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Pero cuando anunció su intención de conceder el derecho al voto a toda la Galia Cisalpina, su colega censor, Catulo, pareció volverse loco. ¡No, no, no! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡La ciudadanía romana era para los romanos, y los galos no eran romanos! Ya había demasiados galos que se llamaban a sí mismos romanos, como Pompeyo el Grande y sus secuaces picentinos.

– El mismo viejo argumento de siempre -dijo César con repugnancia-. La ciudadanía romana debe ser para los romanos solamente. ¿Por qué no pueden entender esos boni idiotas que todos los pueblos de Italia, estén donde estén, son romanos? ¿Que la propia Roma es en realidad Italia?

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Craso-, pero Catulo no.

El otro plan de Craso tampoco cayó en gracia.

Quería anexionar Egipto, aunque ello supusiera ir a la guerra… con él en persona a la cabeza del ejército, naturalmente. En el tema de Egipto, Craso se había convertido en una autoridad tal que resultaba enciclopédico. Y cada uno de los hechos que aprendía sólo servía para confirmar lo que siempre había sospechado: que Egipto era la nación más rica del mundo.

– ¡lmagínatelo! -le dijo a César, con el rostro, por una vez, exento de aquel aspecto bovino e impasible-. ¡El faraón lo posee todo! No existe el feudo franco en Egipto: todo se le arrienda al faraón, que cobra las rentas. ¡Todos los productos de Egipto le pertenecen por entero, desde el grano hasta el oro, pasando por las joyas, las especias y el marfil! Sólo el lino está excluido. Este pertenece a los sacerdotes nativos egipcios, pero aun así el faraón se lleva un tercio. Sus ingresos privados son por lo menos de seis mil talentos al año, y los ingresos procedentes del país otros seis mil talentos. Más los extras procedentes de Chipre.

– He oído decir que los Ptolomeos se han comportado de un modo tan inepto que se han gastado hasta el último dracma que poseía Egipto -apuntó César, sin ningún otro motivo más que acosar al toro Craso.

Y el toro Craso, desde luego, resopló, pero con desprecio más que con enojo.

– ¡Tonterías! ¡Eso sólo son tonterías! Ni el más inepto de los Ptolomeos podría gastarse ni una décima parte de lo que recauda. Los ingresos que reciben procedentes del país sirven para mantener el país; pagan al ejército de burócratas, a los soldados, a los marineros, a la policía, a los sacerdotes, incluso pagan los palacios. No han estado en guerra durante años excepto entre ellos, y en esos casos el dinero siempre es para el vencedor, no sale de Egipto. Los ingresos privados los guarda, y ni siquiera se molesta en convertir los tesoros -el oro, la plata, los rubíes, el marfil, los zafiros, las turquesas y el lapislázuli- en dinero en metálico, se los guarda todos también. Excepto lo que les da a los artesanos y a los artífices para que lo conviertan en muebles o en joyas.

– ¿Y qué me dices del robo del sarcófago dorado de Alejandro el Grande? -preguntó César con provocación-. El primer Ptolomeo, llamado Alejandro, se había arruinado hasta tal punto que lo cogió, lo fundió, lo convirtió en monedas de oro y lo sustituyó por el actual sarcófago de cristal de roca.

– ¡Que te crees tú eso! -dijo Craso con desprecio-. ¡Hay que ver, vaya cuentos! Ptolomeo estuvo en Alejandría unos cinco días en total antes de huir. ¿Y quieres decir que en el espacio de cinco días se llevó un objeto de oro macizo que pesaba por lo menos cuatro mil talentos, lo cortó en pedazos lo suficientemente pequeños para que cupieran en el horno de un orfebre, derritió todos esos pedacitos en tantos hornos como hicieran falta y luego acuñó aquello en lo que habría ascendido a muchos millones de monedas? ¡No hubiera podido hacerlo ni en un año! Y no sólo eso. Pero, ¿dónde está tu sentido común, César? Un sarcófago de cristal de roca del tamaño suficiente para contener un cuerpo humano (¡Sí, sí, soy consciente de que Alejandro el Grande era un tipo muy pequeño!) costaría doce veces lo que costaría un sarcófago de oro macizo. Y llevaría años darle forma una vez que se hubiera encontrado un pedazo de cristal lo suficientemente grande. La lógica dice que alguien encontró ese pedazo lo bastante grande, y por pura coincidencia la sustitución se llevó a cabo mientras Ptolomeo Alejandro se encontraba allí. Los sacerdotes del Sema querían que la gente viera realmente a Alejandro el Grande.

