– Probablemente. Ya me preocuparé de eso cuando llegue el momento, dentro de tres o cuatro años -dijo César tranquilamente-. Mientras tanto pienso presentarme a las elecciones del mes que viene para el puesto de curator de la vía Apia. Ningún Claudio quiere el empleo.
– ¡Otra empresa ruinosa! El tesoro te concederá un sestercio por cada cien millas, y tú te gastarás por lo menos cien denarios en cada milla. César se había cansado de aquella conversación; su madre estaba empezando, como ocurría siempre que intercambiaban más de unas cuantas frases, a machacar sobre el asunto del dinero y sobre la falta de interés que él mostraba por el mismo.
– Las cosas no cambian nunca, ¿sabes? -dijo levantando del escritorio la pluma y volviéndola a dejar en el tintero-. Se me había olvidado. Mientras estaba ausente había empezado a pensar en ti como todo hombre sueña que debe ser su madre. Pero he aquí la realidad. Un sermón perpetuo sobre mi tendencia a la extravagancia. ¡Déjalo ya, mater! Lo que a ti te parece importante no lo es para mí.
Aurelia apretó los labios, pero permaneció en silencio durante unos instantes; luego, mientras se ponía en pie, dijo:
– Servilia desea tener una entrevista privada contigo lo antes posible.
– ¿Para qué? -Sin duda te lo dirá cuando la veas.
– ¿Tú lo sabes?
– Yo no le hago preguntas a nadie salvo a ti, César. De ese modo no me dicen mentiras.
– Entonces, ¿a mí me exoneras de mentir?
– Naturalmente.
César había empezado a levantarse, pero se hundió de nuevo en la silla y sacó otra pluma del bote al tiempo que fruncía el entrecejo.
– Esa mujer es bastante interesante.
– Echó la cabeza hacia un lado-. Sus observaciones sobre el rumor de Bíbulo fueron asombrosamente exactas.
– Por si no lo recuerdas, hace varios años que te dije que era la mujer más astuta, políticamente hablando, de todas las que conozco. Pero lo que te expliqué no te impresionó lo suficiente como para que desearas conocerla.
– Bueno, pues ahora ya la conozco. Y estoy realmente impresionado… aunque no por su arrogancia. En realidad presumió de favorecerme a mí.
Algo en la voz de César hizo que Aurelia detuviera el avance hacia la puerta; dio media vuelta y miró fijamente a su hijo.
– Silano no es tu enemigo -le dijo con altivez.
Eso le provocó una carcajada a César, pero la risa se le apagó rápidamente.
– ¡A veces se me antoja alguna mujer que no es la esposa de un enemigo, mater! Y me parece que ésta se me antoja sólo a medias. Ciertamente, tengo que averiguar qué quiere. ¿Quién sabe? Puede que lo que quiera sea yo.
– Con Servilia es imposible saberlo. Es una mujer enigmática.
– En cierto modo me recuerda a Cinnilla.
– No te dejes engañar por los sentimientos románticos, César. No hay parecido alguno entre Servilia y tu difunta esposa.
– Se le empañaron los ojos-. Cinnilla era la muchacha más dulce que he conocido en mi vida. A los treinta y seis años, Servilia no es ninguna niña, y está muy lejos de ser dulce. En realidad, yo diría que es tan dura y fría como una losa de mármol.
– ¿No te cae bien?
– Me cae muy bien. Pero como lo que es.
– Esta vez Aurelia llegó a la puerta sin girarse-. La cena estará lista en seguida. ¿Vas a comer aquí?
El rostro de César se suavizó.
– Cómo voy a darle una desilusión a Julia yendo a ninguna parte hoy? -Se puso a pensar en otra cosa y añadió-: Un muchacho raro, ese Bruto. Como aceite en la superficie, pero sospecho que en algún lugar en su interior hay una clase de hierro muy especial. Julia se comportó como si él fuera de su propiedad. Nunca habría imaginado que le atrajera ese muchacho.
– Dudo que sea así. Pero son buenos amigos.
– Esta vez fue la cara de ella la que se suavizó-. Tu hija es extraordinariamente buena. En eso se parece a su madre. No hay nadie más de quien pueda haber heredado esa característica.
Como a Servilia le resultaba imposible caminar despacio, volvió a casa a su acostumbrado paso vivo, con Bruto a su lado esforzándose por mantener el paso, aunque sin proferir ninguna queja; ya había pasado la hora de más calor, y él estaba de nuevo inmerso en el desventurado Tucídides. Julia quedaba olvidada de momento. Y también tío Catón.
