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Clodio en seguida vio claro el objetivo de aquel consejo, y aminoró el paso hasta hacerlo semejante al de un caracol africano. Se aseguraría de que Catilina fuera hallado culpable, pero eso no ocurriría hasta al cabo de muchos meses. ¡Brillante!

Entonces tuvo tiempo para pensar en Lúculo, cuya carrera estaba terminando en un desastre. Mediante la lex Manilia, Pompeyo había heredado el mando de Lúculo contra Mitrídates y Tigranes, y había procedido a ejercer sus derechos. Lúculo y él se habían reunido en Danala, una remota fortaleza galacia, y se habían peleado tan violentamente que Pompeyo -que hasta entonces había sido reacio a aplastar a Lúculo bajo el peso de su imperium maius- emitió formalmente un decreto por el que cualquier acción de Lúculo quedaba fuera de la ley, y luego lo desterró de Asia. Pompeyo volvió a reclutar a los fimbrianos; aunque eran libres de volver por fin a casa, después de todo los fimbrianos no podían enfrentarse a una importante confusión como aquélla. El hecho de servir en las legiones de Pompeyo el Grande era algo que les sonaba bien.

Desterrado en circunstancias terriblemente humillantes, Lúculo volvió a Roma de inmediato y se sentó en el Campo de Marte para aguardar el triunfo que estaba seguro que le concedería el Senado. Pero su sobrino Cayo Memmio, tribuno de la plebe, le dijo a la Cámara que si intentaba concederle a Lúculo un triunfo, se las arreglaría para que se aprobasen en la Asamblea Plebeya las leyes oportunas para negarle a Lúculo cualquier triunfo; el Senado, dijo Memmio, no tenía derecho constitucional para conceder tales beneficios. Catulo, Hortensio y el resto de los boni lucharon contra Memmio con uñas y dientes, pero no consiguieron reunir el apoyo suficiente para contrarrestarle; la mayor parte del Senado era de la opinión de que su derecho a otorgar triunfos era más importante que Lúculo, así que, ¿por qué preocuparse por Lúculo y empujar a Memmio a sentar un precedente no deseado?

Lúculo se negó a ceder. Cada día que se reunía el Senado él hacía petición de triunfo. Su querido hermano, Varrón Lúculo, también tenía problemas con Memmio, que intentaba condenarle como culpable de desfalcos ocurridos muchos años antes. De todo lo cual podía deducirse sin temor a equivocarse que Pompeyo se había convertido en un enemigo desagradable de los Lúculos… y de los boni. Cuando Lúculo y él se habían reunido en Danala, Lúculo le había acusado de entrometerse para quedarse con todo el mérito por una campaña que en realidad había ganado él, Lúculo. Un insulto mortal para Pompeyo. En cuanto a los boni, todavía estaban obstinadamente en contra de aquellos mandos especiales para el Gran Hombre.

Cualquiera podía haber esperado que la esposa de Lúculo, Clodilla, fuera a visitar a éste a su lujosa villa en la colina Pincia, cerca del pomerium, pero no lo hizo. A los veinticinco años, ahora era toda una mujer de mundo; tenía la fortuna de Lúculo a su disposición y nadie, excepto su hermano mayor, Apio, supervisaba sus actividades. Tenía muchos amantes, por lo que su reputación no era precisamente respetable.

Dos meses después del regreso de Lúculo, Publio Clodio y Fulvia fueron a visitarla, aunque no con la intención de llevar a cabo una reconciliación. En cambio Clodio le explicó a su hermana pequeña -mientras Fulvia escuchaba con avidez- lo que él le había dicho a Lúculo en Nisibis: que Clodia, Clodilla y él habían hecho algo más que limitarse a dormir juntos. A Clodilla le pareció que aquello era una buena broma.

– ¿Quieres que él vuelva? -le preguntó Clodio.

– ¿Quién, Lúculo? -Los ojos grandes y oscuros de Clodilla se abrieron mucho y lanzaron destellos-. ¡No, no quiero que vuelva! ¡Es un viejo, ya era viejo cuando se casó conmigo hace diez años… y yo tenía que atiborrarle de mosca hispánica para conseguir que se le empinase!

– Entonces, ¿por qué no vas a verle a la colina Pincia y le dices que quieres divorciarte de él? -Clodio puso cara de bueno-. Si te apetece un poco de venganza, podrías confirmarle lo que yo le dije en Nisibis, aunque a lo mejor decide hacer público el asunto, cosa que podría resultar difícil para ti. Estoy dispuesto a aceptar la parte que me toque del ultraje, y Clodia también. Pero si tú no estás dispuesta, los dos lo comprenderemos.