– ¡Bueno! -dijo César.

– No, no, lo conservaron perfectamente. Creo que en la actualidad está tan hermoso como lo fue en vida -dijo Craso completamente arrebatado.

– Dejando a un lado el discutible tema de hasta qué punto está bien conservado Alejandro el Grande, Marco, cuando el río suena agua lleva. Uno está oyendo continuamente cuentos a lo largo de los siglos sobre un Ptolomeo u otro que tiene que salir huyendo sin camisa, sin un par de sestercios que llevarse en el bolsillo. No puede haber en modo alguno tanto dinero y tantos tesoros como tú dices que hay.

– Ajá! -dijo triunfalmente Craso-. Los cuentos se basan en una premisa falsa, César. Lo que la gente no alcanza a comprender es que los tesoros ptolomeicos y la riqueza del país no se guardan en Alejandría. Alejandría es un injerto artificial en el auténtico árbol egipcio. Los sacerdotes de Menfis son los guardianes del tesoro egipcio, que está localizado allí. Y cuando un Ptolomeo -o una Cleopatra- necesita salir huyendo, no se dirigen delta abajo hacia Menfis, se hacen a la mar en el puerto Ciboto de Alejandría y se dirigen a Chipre, a Siria o a Cos. Por eso no pueden poner la mano encima más que a los fondos que haya en Alejandría.

César adoptó una expresión tremendamente solemne, suspiró, se recostó en la silla y puso las manos detrás de la cabeza.

– Mi querido Craso, me has convencido -dijo.

Sólo entonces Craso se calmó lo suficiente para captar el brillo irónico que había en los ojos de César y prorrumpió en carcajadas.

– ¡Malvado! ¡Me has estado tomando el pelo!

– Estoy de acuerdo contigo en lo que se refiere a Egipto en todos los aspectos -dijo César-. El único problema es que tú nunca lograrás convencer a Catulo para que se embarque en esa aventura. Y él tampoco convenció a Catulo, mientras que Catulo sí que convenció al Senado de lo contrario. El resultado fue que al cabo de tres meses en el cargo y mucho antes de que pudieran revisar la lista de la ordo equester, y no digamos ya hacer un censo de la población, el consulado de Catulo y Craso llegó a su fin. Craso dimitió públicamente, y tenía muchas cosas que decir de Catulo, ninguna de ellas halagadora. En realidad, aquél había sido un plazo tan breve que el Senado decidió hacer que se eligieran nuevos censores el año siguiente.

César se portó como debía portarse un buen amigo y habló en la Cámara en favor de las dos propuestas de Craso: la concesión del derecho al voto a los galos del otro lado del Po y la anexión de Egipto. Pero su principal interés aquel año estaba en otra parte: había sido elegido como uno de los dos ediles curules, lo cual significaba que ahora le estaba permitido sentarse en la silla curul de marfil, y andaba por todas partes precedido de dos lictores que portaban las fasces. Ello había ocurrido «en su año», señal de que estaba tan arriba en el cursus honorum de las magistraturas públicas como le correspondía estar. Desgraciadamente su colega -que obtuvo muchos menos votos- era Marco Calpurnio Bíbulo.

Tenían ideas muy diferentes sobre en qué consistía el cargo de edil curul, y eso en todos los aspectos del trabajo. Junto con los dos ediles plebeyos, eran los responsables del mantenimiento general de la ciudad de Roma: el cuidado de las calles, plazas, jardines, mercados y tráfico, de los edificios públicos, de la ley y el orden, del abastecimiento de agua, incluidas las fuentes y los estanques, de los registros públicos de terrenos, de las ordenanzas de los edificios, del alcantarillado y las cloacas, de las estatuas que se hallaban en lugares públicos, y de los templos. Las obligaciones se llevaban a la práctica por los cuatro juntos, o bien se asignaban amigablemente a uno o a más de ellos.