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Se encaminó hacia Tigranocerta, donde había provisiones y amigos; pero si los fimbrianos pensaban invernar allí, pronto se vieron desilusionados. La ciudad estaba tranquila y parecía satisfecha bajo el hombre que él había puesto para que la gobernase, Lucio Fanio. Después de proveerse de grano y otros alimentos, Lúculo marchó para poner sitio a la ciudad de Nisibis, situada junto al río Mygdonius y enclavada en un país más seco y más llano.

Nisibis cayó una negra y lluviosa noche de noviembre; se consiguió un buen botín y abundancia de bienes. Extáticos, los Fimbrianos se instalaron allí dispuestos a pasar un invierno delicioso en el límite de las nieves perpetuas, y empezaron a considerar a Clodio como una mascota, como un amuleto de la buena suerte. Y cuando se presentó Lucio Fanio menos de un mes después para informar a su comandante de que Tigranocerta estaba una vez más en manos del rey Tigranes, los fimbrianos adornaron con hiedra a Clodio y lo llevaron en hombros por el mercado de Nisibis, atribuyéndole a él su buena fortuna; allí estaban a salvo, y se había evitado el asedio de Tigranocerta.

En abril, cuando el invierno tocaba a su fin y la perspectiva de una nueva campaña contra Tigranes le servía en cierto modo de consuelo, Lúculo se enteró de que había sido despojado de todo excepto de un pequeño título, el de comandante en la guerra contra los dos reyes. Los caballeros se habían servido de la Asamblea Plebeya para quitarle las últimas provincias que estaban a su cargo, Bitinia y el Ponto, y luego le habían privado de las cuatro legiones. Los fimbrianos por fin iban a regresar a casa, y Manio Acilio Glabrio, el nuevo gobernador de Bitinia y el Ponto, sería quien tuviera las tropas cilicias. El comandante en la guerra contra los dos reyes no tenía ejército con que continuar la lucha. Lo único que le quedaba era su imperium.

Por lo cual Lúculo resolvió mantener en secreto a los fimbrianos la noticia de su licencia definitiva. Aquello que no supieran no podía molestarles. Pero, naturalmente, los fimbrianos ya estaban al corriente de que eran libres de marcharse a casa; Clodio había interceptado las misivas oficiales y había revelado su contenido antes de que llegasen a Lúculo. Inmediatamente detrás de la carta procedente de Roma llegaron cartas desde el Ponto informándole de que el rey Mitrídates había invadido el territorio romano. Después de todo, Glabrio no heredaría las legiones cilicias; habían sido aniquiladas en Zela.

Cuando salieron las órdenes para marchar hacia el Ponto, Clodio fue a ver a Lúculo.

– El ejército se niega a moverse de Nisibis -anunció.

– El ejército marchará hacia el Ponto, Publio Clodio, para rescatar a aquellos compatriotas suyos que aún queden con vida -le aseguró Lúculo.

– ¡Ah, pero ya no es tu ejército, ya no tiene que recibir órdenes tuyas! -graznó jubiloso Clodio-. Los fimbrianos han terminado su servicio bajo las águilas, son libres de irse a su casa en cuanto dispongas los documentos de licenciamiento. Cosa que harás aquí, en Nisibis. Así no podrás engañarlos cuando se reparta el botín de esta ciudad.

En ese momento, Lúculo lo comprendió todo. Lanzó un soplido, enseñó los dientes y avanzó hacia Clodio con el asesinato reflejado en los ojos. Clodio se agachó detrás de una mesa y se cercioró de que estaba más cerca de la puerta que Lúculo.

– ¡No me pongas un dedo encima! -le advirtió a gritos-. ¡Si me tocas, te lincharán!

Lúculo se detuvo.

– ¿Tanto te quieren? -preguntó sin poder creer que incluso unos ignorantes como Silio y el resto de los centuriones fimbrianos pudieran ser tan crédulos.

– Me quieren hasta la muerte; yo soy el Amigo de los Soldados.

– Tú no eres más que una puta, Clodio; te venderías a la escoria de la peor especie que hay en este mundo si eso supusiera que te amaran -le dijo Lúculo mostrando abiertamente el desprecio que sentía por él.

Clodio nunca llegó a comprender por qué se le ocurrió precisamente en aquel momento y en medio de tanta ira. Pero le vino de pronto a la cabeza y lo dijo lleno de júbilo, por despecho.