– ¿Dispuesta? -chilló Clodilla-. ¡Me encantaría que difundiera la historia! Lo único que tenemos que hacer es negarlo en medio de muchas lágrimas y de protestas de inocencia. La gente no sabrá qué creer. Todo el mundo se da cuenta de cómo están las cosas ahora entre Lúculo y tú. Los que están de su parte creerán la versión de los hechos que de Lúculo. Los que estén de nuestra parte, como nuestro hermano Apio, nos creerán terriblemente injuriados. Y la mayoría no sabrá a qué carta quedarse.

– Sé tú la primera en pedir el divorcio -le recomendó Clodio- Así, aunque él también se divorcie de ti, no podrá despojarte de una buena parte de su riqueza. No tienes dote en la que apoyarte.

– Qué inteligente eres -ronroneó Clodilla.

– Siempre podrías volver a casarte -intervino Fulvia.

La morena y hechicera cara de su cuñada se contrajo y se volvió malévola.

– ¡Yo no! -gruñó-. ¡Un marido ya ha sido demasiado! ¡Muchas gracias, pero quiero manejar mi propio destino! Ha sido un gozo tener a Lúculo en el Este, y he ahorrado a escondidas para el futuro una jugosa fortuna a sus expensas. Aunque, desde luego, me resulta atractiva la idea de ser la primera en pedir el divorcio. Apio puede negociar un acuerdo que me de lo suficiente para el resto de mi vida.

Fulvia soltó una risita de júbilo.

– ¡Eso sembrará la discordia en Roma!

Y, desde luego, sembró la discordia en Roma. Aunque Clodilla se divorció de Lúculo, éste luego se divorció públicamente de ella haciendo que uno de sus clientes importantes leyera su proclamación desde la tribuna. Los motivos que tenía, dijo, no eran solamente que Clodilla hubiera cometido adulterio con muchos hombres durante su ausencia; también había mantenido relaciones incestuosas con su hermano Publio Clodio y con su hermana Clodia.

Como era natural, la mayoría de la gente quería creerlo, sobre todo porque resultaba deliciosamente espantoso, pero también porque los Claudios/Clodios Pulcher eran una pandilla de extravagantes, brillantes, impredecibles y excéntricos. ¡Lo habían sido durante generaciones! Patricios, no había más que decir.

El pobre Apio Claudio se lo tomó muy mal, pero tenía suficiente sentido común como para ponerse belicoso por ello; su mejor defensa consistió en acechar por el Foro con cara de que lo último de lo que quería hablar en el mundo era de incesto, y la gente cogía la indirecta. Rex había permanecido en el Este como uno de los legados senior de Pompeyo, pero Claudia, su esposa, adoptó la misma actitud que su hermano mayor, Apio. El mediano de los tres hermanos varones, Cayo Claudio, era bastante mediocre desde el punto de vista intelectual para ser un Claudio, y por ello no era considerado un blanco que valiera la pena por los chistosos del Foro. Por suerte el marido de Clodia, Celer, también se encontraba ausente, pues estaba destinado en el Este, como lo estaba su hermano, Nepote; ellos se habrían sentido más violentos y les habrían hecho algunas preguntas difíciles de contestar. Tal como fueron las cosas, los tres culpados iban por ahí con cara de inocentes e indignados, y se revolcaban de risa por el suelo cuando no había ningún extraño presente. ¡Qué magnífico escándalo!

No obstante, fue Cicerón quien tuvo la última palabra.

– El incesto es un juego al que puede jugar toda la familia-sentenció con aire grave ante una gran multitud de asiduos del Foro. Clodio había de lamentar aquella imprudencia suya cuando por fin llegó el juicio de Catilina, porque muchos miembros del jurado lo miraron con recelo y permitieron que sus dudas influyeran en el veredicto. Fue una dura y amarga batalla que Clodio, por su parte, libró con valentía; había seguido muy en serio el consejo de Cicerón acerca de la desnudez de sus prejuicios y su malicia, y llevó a cabo la acusación con habilidad. Que él perdiera y Catilina fuera absuelto no podía atribuirse siquiera a algún soborno, y él había aprendido lo suficiente como para no dar a entender que había habido soborno cuando triunfó el veredicto de ABSOLVO. Llegó a la conclusión de que era justo lo que había caído en suerte, en parte también debido a la calidad de la defensa, que había sido formidable.