Normalmente Servilia le habría dirigido la palabra a su hijo de vez en cuando, pero aquel día, para el caso que le hizo, tanto habría dado que no estuviera con ella. La mente de Servilia estaba ocupada en Cayo Julio César. Parecía que mil gusanos le hubiesen hormigueado por la boca en el momento en que lo había visto, dejándola atónita, impresionada, incapaz de moverse. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto antes? La pequeñez del círculo en que se movían debía haber garantizado que se encontrasen en alguna ocasión. ¡Pero jamás le había puesto los ojos encima! Oh, oír hablar de él… ¿qué mujer romana noble no había oído hablar de él? En la mayoría de los casos, cuando oían la descripción de César, salían corriendo en busca de cualquier estratagema que pudiera hacer que se lo presentasen, pero Servilia no era de esa clase de mujeres. Sencillamente, lo había desechado como a otro Memmio o a otro Catilina, como a alguien que fulminaba a las mujeres con una sonrisa y sacaba provecho de ello. Una mirada a César le habría bastado para saber que aquel hombre en modo alguno era como Memmio o como Catilina. Oh, él fulminaba con la sonrisa y se aprovechaba de ello -¡no cabía la menor duda al respecto!-, pero en él había mucho más. Remoto, distante, inalcanzable. Ahora comprendía mejor por qué a las mujeres a las que concedía una breve relación después se consumían, lloraban y se desesperaban. Les daba algo que para él no tenía valor, pero nunca se entregaba él mismo.
Como poseía la cualidad de la objetividad, Servilia pasó luego a analizar la reacción que había tenido ante él. ¿Por qué él precisamente, por qué durante treinta y seis años ningún hombre había significado para ella más que seguridad, condición social? Desde luego, tenía predilección por los hombres rubios. A Bruto no lo había elegido ella; la primera vez que lo vio fue el día de la boda. El hecho de que fuera un hombre muy moreno había causado una desilusión tan grande para ella como resultó ser luego el resto de su persona. Silano, un hombre rubio y sorprendentemente guapo, sí había sido elección de ella. Elección que seguía satisfaciéndola a nivel visual, aunque en todos los demás aspectos también se había llevado una triste desilusión. No era un hombre fuerte y sano, ni de intelecto, ni tenía agallas. ¡No era raro que no hubiera podido engendrar ningún hijo varón en ella! Servilia creía de todo corazón que el sexo de su prole dependía enteramente de ella, y la primera noche que pasó en brazos de Silano la había llevado a tomar la resolución de que Bruto continuaría siendo su único hijo varón. De ese modo lo que ya era una fortuna muy considerable se vería aumentada por la también muy considerable fortuna de Silano.
¡Lástima que estuviera fuera de su influencia asegurar una tercera y mucho mayor fortuna para Bruto! Servilia se olvidó de César porque su hijo se había metido por medio y empezó a recrearse en aquellos quince mil talentos de oro que su abuelo Cepión el Cónsul había logrado robar de un convoy en la Galia narbonesa hacía unos treinta y siete años. Más oro del que poseía el Tesoro Romano había pasado a poder de Servilio Cepión, aunque hacía mucho tiempo que había dejado de ser oro en lingotes. En cambio había sido convenido en propiedades de todas clases: ciudades industriales en la Galia Cisalpina, vastos campos de trigo en Sicilia y en la provincia de África, edificios de apartamentos de un extremo a otro de la península Itálica y asociaciones comanditarias en empresas arriesgadas de negocios que el rango senatorial prohibía. Cuando murió Cepión el Cónsul todo pasó al padre de Servilia, y cuando éste murió en la guerra italiana pasó al hermano de ella, el tercero que llevó el nombre de Quinto Servilio Cepión en vida de ella. ¡Oh, sí, todo había pasado a su hermano Cepión! Su tío Druso había hecho todo lo necesario para asegurarse de que él heredase, aunque el tío Druso sabía toda la verdad. ¿Y cuál era la verdad? Que el hermano de Servilia, Cepión, era sólo su hermanastro: en realidad era el primer hijo que su madre le había dado a aquel advenedizo, Catón Saloniano, aunque todavía estaba casada con el padre de Servilia. El cual se encontró con un cuco en el nido de Servilio Cepión, un cuco de largo cuello, alto, pelirrojo y con una nariz que proclamaba a los cuatro vientos por toda Roma de quién era hijo. Ahora que Cepión era un hombre de treinta años, sus verdaderos orígenes eran ya conocidos por todos los personajes ilustres de Roma. ¡Qué risa! ¡Y qué justicia! El Oro de Tolosa había pasado finalmente a un cuco que había en el nido de Servilio Cepión.