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– Vaya perspectiva -dijo Clodio fríamente.

– ¡Una perspectiva que no puedo aceptar! -gruñó Rex-. Por eso Pompeyo no me encontrará en Cilicia. Ahora que Tigranes es incapaz de retener en su poder ninguna plaza al sudoeste del Éufrates, voy a invadir Siria. A Lúculo se le antojó poner una marioneta en el trono de Siria: ¡Se hace llamar Antíoco Asiático! Bien, ya veremos lo que hay. Siria pertenece a los dominios del gobernador de Cilicia, así que la convertiré en mi dominio.

– ¿Puedo acompañarte? -le preguntó Clodio con avidez.

– No veo por qué no.

– El gobernador sonrió-. Al fin y al cabo, Apio Claudio sembró el furor mientras se perdía el tiempo en Antioquía esperando a que Tigranes le concediera audiencia. Imagino que la llegada de su hermano pequeño será muy bien recibida.

Hasta que Quinto Marcio Rex llegó a Antioquía, Clodio no empezó a ver que tenía a mano una venganza.

«Invasión» era el término que había empleado Rex, pero pelea no hubo ninguna; la marioneta de Lúculo, Antíoco Asiático, huyó y dejó que Rex -que significa rey- nombrase a su propio rey e instalase en el trono a un tal Filipo. Siria estaba hecha un torbellino, y en parte era debido a que Lúculo había soltado a muchos miles de griegos, todos los cuales habían vuelto a casa en bandadas. Pero algunos llegaban a casa y se encontraban con que sus negocios y sus hogares habían sido tomados por los árabes a quienes Tigranes había hecho salir del desierto, y a quienes había legado las vacantes dejadas por los griegos a los que había secuestrado al helenizar su Armenia meda. A Rex le importaba poco quién fuera el dueño de las cosas en Antioquía, en Zeugma, en Samosata, en Damasco. Pero a su cuñado Clodio llegó a importarle enormemente. ¡Árabes, él odiaba a los árabes!

Y Clodio se puso manos a la obra, por una parte susurrándole a Rex al oído cosas acerca de las perfidias de los árabes, que habían usurpado los puestos de trabajo de los griegos y sus casas, y por otra parte visitando hasta el último de los descontentos y desposeídos griegos influyentes que consiguió encontrar. Ni un solo árabe debería permanecer en la civilizada Siria. ¡Que vuelvan al desierto y a las rutas de comercio del desierto, que es el lugar que les corresponde!

Fue una campaña que dio muchos frutos. Pronto empezaron a aparecer árabes asesinados en las cunetas desde Antioquía a Damasco, o flotando en el Éufrates con los ropajes de vivos colores ondeando a su alrededor. Cuando una delegación de árabes acudió a ver al rey en Antioquía, éste los desairó secamente; la campaña de Clodio había sido un éxito.

– Echadle la culpa al rey Tigranes -les dijo el rey-. Siria ha estado habitada por griegos en todas sus zonas fértiles y colonizadas durante seiscientos años. Antes de eso, la población era fenicia. Vosotros sois esquenitas procedentes del este del Éufrates, no pertenecéis a las costas del Mare Nostrum. El rey Tigranes se ha marchado para siempre. En el futuro Siria quedará bajo el dominio de Roma.

– Ya lo sabemos -dijo el líder de la delegación, un joven árabe esquenita que se hacía llamar Abgaro; el fallo fue que no comprendió que aquél era el título hereditario del rey esquenita-. Lo único que solicitamos es que el nuevo amo de Siria nos conceda lo que, con el tiempo, ha llegado a ser nuestro. No pedimos que nos enviasen aquí, ni que nos pusieran a cobrar peaje a lo largo del Éufrates, o nos llevaran a habitar Damasco. A nosotros también nos han desarraigado de nuestra tierra, y el nuestro fue un destino más cruel que el de los griegos.

Quinto Marcio Rex adoptó una expresión altanera.

– No veo por qué.

