Выбрать главу

– ¿Lo hizo? ¿Quién? -preguntó Clodio, cada vez más perplejo.

– ¡Oh, es verdad! Tú te encontrabas en el Este cuando eso ocurrió, y estabas demasiado ocupado para prestar atención a lo que ocurría en Roma -le dijo Apio Claudio al tiempo que esbozaba una amplia y fatua sonrisa-. Ocurrió hace dos años.

– De manera que Fulvia lo hereda todo…

– repitió lentamente Claudio.

– Fulvia lo hereda todo. Y tú, queridísimo hermanito, vas a heredar a Fulvia.

Pero, ¿iba él a heredar a Fulvia? A la mañana siguiente, después de peinarse el cabello y de vestirse con esmerado cuidado de modo que los pliegues de la toga quedasen colgando correctamente, Publio Clodio se puso en camino hacia la casa de Sempronia y de su marido, que era el último miembro de aquel clan de Fulvios que había apoyado con tanto ardor a Cayo Sempronio Graco. No era, descubrió Clodio mientras un mayordomo entrado en años lo conducía al atrio, una casa especialmente bonita, ni grande, ni cara, ni se encontraba en la mejor parte de las Carinae. El templo de Telo -una destartalada construcción que se estaba convirtiendo en ruinas por falta de cuidados- la privaba de la vista más allá del Palus Ceroliae, hacia el monte Aventino, y las ínsulas del Esquilmo se alzaban a menos de dos calles de distancia.

El mayordomo le había informado de que Marco Fulvio Bambalión se encontraba indispuesto; lo recibiría la señora Sempronia. Buen conocedor del adagio de que todas las mujeres se parecen a sus madres, Clodio sintió que se le hundía el corazón cuando vio por primera vez a la ilustre y elusiva Sempronia. Una Cornelia típica, rolliza y sencilla. Nacida no mucho antes de que Cayo Sempronío Graco se quitara la vida, era la única hija superviviente de toda aquella desafortunada familia; había sido entregada como deuda de honor al único hijo superviviente de los aliados Fulvios de Cayo Graco, porque ellos lo habían perdido todo como consecuencia de aquella inútil revolución. Se habían casado durante el cuarto de los consulados de Cayo Mario, y mientras Fulvio -que había preferido adoptar un nuevo cognomen, Bambalión- se esforzaba por hacer una nueva fortuna, su mujer se dedicó a volverse invisible. Lo hizo tan bien que ni siquiera la diosa de los nacimientos, Juno Lucina, había sido capaz de encontrarla, pues era estéril. Luego, a la edad de treinta y nueve años, asistió a las fiestas lupercales y tuvo la suerte de ser golpeada por un pedazo de piel de cabra desollada mientras uno de los sacerdotes danzaba y corría desnudo por la ciudad. Esta cura para la infertilidad nunca fallaba, y tampoco falló en el caso de Sempronia. Nueve meses después dio a luz a su única hija, Fulvia.

– Bien venido seas, Publio Clodio -le dijo al tiempo que le señalaba una silla.

– Señora Sempronia, es un gran honor -dijo Clodio haciendo gala de sus mejores modales.

– Supongo que Apio Claudio te ha informado ya -le indicó ella mientras lo estudiaba con la mirada, pero con un rostro exento de cualquier impresión.

– Sí.

– ¿Y te interesa casarte con mi hija?

– Es más de lo que nunca hubiera esperado.

– ¿El dinero o la alianza?

– Ambas cosas -dijo Clodio, pues comprendió que el disimulo era inútil; Sempronia sabía mejor que nadie que él nunca había tenido ocasión de ver a su hija.

Sempronia asintió sin ofenderse.

– No es precisamente el matrimonio que yo habría elegido para ella, y Marco Fulvio tampoco está rebosante de gozo.

– Dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros-. Sin embargo, no en vano Fulvia es nieta de Cayo Graco. En mí nunca moraron partes del espíritu y del fuego de los Gracos. Mi marido tampoco heredó el espíritu y el fuego de los Fulvios. Lo cual debió de enojar a los dioses. Fulvia se llevó una parte de nosotros dos. No sé por qué se ha encaprichado contigo, Publio Clodio, pero así es, y hace ya de ello ocho años. Entonces empezó su determinación de casarse contigo y con nadie más, y nunca ha disminuido. Ni Marco Fulvio ni yo podemos con ella, es demasiado fuerte para nosotros. Si la quieres, tuya es.

