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– ¡No mueras por mí, Fulvia, vive para mí! -le gritó Clodio, que se estaba enamorando con mayor rapidez con que la pelota de corcho de un niño cae por una catarata.

– ¡Dímelo! -le pidió ella pronunciando las palabras con furia.

– Mientras estaba en Siria con mi cuñado Rex -empezó a decir Clodio-, me raptó un grupo de árabes esquenitas. ¿Sabes qué son?

– No.

– Son una raza procedente del desierto de Asia, y habían usurpado muchos de los puestos y las propiedades que los griegos de Siria poseían antes de que Tigranes transportase a los griegos hasta Armenia. Cuando Tigranes cayó, los griegos regresaron y se encontraron con que ya no tenían nada. Los árabes esquenitas lo controlaban todo. Y a mí me pareció que aquello era terrible, así que me puse a trabajar para que los griegos fueran restituidos en su lugar y los árabes esquenitas regresaran al desierto.

– Naturalmente -dijo Fulvia haciendo un gesto de asentimiento-. Eso forma parte de tu naturaleza, la lucha en favor de los desposeídos.

– Pero mi recompensa fue que aquella gente del desierto me raptó y me sometió a algo que ningún romano puede tolerar; a algo tan desgraciado y ridículo que si llegase a saberse, yo nunca podría volver a vivir en Roma -dijo amargamente Clodio.

Toda clase de cosas se sucedieron rápidamente por aquella intensa mirada azul oscuro mientras Fulvia pasaba revista a las alternativas.

– ¿Y qué te hicieron? -preguntó ella finalmente, perpleja por completo-. No se trataría de violación, sodomía ni brutalidad. Esas cosas se comprenderían y se perdonarían.

– ¿Qué sabes tú de sodomía y brutalidad?

Fulvia adoptó un aire presumido.

– Yo lo sé todo, Publio Clodio.

– Bien, pues no fue nada de eso. Me circuncidaron.

– ¿Qué has dicho que te hicieron?

– Veo que, a fin de cuentas, no lo sabes todo.

– Esa palabra, por lo menos, no. ¿Qué significa?

– Me cortaron el prepucio.

– ¿El qué? -volvió a preguntar ella desvelando nuevas capas de ignorancia.

Clodio suspiró.

– Sería mejor para las vírgenes romanas que las pinturas de las paredes no se concentrasen en Príapo -dijo-. Los hombres no están en erección todo el tiempo.

– ¡Eso ya lo sé!

– Pero lo que parece que no sabes es que cuando los hombres no están en erección, el bulbo que hay al final del pene se halla cubierto por una membrana que se llama prepucio -le explicó Clodio, cuya frente se estaba perlando de sudor-. Algunos pueblos tienen la costumbre de cortarlo, dejando así al descubierto de forma permanente el bulbo del final del pene. Eso se llama circuncisión. Los judíos y los egipcios lo hacen, y, por lo visto, los árabes también. Y eso es lo que me hicieron. ¡Me marcaron como a un marginado, como a un no romano!

El rostro de Fulvia parecía un cielo hirviendo, cambiando, dando vueltas.

– ¡Oh, mi pobre Clodio! -dijo casi a gritos. Sacó la lengua y se humedeció los labios-. ¡Déjame verlo! -le pidió.

Sólo la idea de hacerlo le produjo a Clodio espasmos y agitaciones; se percató entonces de que la circuncisión no produce impotencia, destino al que una permanente languidez desde que estaba en Antioquía parecía haberlo destinado. También descubrió que en ciertos aspectos era un mojigato.

– ¡No, decididamente no puedes verlo! -dijo bruscamente.

Pero Fulvia se había arrodillado delante de la silla de él y tenía las manos muy ocupadas en apartarle los pliegues de la toga y en empujar la túnica. Levantó la mirada hacia Clodio con una mezcla de malicia, deleite y desilusión; luego indicó con un gesto de la mano una lámpara de bronce que representaba un enorme, imposible Príapo, con la mecha abultada por la erección.

– Te pareces a ése -dijo Fulvia con una risita-. ¡Quiero vértelo para abajo, no levantado!

Clodio se levantó de la silla de un salto y se arregló la ropa, con los ojos, llenos de pánico, fijos en la puerta por si Sempronia volvía. Pero no regresó, ni al parecer hubo nadie que presenciara cómo la hija de la casa inspeccionaba lo que había de convertirse en sus bienes.

