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La multitud se fue a sus casas extasiada después de aquel espectáculo de tres horas. César se quedó allí, rodeado de patricios encantados, y aceptó los obsequiosos cumplidos que le dedicaron tanto por el buen gusto que había demostrado como por su imaginación. Bíbulo captó la indirecta y se marchó, muy ofendido porque nadie le había hecho caso.

Nada menos que diez teatros de madera habían sido levantados desde el Campo de Marte hasta la puerta de Capena, el mayor de los cuales tenía capacidad para diez mil personas y el más pequeño para quinientas. Y en lugar de contentarse con que parecieran lo que realmente eran, provisionales, César había insistido en que se pintaran, se decoraran y se dorasen. Farsas y mimos se pusieron en escena en los teatros mayores, Terencio, Plauto y Ennio en los medianos, y Sófocles y Esquilo en el auditorio más pequeño, que tenía un aspecto muy griego; se tuvieron en cuenta todos y cada uno de los gustos teatrales. Desde primera hora de la mañana hasta casi el crepúsculo, los diez teatros dieron representaciones durante los cuatro días, todo un festín. Y fue literalmente un festín, pues César sirvió refrigerios gratis en los entreactos.

El último día la procesión se reunió en el Capitolio y dirigió sus pasos a través del Foro Romano y la vía Triunfal hasta el Circo Máximo; desfilaron estatuas doradas de algunos dioses, como Marte y Apolo… y Cástor y Pólux. Como fue César quien había pagado para que las dorasen, a nadie le extrañó que Pólux fuera de un tamaño mucho menor que su gemelo Cástor. ¡Qué risa!

Aunque se suponía que los juegos eran financiados con dinero público y lo que todos los espectadores preferían eran las carreras de carros, el hecho era que nunca había dinero del Estado para los entretenimientos propiamente dichos. Ello no había detenido a César, quien organizó más carreras de carros el último día de los ludi megalenses de lo que Roma había visto nunca. Era su deber como edil curul senior dar la salida a las carreras, en cada una de las cuales intervenían cuatro carros: uno rojo, otro azul, otro verde y otro blanco. La primera era de cuadrigas, carros tirados por cuatro caballos, pero otras carreras eran de carros tirados por dos caballos, o de dos o tres caballos dispuestos uno detrás de otro; César organizó incluso carreras de caballos desuncidos, que fueron montados sin ensillar por postillones.

La longitud de cada carrera era de cinco millas, distancia que se conseguía dando siete vueltas alrededor de la división central de la spina, un promontorio estrecho y alto adornado con muchas estatuas que exhibía siete delfines en uno de los extremos, y en el otro siete huevos dorados colocados en lo alto de grandes cálices; a medida que acababa cada una de las vueltas se tiraba del morro de un delfín y la cola se alzaba, y se quitaba un huevo dorado de un cáliz. Si las doce horas del día y las doce horas de la noche eran de igual longitud, entonces cada carrera tardaba en su recorrido un cuarto de hora, lo que significaba que el ritmo era veloz y furioso, un galope enloquecido. Cuando se producían vuelcos solían ocurrir al dar la vuelta a las metae, donde cada conductor, con las riendas enrolladas con muchas vueltas a la cintura y una daga metida entre las mismas para poder liberarse si chocaba, luchaba con destreza y valor por mantenerse en el lado interior, de manera que así el recorrido fuera más corto.

La multitud quedó encantada aquel día, pues en lugar de largos descansos después de cada carrera, César las hizo sucederse una detrás de otra sin apenas interrupción; los corredores de apuestas se apresuraban entre los excitados espectadores para recoger las apuestas en un continuo frenesí, pues no daban abasto. Ni un solo sitio en las gradas estaba vacío, y las mujeres se sentaban en las rodillas de sus maridos para ganar espacio. No se permitía la entrada a los niños, a los esclavos ni a los esclavos libertos, pero las mujeres se sentaban con los hombres. En los juegos de César más de doscientos mil romanos libres se apretujaron en el Circo Máximo, mientras que otros cuantos miles más los contemplaron desde puntos estratégicos en lo alto del Palatino y el Aventino.

