Выбрать главу

– ¿Y quieres creer que tuvo la temeridad de enviarme a mí un mensaje pidiendo ayuda? -preguntó Rex.

– Es tu cuñado también -dijo Clodio con malicia.

– Es persona non grata en Roma, así que me negué, naturalmente. También le había pedido ayuda a Glabrio, creo, pero imagino que por ese lado también recibió una negativa por respuesta. Lo último que he oído es que iba de retirada y que tenía intención de regresar a Nisibis.

– Pues nunca llegó allí -le comunicó Clodio, que estaba mejor informado sobre el final de la marcha de Lúculo que de los acontecimientos de Talaura-. Cuando llegó al cruce de Samosata, los fimbrianos se le plantaron. Lo último que he oído decir en Tarso es que ahora se dirige a Capadocia, y que desde allí tiene pensado ir a Pérgamo.

Naturalmente, Clodio se había enterado al leer la correspondencia de Lúculo de que Pompeyo el Grande había recibido un imperium ilimitado para limpiar de piratas el mar Medio, así que dejó el tema de Lúculo y abordó el de Pompeyo.

– ¿Y qué tienes que hacer tú para ayudar al detestable Pompeyo Magnus a barrer a los piratas? -preguntó.

Quinto Marcio Rex arrugó la nariz.

– Nada, por lo visto. Las aguas cilicias están bajo el mando de nuestro mutuo cuñado el hermano de Celer, tu primo Nepote, que apenas tiene edad suficiente para estar en el Senado. Yo he de ocuparme de mi provincia y quitarme del medio.

– ¡Tate! -exclamó Clodio con voz ahogada, pues veía más travesuras.

– Como lo oyes -dijo Rex muy estirado.

– Yo no he visto a Nepote en Tarso.

– Ya lo verás. A su debido tiempo. Las flotas están dispuestas para él. Al parecer Cilicia es el último destino de la campaña de Pompeyo.

– En ese caso -dijo Clodio-, creo que deberíamos hacer un trabajito en aguas de Cilicia antes de que Nepote llegue allí, ¿no te parece?

– ¿Cómo? -preguntó el marido de Claudia, que conocía a Clodio pero aún vivía en la ignorancia de la habilidad que éste tenía para causar estragos. Cualquier defecto que viera en Clodio no le parecía importante, pues lo consideraba una locura de juventud.

– Yo podría sacar una pequeña flota y hacer la guerra contra los piratas en tu nombre -dijo Clodio.

– Pues…

– ¡Oh, venga!

– No veo ningún mal en ello -aceptó Rex, no sin cierta duda.

– ¡Déjame, por favor!

– Bueno, está bien. ¡Pero no molestes a nadie más que a los piratas!

– No lo haré; te prometo que no lo haré -le aseguró Clodio, que estaba viendo mentalmente suficiente botín pirata como para sustituir el que había perdido a manos de aquellos miserables bandoleros árabes en el Amano.

En el plazo de ocho días, el almirante Clodio se hizo a la mar al frente de, más que una flota, una flotilla de unas diez naves birremes bien tripuladas y debidamente equipadas que ni Rex ni Clodio pensaron que Metelo Nepote echaría en falta cuando se presentase en Tarso.

Lo que Clodio no tuvo en cuenta fue el hecho de que la escoba de Pompeyo había estado barriendo de un modo tan enérgico que las aguas de Chipre y Cilicia Tracheia -que eran el escabroso extremo occidental de aquella provincia donde tantos piratas tenían su base en tierra firme- estaban plagadas de flotas piratas allí refugiadas de un tamaño mucho mayor que diez birremes. No llevaba en la mar ni cinco días cuando apareció a la vista una de aquellas flotas; rodeó la flotilla de Clodio y la capturó, junto con Publio Clodio, cuya carrera de almirante había sido corta.

