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Los pesos y medidas cayeron en el lote de los ediles curules, que tenían su sede en el templo de Cástor y Pólux, de localización muy céntrica en la franja vestal del Foro inferior; el juego de pesos y medidas estándar se guardaba bajo el podio de dicho templo, al que todos se referían siempre como «el de Cástor», y a Pólux se le dejaba completamente de lado. Los ediles plebeyos tenían su sede mucho más lejos, en el bello templo de Ceres, al pie del monte Aventino, y quizás debido a eso parecían prestar menos atención a los deberes referentes al cuidado del centro público y político de Roma.

Un deber que compartían los cuatro era el más oneroso de todos: el abastecimiento de grano en todos sus aspectos, desde el momento en que se descargaba de las barcazas hasta que desaparecía en el saco de un ciudadano autorizado para llevárselo a su casa. También eran responsables de la compra del grano, de pagarlo, de llevar la cuenta a su llegada y de recaudar el dinero necesario para ello. Llevaban el control de los ciudadanos autorizados a comprar el grano estatal a bajo precio, lo cual significaba que tenían una copia del censo de ciudadanos romanos. Emitían los vales desde su puesto en el pórtico de Metelo, en el Campo de Marte, pero el grano de por sí se almacenaba en enormes silos alineados en los precipicios del Aventino, a lo largo del Vicus de la puerta Trigémina del puerto de Roma.

Los dos ediles plebeyos de aquel año no suponían competencia alguna para los ediles curules, y de los dos, era el hermano más joven de Cicerón, Quinto, el edil senior.

– Lo cual significa que no hay que esperar de ellos juegos distinguidos -le dijo César a Bíbulo dejando escapar un suspiro-. Parece que tampoco van a hacer mucho por la ciudad.

Bíbulo miró a su colega con agrio desagrado.

– Tú puedes desengañarte a ti mismo también sobre las grandes pretensiones de los ediles curules, César. Estoy dispuesto a contribuir para que se celebren juegos buenos, pero no grandes juegos. No pienso gastarme más en eso de lo que te gastes tú. Y tampoco tengo intención de emprender ningún estudio de las cloacas, ni de hacer que se inspeccionen los conductos en todas las ramificaciones del abastecimiento de agua, ni pienso darle una nueva capa de pintura al templo de Cástor, ni pasarme la vida recorriendo a toda prisa los mercados para comprobar cada balanza.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -le preguntó César levantando el labio superior.

– Pienso hacer lo que sea necesario, y nada más.

– ¿Y no crees que comprobar las balanzas sea necesario?

– No.

– Bien -dijo César al tiempo que esbozaba una desagradable sonrisa-, a mí me parece muy apropiado que estemos situados en el templo de Cástor. Si tú quieres ser Pólux, adelante. Pero no te olvides del destino que tuvo éclass="underline" no se le ha recordado y nunca se ha hablado de él.

Aquello no fue un buen comienzo. Sin embargo, César, siempre demasiado ocupado y demasiado bien organizado para molestarse en preocuparse por aquellos que afirmaban no estar dispuestos a cooperar, comenzó a ocuparse de sus deberes como si fuera el único edil de Roma. Tenía la ventaja de poseer una excelente red de gente que le informaba de las transgresiones, porque reclutó como informadores a Lucio Decumio y a sus hermanos del colegio de encrucijada, y cargó contra los mercaderes que engañaban en el peso o se quedaban cortos al medir, contra los constructores que infringían las lindes o empleaban materiales de mala calidad, contra los caseros que habían estafado a las compañías de agua al insertar tuberías de conducción de calibre mayor al que la ley permitía desde los conductos principales hasta sus propiedades. Multaba sin piedad, y lo hacía sustanciosamente. Nadie escapó de él, ni siquiera su amigo Marco Craso.

– Estás empezando a fastidiarme -le dijo Craso de mal humor a principios de febrero-. ¡Hasta ahora me has costado una fortuna! ¡Demasiado poco cemento en la mezcla de algunos edificios… y eso no invade terreno público, digas tú lo que digas! ¿Cincuenta mil sestercios de multa sólo porque instalé desagües hasta las alcantarillas y puse letrinas privadas en mis pisos nuevos de las Carinae? ¡Eso son dos talentos, César!