– Gran gobernador, los griegos fueron de una situación de bonanza a otra. Se les honró y se les pagó bien en Tigranocerta, en Nisibis, en Amida, en Singara, en todas partes. Pero nosotros veníamos de una tierra tan dura y árida, tan invadida por la arena y tan estéril, que la única manera que teníamos de no pasar frío por la noche era entre los cuerpos de nuestras ovejas o ante el humeante fuego de una hoguera de estiércol seco. Y todo eso ocurrió hace veinte años. Ahora hemos visto crecer la hierba, hemos consumido buen pan de trigo cada día, hemos bebido agua clara, nos hemos bañado en el lujo, hemos dormido en camas y hemos aprendido a hablar griego. Devolvernos al desierto es una crueldad innecesaria. En Siria hay suficiente prosperidad para que la disfrutemos todos nosotros! Deja que nos quedemos, es lo único que pedimos. Y haz saber a los griegos que nos persiguen que tú, gran gobernador, no consentirás esa barbaridad indigna de cualquier hombre que se llame a sí mismo griego -le dijo Abgaro con sencilla dignidad.

– En realidad yo no puedo hacer nada para ayudaros -repuso Rex impasible-. No voy a dar órdenes de que os transporten a todos al desierto, pero pienso mantener la paz en Siria. Os sugiero que busquéis a los griegos más revoltosos y que os sentéis a parlamentar con ellos. Abgaro y sus compañeros delegados siguieron aquel consejo en parte, aunque el propio Abgaro nunca olvidó la doblez de Roma, la connivencia de Roma ante el asesinato de su pueblo. En lugar de buscar a los cabecillas griegos, los árabes esquenitas antes de nada se organizaron en grupos bien protegidos y se pusieron a la tarea de descubrir el origen de aquel creciente descontento entre los griegos. Porque se sospechaba que el verdadero culpable no era griego, sino romano.

Después de conocer el nombre, Publio Clodio, averiguaron que aquel joven era cuñado del gobernador, que procedía de una de las más augustas y antiguas familias romanas, y que era primo por matrimonio del vencedor de los piratas, Cneo Pompeyo Magnus. Por ello no podían matarlo. Mantener algo en secreto era posible en las tierras áridas del desierto, pero no en Antioquía; alguien olfatearía el complot y lo comunicaría.

– No lo mataremos -dijo Abgaro-. Pero le daremos una severa lección.

Posteriores investigaciones revelaron que Publio Clodio era un noble romano verdaderamente extraño. Resultó que vivía en una casa corriente en los barrios pobres de Antioquía, y frecuentaba el tipo de lugares que los nobles romanos solían evitar. Pero eso, naturalmente, lo hacía accesible. Abgaro atacó.

Atado, amordazado y con los ojos vendados, a Publio Clodio se le condujo hasta una habitación sin ventanas, sin murales, adornos ni diferencia alguna con el resto del medio millón de habitaciones como aquélla que había en Antioquía. Tampoco se le permitió a Clodio ver más que un atisbo cuando le quitaron la venda de los ojos y la mordaza, porque le metieron la cabeza en un saco que le sujetaron alrededor de la garganta. Paredes desnudas y manos morenas, eso fue lo único que consiguió vislumbrar Clodio antes de quedar sumido en la más completa oscuridad; podía distinguir algunas sombras vagas que se movían a través del tosco tejido del saco, pero nada más.

El corazón le latía con más rapidez que el de un pájaro; sudaba a chorros; la respiración se le hizo entrecortada, superficial y jadeante. Nunca en toda su vida había estado Clodio tan aterrorizado, tan seguro de que iba a morir. Pero, ¿a manos de quién? ¿Qué había hecho él?

Oyó una voz que le habló en griego con un acento que ahora reconocía como árabe; entonces Clodio supo que verdaderamente iba a morir.

– Publio Clodio, de la gran familia de los Claudios Pulcher -dijo la voz-. Nos gustaría muchísimo matarte, pero nos damos cuenta de que ello no es posible. A menos, claro está, que cuando te liberemos busques venganza por lo que te hagamos aquí esta noche. Si, a pesar de todo, buscas venganza, comprenderemos que no tenemos nada que perder por el hecho de matarte, y te juro por todos nuestros dioses que te mataremos. Sé prudente, pues, y márchate de Siria en cuanto te liberemos. Márchate de Siria y no regreses nunca mientras vivas.

– ¿Qué… me… qué me vais a hacer? -logró decir Clodio, sabedor de que como poco lo torturarían y lo azotarían.

– Bueno, Publio Clodio -repuso la voz con un inconfundible deje de guasa- pues vamos a convertirte en un árabe.