– ¡Claro que me querrá! -dijo una voz joven desde la puerta abierta que daba al jardín peristilo.

Y entró Fulvia; no andaba, sino que corría. Así era su carácter, una precipitación loca hacia lo que deseaba, sin tomarse tiempo para meditar.

Clodio observó, sorprendido, que Sempronia se levantaba inmediatamente y se marchaba. ¿Sin carabina? ¿Hasta qué punto era decidida Fulvia?

Clodio se había quedado sin habla; estaba demasiado ocupado mirando. ¡Fulvia era bella! Tenía los ojos de color azul oscuro, el pelo castaño claro extrañamente veteado, la boca bien formada, la nariz aguileña, perfecta, casi la misma estatura que él y una figura completamente voluptuosa. Diferente, poco común, como ninguna de las Familias Famosas de Roma. ¿De dónde procedía? El conocía la historia de Sempronia en las lupercales, desde luego, y ahora creía que Fulvia era una aparición.

– Bueno, ¿qué tienes que decir? -le preguntó exigente aquella extraordinaria criatura mientras se sentaba en el mismo lugar donde antes había estado su madre.

– Sólo que me has dejado sin aliento.

A ella le gustó aquello, y sonrió enseñando unos hermosos dientes, grandes, blancos y feroces.

– Eso está bien.

– ¿Por qué yo, Fulvia? -le preguntó Clodio, ahora con la mente fija en la principal dificultad, la circuncisión.

– Tú no eres una persona ortodoxa -repuso ella-y yo tampoco. Tú sientes. Yo también. A ti te importan las cosas como le importaban a mi abuelo, Cayo Graco. ¡Y yo venero a mis antepasados! Y cuando te vi ante el tribunal luchando contra dificultades insalvables, mientras Pupio Pisón, Cicerón y los demás se burlaban de ti, sentí deseos de matar a todos los que querían hacerte picadillo. Confieso que yo sólo tenía diez años, pero comprendí que había encontrado a mi propio Cayo Graco.

Clodio nunca se había considerado a sí mismo a la altura de ninguno de los dos hermanos Gracos, pero ahora Fulvia había plantado una semilla intrigante. ¿Y si él se embarcara en esa clase de carrera, un demagogo aristócrata en defensa de las reivindicaciones de los no privilegiados? ¿No se enlazaba eso de un modo precioso con lo que había venido haciendo hasta la fecha? ¡Y qué fácil sería para él, que poseía un talento para llevarse bien con los humildes que ninguno de los dos Gracos había poseído!

– Por ti lo intentaré -dijo Clodio; y le dirigió una sonrisa deliciosa.

A Fulvia se le cortó la respiración y jadeó de forma audible. Pero lo que dijo fue extraño:

– Soy una persona muy celosa, Publio Clodio, y eso no me convertirá en una esposa de trato fácil. Si tan sólo te atreves a mirar a otra mujer, te sacaré los ojos.

– No podría mirar a otra mujer -dijo él sobriamente, cambiando de la comedia a la tragedia con más rapidez que un actor para cambiarse de máscara-. En realidad, Fulvia, es posible que cuando conozcas mi secreto seas tú la que no quieras mirarme a mí.

Aquello no la consternó lo más mínimo; en cambio pareció quedar fascinada; se inclinó hacia adelante.

– ¿Tu secreto? -Mi secreto. Y es un secreto. No te pediré que me jures guardarlo porque sólo hay dos clases de mujeres. Las que lo jurarían pero luego lo contarían alegremente, y las que guardarían un secreto sin jurarlo. ¿Tú de qué clase eres, Fulvia?

– Depende -dijo ésta esbozando una ligera sonrisa-. Creo que pertenezco a las dos clases. Así que no juraré nada. Pero soy leal, Publio Clodio. Si tu secreto no te empequeñece ante mis ojos, lo guardaré. Eres la pareja que yo he elegido, y yo soy leal. Moriría por ti.