– ¿Crees que yo soy una puta? ¡Pero no una puta tan grande como tu esposa, Lúculo! ¡Mi querida hermanita Clodilla, a quien quiero tanto como te odio a ti! Pero ella sí que es una puta, Lúculo. A lo mejor por eso la quiero tan desesperadamente. Creías que habías sido el primero en poseerla cuando con sólo quince años se casó contigo, ¿verdad? ¡Lúculo el pederasta, el desflorador de niñitas y niñitos! Creíste que habías llegado a Clodilla el primero, ¿eh? ¡Bueno, pues no! -chilló Clodio, tan exaltado que la espuma se le agolpó en las comisuras de los labios.

Lúculo se había puesto blanco.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó en un susurro.

– ¡Quiero decir que yo la tuve primero, grande y poderoso Lucio Licinio Lúculo! ¡Yo la tuve primero, mucho antes que tú! También fui el primero en tener a Clodia. ¡Solíamos dormir juntos, pero hacíamos algo más que dormir! ¡Jugábamos mucho, Lúculo, y el juego se fue haciendo más grande a medida que yo crecía! ¡Las tuve a las dos, las tuve cientos de veces, metía los dedos dentro de ellas y luego también les metía otra cosa! ¡Las chupaba, las mordisqueaba, hacía con ellas cosas que ni siquiera te imaginas! ¿Y quieres saber una cosa? -preguntó riéndose-. ¡Clodilla te tiene por un pobre sustituto de su hermanito!

Había una silla al lado de la mesa que separaba a Clodio del marido de Clodilla; Lúculo de pronto pareció perder toda la vida que había en él y se desplomó sobre la silla, contra ella. Se oía perfectamente que se ahogaba.

– Te despido, ya no estás a mi servicio, Amigo de los Soldados, porque ha llegado la hora de vomitar. ¡Te maldigo! ¡Vete a Cilicia con Rex!

Después de una despedida bañada en lágrimas de Silio y Cornificio, Clodio se marchó. Desde luego los centuriones fimbrianos cargaron a su amigo de regalos, algunos muy preciosos, todos útiles. Se marchó al trote a lomos de un exquisito y pequeño caballo, con un séquito de sirvientes sobre monturas igual de buenas y con varias docenas de mulas que transportaban el botín. Creyendo que iba a avanzar en una dirección poco peligrosa, rechazó la oferta de una escolta que le hizo Silio.

Todo fue bien hasta que cruzó el Éufrates en Zeugma, pues su destino era Cilicia Pedia y luego Tarso. Pero entre las fértiles llanuras del río de Cilicia Pedia y él se alzaban las montañas Amano, una cordillera costera insignificante después de los macizos que Clodio había cruzado recientemente sufriendo grandes penalidades; no les dio importancia, las consideró dignas de desdén. Hasta que una pandilla de bandoleros árabes le asaltó cuando bajaba por un barranco seco y le robaron todos los regalos, las bolsas de dinero y los maravillosos corceles. Clodio acabó su viaje solo y a lomos de una mula, aunque los árabes -que lo encontraron terriblemente divertido- le habían dejado unas cuantas monedas, las suficientes para que pudiese acabar el viaje hasta Tarso.

¡Y allí se encontró con que su cuñado Rex no había llegado todavía! Clodio ocupó varios de los aposentos del palacio del gobernador y se sentó a revisar su lista de personas a las que odiaba: Catilina, Cicerón, Fabia, Lúculo… y ahora los árabes. Los árabes también se las pagarían.

Estaban a finales de quintilis cuando Quinto Marcio Rex y sus tres legiones nuevas llegaron a Tarso. Había viajado con Glabrio hasta el Helesponto, y luego había elegido marchar a través de Anatolia en lugar de navegar cerca de la costa, tristemente famosa por los piratas. En Licaonia, según le contó a un ávido Clodio, había recibido una súplica de ayuda nada menos que de Lúculo, que había logrado mover a los fimbrianos cuando ya había partido el Amigo de los Soldados, y había puesto dirección al Ponto. En Talaura, ya bien adelante en su trayecto, a Lúculo le había atacado un yerno de Tigranes llamado Mitrídates, de modo que se enteró de que los dos reyes avanzaban hacia él rápidamente.