– Tú viola la ley y yo te cogeré por ello -le contestó César sin la más mínima contrición-. Necesito hasta el último sestercio que pueda meter en el cofre de las multas, y no pienso hacer excepciones con mis amigos.

– Si continúas así, no te quedarán amigos.

– Con eso me estás diciendo, Marco, que sólo eres amigo para lo bueno -dijo César de forma un poco injusta.

– ¡No, no es así! ¡Pero si lo que pretendes es conseguir dinero para financiar unos juegos espectaculares, pídelo prestado, no esperes que todos los negociantes de Roma paguen la factura de tus excentricidades públicas! -le gritó Craso irritado-. Yo te prestaré el dinero y no te cobraré intereses.

– Gracias, pero no -repuso César con firmeza-. Si hiciera eso, sería yo el que se convertiría en un amigo sólo para lo bueno. Si tengo que pedir dinero prestado, actuaré como es debido: acudiré a un prestamista y se lo pediré.

– No puedes, formas parte del Senado.

– Puedo hacerlo, forme o no parte del Senado. Si me expulsan del Senado por pedir dinero prestado a usureros, Craso, de la noche a la mañana les sucederá otro tanto a cincuenta de sus miembros -dijo César. Los ojos le brillaban-. Pero hay algo que puedes hacer por mí.

– ¿Qué?

– Ponme en contacto con algún mercader de perlas discreto que esté dispuesto a conseguir las perlas más hermosas que haya visto nunca por mucho menos de lo que sacará vendiéndolas.

– ¡Oh, oh! ¡No recuerdo que declarases ninguna perla cuando contabilizaste el botín de los piratas!

– No lo hice, y tampoco declaré los quinientos talentos que me quedé. Lo que quiere decir que pongo mi destino en tus manos, Marco. Lo único que tienes que hacer es llevar mi nombre a los tribunales y estoy acabado.

– Yo nunca haré eso, César… si dejas de ponerme multas -dijo hábilmente Craso.

– Entonces será mejor que vayas al praetor urbanus en este mismo momento y le des mi nombre -dijo César riéndose-. ¡Porque de ese modo no vas a comprarme!

– Sólo eso te quedaste, quinientos talentos y unas perlas?

– Eso es todo.

– ¡No te comprendo!

– Eso es cierto, nadie me comprende -dijo César mientras se disponía a marcharse-. Pero tú búscame a ese mercader de perlas, sé un buen muchacho. Lo haría yo mismo… si supiera por dónde empezar. Puedes quedarte con una perla, como comisión.

– ¡Oh, guárdate tus perlas! -le indicó Craso en un tono de disgusto.

César sí se guardó una perla, una que tenía la forma de una enorme fresa y el mismo color de las fresas, aunque por qué lo hizo no lo sabía bien, pues lo más probable habría sido que por ella hubiera obtenido el doble de los quinientos talentos que le dieron por todas las demás. Sólo lo hizo por instinto, y decidió quedársela cuando el ávido comprador ya la había visto.

– Podría conseguir por ella al menos seis o siete millones de sestercios -le dijo el hombre con tristeza.

– No -dijo César mientras tiraba la perla arriba y abajo con la mano-, creo que me la voy a quedar. La fortuna me dice que me conviene.

Aun siendo como era un gastador manirroto, César también era capaz de hacer cuentas, y cuando a finales de febrero las hubo hecho, se le hundió el corazón. El cofre de edil probablemente daría un total de quinientos talentos; Bíbulo había indicado que contribuiría con cien talentos para los primeros juegos, los ludí megalenses de abril, y doscientos talentos para los juegos importantes, los ludí romani de setiembre; y César tenía cerca de mil talentos de su propio dinero, cosa que representaba todo lo que poseía en el mundo aparte de sus preciosas tierras, de las cuales no estaba dispuesto a desprenderse. Eso era lo que le mantenía en el Senado.