber sido por el monte Ararat. Durante cincuenta millas el ejército se vio obligado a sufrir el campo de lava fragmentada, luego salió a la hierba de nuevo. ¡Qué dicha! Sólo que de Este a Oeste les bloqueaba el paso una montaña, como nadie había visto nunca otra igual, amenazadoramente elevada. Dieciocho mil pies de nieve sólida, la montaña más terrible y hermosa del mundo, con otro cono, más pequeño pero no menos horripilante, en su costado oriental.

Los fimbrianos dejaron en el suelo los escudos y las lanzas y se quedaron mirando; y lloraron.

Esta vez fue Clodio quien encabezó la delegación ante el general, y no tenía intención de dejarse amilanar.

– Nos negamos rotundamente a dar un paso más -dijo mientras Silio y Cornificio asentían con la cabeza detrás de él.

Cuando Lúculo vio entrar a Bogitaro en la tienda se supo derrotado, pues Bogitaro era el jefe de sus jinetes galacios, un hombre cuya lealtad no podía cuestionar.

– ¿Tú eres de la misma opinión, Bogitaro? -le preguntó Lúculo.

– Lo soy, Lucio Licinio. Mis caballos no pueden cruzar una montaña así, y menos después de haber pasado por las rocas. Tienen las patas llenas de magulladuras hasta los corvejones, pierden las herraduras con tanta rapidez que mis herreros no dan abasto, y me estoy quedando sin acero. Por no hablar de que no hemos tenido carbón vegetal desde que salimos de Tigranocerta. Así que tampoco nos queda carbón. Nosotros te seguiríamos a Hades, Lucio Licinio, pero no te seguiremos a esa montaña -dijo Bogitaro.

– Gracias, Bogitaro -dijo Lúculo-. Puedes marcharte. Y vosotros, fimbrianos, podéis marcharos también. Quiero hablar a solas con Publio Clodio.

– ¿Significa eso que nos volvemos atrás? -preguntó Silio con recelo.

– Atrás no, Marco Silio, a no ser que quieras más rocas. Giraremos hacia el Oeste en dirección al Arsanias, y encontraremos grano.

Bogitaro ya se había ido; ahora los dos centuriones fimbrianos lo siguieron, de modo que Lúculo se quedó a solas con Clodio…

– ¿Hasta qué punto tienes tú que ver con todo esto? -le preguntó Lúculo.

Con los ojos brillantes y jubiloso, Clodio miró al general de arriba abajo con desprecio. ¡Qué aspecto de estar agotado tenía! Ahora no resultaba difícil creer que tuviera cincuenta años. Y la mirada había perdido algo, cierta fijeza fría que le había hecho vencer todas las dificultades. Lo que Clodio veía era un poso de cansancio, y detrás de ello la certidumbre de una derrota.

– ¿Que qué he tenido que ver con todo esto? -preguntó; luego se echó a reír-. ¡Mi querido Lúculo, yo soy el responsable! ¿Crees que alguno de esos tipos tiene tanta visión de futuro? ¿O descaro? Todo es obra mía, y de nadie más.

– Y lo de las legiones cilicias…

– dijo Lúculo lentamente.

– Eso también es obra mía.

– Clodio rebotó arriba y abajo sobre los dedos de los pies-. Después de esto ya no me querrás a tu lado, así que me marcharé. Cuando llegue a Tarso, mi cuñado Rex ya se encontrará allí.

– Tú no vas a ninguna parte como no sea a compartir el rancho con tus secuaces fimbrianos -le dijo Lúculo mientras sonreía severamente-. Yo soy tu jefe y estoy en posesión del imperium proconsular para luchar contra Mitrídates y Tigranes. No te concedo licencia para marcharte, y sin ella no puedes hacerlo. Te quedarás conmigo hasta que verte me haga vomitar.

No era aquélla la respuesta que Clodio quería, ni tampoco la que se esperaba. Le lanzó a Lúculo una mirada furiosa y salió de allí precipitadamente.

Los vientos y las nieves comenzaron cuando Lúculo giró hacia el Oeste, pues la temporada de hacer campañas guerreras había terminado. Lúculo había empleado el plazo de tiempo de que disponía en llegar hasta Ararat, a no más de doscientas millas de Tigranocerta. Cuando llegó al curso del Arsanias, el mayor de los afluentes septentrionales del Éufrates, se encontró con que ya se había cosechado el grano y que el populacho se había dispersado en la huida y había ido a ocultarse en sus casas trogloditas excavadas en la roca de toba llevándose hasta el último fragmento de cualquier tipo de alimento. Puede que Lúculo hubiera sido derrotado por sus propias tropas, pero la adversidad era algo que había llegado a conocer muy bien, y no pensaba detenerse de ninguna manera allí, donde Mitrídates y Tigranes podían encontrarle con toda facilidad cuando llegase la primavera.