– Son los mejores juegos que Roma ha visto nunca -le dijo Craso a César al final del sexto día-. Qué proeza de ingeniería hacer eso con el Tíber, y luego quitarlo todo y tener el terreno seco de nuevo para las carreras de carros.

– Estos juegos no han sido nada -repuso César con una sonrisa-, y tampoco ha sido particularmente difícil utilizar un Tíber crecido a causa de las lluvias. Espera hasta que veas los ludi romani de setiembre. Lúculo quedaría desolado si cruzase el pomerium para verlos.

Pero entre los ludi megalenses y los ludi romani hizo otra cosa tan insólita y espectacular que Roma habló de ello durante años. Cuando la ciudad se ahogaba debido a la gran cantidad de ciudadanos rurales que habían acudido de vacaciones a la ciudad para presenciar los grandes juegos a principios de setiembre, César celebró unos juegos funerarios en memoria de su padre, y utilizó todo el Foro Romano para ello. Desde luego hacía calor y el cielo estaba claro, así que cubrió toda la zona con una carpa de lona de color púrpura y, amarrando sus bordes a edificios que sirvieran de soporte, sujetó aquella estructura de tejido macizo con grandes postes y cuerdas. Un ejercicio de ingeniería en el que se deleitó, tanto mientras lo ideaba como mientras lo supervisaba en persona.

Pero cuando empezó toda aquella increíble construcción, se corrió con fuerza el rumor de que César pensaba exhibir mil parejas de gladiadores, e inmediatamente Catulo convocó una sesión del Senado.

– ¿Qué es lo que estás planeando, César? -le exigió Catulo ante toda la Cámara, llena a rebosar-. Siempre he sabido que intentas socavar la República, pero… ¿utilizar mil parejas de gladiadores cuando no hay legiones que defiendan nuestra amada ciudad? ¡Esto no es abrir un túnel en secreto para minar los cimientos de Roma, esto es usar un ariete!

– Bueno -dijo César con voz lenta mientras se ponía en pie en su estrado curul-, es cierto que poseo un poderoso ariete, y también es cierto que he excavado numerosos túneles en secreto, pero siempre lo uno con lo otro.

– Se separó la túnica del pecho, tiró del escote y metió por allí la cabeza para hablar por el hueco así producido; luego gritó-: ¿No es cierto eso, oh, ariete? -Dejó caer la mano, la túnica volvió a quedar plana y César levantó la vista con la más dulce de las sonrisas-. Dice que es verdad.

Craso emitió un sonido intermedio entre un maullido y un aullido, pero antes de que su risa pudiera cobrar fuerza el bramido de regocijo de Cicerón se le adelantó; la Cámara se disolvió en medio de una galerna de carcajadas que dejó a Catulo sin habla y con el rostro de color púrpura.

Después de lo cual César procedió a exhibir el número que siempre había tenido intención de exhibir, trescientas veinte parejas de gladiadores con hermosos atuendos plateados.

Pero antes de que los juegos funerarios propiamente dichos estuvieran en marcha, otra sensación ultrajó a Catulo y a sus colegas… Cuando amaneció, y visto desde las casas situadas al borde del Germalo, el Foro parecía el mar de color vino tinto suavemente ondulado de Homero; aquellos que llegaron los primeros para conseguir los mejores sitios descubrieron que al Foro Romano se le había añadido algo más que una carpa. Durante la noche César había devuelto a sus pedestales o a sus plintos todas las estatuas de Cayo Mario, y había puesto los trofeos de guerra de Cayo Mario otra vez dentro del templo al Honor y la Virtud que él había construido en el Capitolio. Pero, ¿qué podían hacer al respecto los archiconservadores senadores? La respuesta era simple: nada. Roma nunca había olvidado -ni había aprendido a dejar de amar- al magnífico Cayo Mario. De todo lo que César hizo durante el memorable año en que fue edil curul, la restauración de Cayo Maño se consideró el acto más importante.