– Para vérmelo en su estado de reposo, tendrás que casarte conmigo -le dijo Clodio.

– ¡Oh, mi querido Publio Clodio, pues claro que me casaré contigo! -le gritó ella al tiempo que se ponía en pie-. Tu secreto está a salvo conmigo. Si realmente es algo tan deshonroso, nunca podrás mirar a otra mujer, ¿verdad?

– Soy todo tuyo -le dijo Publio Clodio recurriendo en seguida a las lágrimas-. ¡Te adoro, Fulvia! ¡Venero el suelo que pisas! Clodio y Fulvia se casaron a finales de quintilis, después de las últimas elecciones. Estas habían estado repletas de sorpresas, empezando por la solicitud de Catilina de presentarse in absentia como candidato para el consulado del siguiente año. Pero aunque se retrasó el regreso de Catilina de su provincia, otros hombres procedentes de África habían hecho asunto suyo estar en Roma antes de las elecciones. Parecía evidente que el cargo de Catilina como gobernador de África se distinguía sólo por la corrupción, y los recaudadores africanos -de impuestos y de otras cosas- que habían acudido a Roma no guardaban en secreto sus intenciones de hacer que juzgaran a Catilina en el momento en que llegase a casa bajo la acusación de extorsión. Así que el cónsul supervisor de las elecciones curules, Volcacio Tulo, había decidido prudentemente rechazar la candidatura in absentia de Catilina, basándose para ello en que éste estaba bajo la sombra de un procesamiento.

Luego estalló un escándalo peor. A los candidatos triunfantes para los consulados del año siguiente, Publio Sila y su querido amigo Publio Autronio, se les halló culpables de soborno masivo. La lex Calpurnia de Cayo Pisón podía ser un barco que hacía agua en lo referente a sobornos, pero las pruebas contra Publio Sila y Autronio eran tan contundentes que ni siquiera aquella legislación tan poco correcta podía salvarlos. De ahí que la pareja estuviera muy bien dispuesta a declararse culpables y ofreciera llegar a un trato con los cónsules existentes y con los nuevos cónsules electos, Lucio Cotta y Lucio Manlio Torcuato. El resultado de esta astuta jugada fue que se retiraron los cargos a cambio del pago de fuertes multas y de que los dos hombres jurasen que ninguno de ellos se presentaría nunca más como candidato a un cargo público; el que se salieran con la suya fue posible gracias a la ley de sobornos de Cayo Pisón, que contemplaba soluciones como aquélla. Lucio Cotta, que quería que los llevaran a juicio, se puso lívido cuando sus tres colegas votaron que aquellos sinvergüenzas pudieran conservar tanto la soberanía como la residencia, así como también la mayor parte de sus muy inmensas fortunas.

Todo lo cual, en realidad, no le concernía a Clodio, cuyo objetivo era, igual que ocho años antes, Catilina. Con la mente convertida en un revoltijo de sueños de venganza, Clodio se impuso sobre los demandantes africanos para ejercer de fiscal en el procesamiento de Catilina. ¡Maravilloso, maravilloso! ¡El justo castigo de Catilina estaba al alcance de su mano justo cuando él, Clodio, acababa de casarse con la muchacha más excitante del mundo! Todas las recompensas le llegaban juntas, y encima Fulvia resultó ser una ardiente partidaria y ayudante, en absoluto la modosa mujercita que se queda en casa que otros hombres que no fueran Clodio quizás hubiesen preferido.

Al principio Clodio trabajó frenéticamente para reunir pruebas y testigos, pero el caso de Catilina era uno de esos asuntos enloquecedores donde nada sucede lo suficientemente de prisa, desde encontrar las pruebas hasta localizar a los testigos. Un viaje a Utica o Hadrumtum duraba dos meses, y la tarea requería muchos viajes a África como aquél. Clodio se ponía nervioso y se sulfuraba, pero entonces Fulvia le decía:

«Piensa un poco, querido Publio. ¿Por qué no seguir arrastrando el caso eternamente? Si no está concluido antes del próximo quintilis, entonces a Catilina no se le permitirá, durante dos años seguidos, presentarse al consulado, ¿no es cierto?»