Y se lo llevaron a toda prisa hasta una base en Chipre, que no estaba muy lejos de Pafos, la capital y la sede del regente, aquel Ptolomeo conocido como el Chipriota. Naturalmente Clodio había oído contar la historia de César y los piratas, y en su momento le había parecido brillante. ¡Bien, si César podía hacer una cosa así, también podía Publio Clodio! Empezó por informar a sus captores con voz autoritaria de que su rescate había de establecerse en diez talentos y no en los dos talentos que la tradición y las escalas de los piratas decían que era el rescate apropiado para un joven noble como Clodio. Y los piratas, que sabían más sobre la historia de César de lo que sabía Clodio, accedieron solemnemente a pedir un rescate de diez talentos.

– ¿Y quién pagará mi rescate? -les preguntó Clodio con gran solemnidad.

– En estas aguas, Ptolomeo el Chipriota -fue la respuesta.

Intentó representar el papel de César por toda la base pirata, pero le faltaba la impresionante presencia fisica de éste; sus vocingleras fanfarronadas y amenazas resultaban en cierto modo ridículas, y aunque sabía que los captores de César también se habían reído, Clodio era lo bastante agudo como para adivinar que aquella pandilla se negaba en redondo a creerle a pesar de la venganza que César se había tomado después de su cautiverio. Así que decidió abandonar aquella táctica y en su lugar empezó a hacer lo que nadie hacía mejor que éclass="underline" se puso a trabajar para ganarse a los humildes creando problemas entre ellos. Y sin duda habría tenido éxito… de no haber sido porque los caciques piratas, los diez que había, se enteraron de lo que estaba sucediendo. La reacción fue encerrarlo en una celda y dejarlo allí sin más público que las ratas que intentaban robarle el pan y el agua.

Lo habían capturado a principios de sextilis, y acabó en aquella celda dieciséis días después, donde vivió con sus compañeras las ratas durante tres meses. Cuando por fin lo soltaron fue porque la escoba de Pompeyo era algo tan inminente que el asentamiento pirata no tuvo otra alternativa que desmantelarse. Y él también se enteró de que Ptolomeo el Chipriota, al oír qué rescate consideraba Clodio que era digno de él, se había echado a reír alegremente y había enviado sólo dos talentos, que era lo único, dijo Ptolomeo el Chipriota, que valía en realidad Publio Clodio. Y lo único que estaba dispuesto a pagar.

En circunstancias normales los piratas habrían matado a Clodio, pero Pompeyo y Metelo Nepote estaban demasiado cerca como para arriesgarse a recibir una sentencia de muerte: se había corrido la voz de que la captura no significaba la crucifixión automática, que Pompeyo prefería ser clemente. Así que a Publio Clodio simplemente se le abandonó cuando la flota y su horda de parásitos partieron. Varios días después pasó por allí barriendo una de las flotas de Metelo Nepote; rescató a Publio Clodio y lo devolvió a Tarso y a Quinto Marcio Rex.

Lo primero que hizo después de haber tomado un baño y una buena comida fue repasar la lista de personas a las que odiaba: Catilina, Cicerón, Fabia, Lúculo, los árabes… y ahora Ptolomeo el Chipriota. Antes o después todos acabarían mordiendo el polvo… no importaba cuándo, ni cuánto tiempo tuviera que esperar. La venganza era una perspectiva tan deliciosa que el momento de llevarla a cabo apenas tenía importancia. Lo único importante para Clodio era que ocurriese. Y ocurriría.

Encontró a Quinto Marcio Rex de muy mal humor, pero no a causa del fracaso que él, Clodio, había cosechado. Para Rex el fracaso era algo que consideraba propio. Pompeyo y Metelo Nepote lo habían eclipsado por completo, le habían requisado las flotas de que disponía y le habían dejado en Tarso sumido por completo en la ociosidad. Ahora, más que pasar la escoba, estaban llevando a cabo una operación de limpieza; la guerra contra los piratas había terminado y las ganancias se habían ido a otra parte.

– Tengo entendido que después de una solemne gira por la provincia de Asia va a venir a Cilicia a «visitar los puestos», según lo ha expresado él -le dijo lleno de rabia Rex a Clodio.

– ¿Quién, Pompeyo o Metelo Nepote? -le preguntó Clodio.

– ¡Pompeyo, naturalmente! ¡Y como su imperium sobrepasa al mío incluso en mi propia provincia, tendré que seguirlo por todas partes con una esponja en una mano y un orinal en la otra!