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Naturalmente César no desaprovechó aquella oportunidad para recordar a todos los electores quién y qué era él; en todas las pequeñas pistas de arena donde alguno de los trescientos veinte pares de gladiadores se enfrentaban -al fondo del Foso de los Comicios, en el espacio que quedaba entre los tribunales, cerca del templo de Vesta, delante del pórtico Margaritaria, en la Velia-, hizo que se proclamase el linaje de su padre, recorriendo todo el árbol genealógico hasta llegar a Venus y a Rómulo.

Dos días después de eso, César -y Bíbulo- pusieron en escena los ludi romani, que en esta ocasión duraban doce días. El desfile desde el Capitolio, atravesando el Foro Romano hasta el Circo Máximo, duró tres horas. Los principales magistrados del Senado lo encabezaban, con bandas de jóvenes sobre hermosas monturas detrás de ellos; luego seguían todos los carros qué habían de tomar parte en las carreras y los atletas que iban a competir; varios cientos de bailarines, máscaras y músicos; enanos disfrazados de sátiros y faunos; todas las prostitutas de Roma ataviadas con sus togas color fuego; esclavos que portaban cientos de espléndidas urnas o jarrones de plata u oro; grupos de falsos guerreros que vestían túnicas de color escarlata con cinturones de bronce llevaban en la cabeza cascos con penachos y blandían espadas y lanzas; animales para los sacrificios; y luego, en el último y más honroso lugar, los doce dioses mayores junto con muchos otros dioses y héroes montados en literas abiertas pintadas de oro y púrpura, con dibujos muy realistas, y aviados todos ellos con exquisitas ropas.

César había decorado por completo el Circo Máximo y lo había hecho mejor todavía que en cualquiera del resto de los espectáculos utilizando millones de flores frescas. Como los romanos adoraban las flores, el numerosísimo público quedó embelesado casi hasta el punto de llegar al desvanecimiento, ahogados por el perfume de las rosas, las violetas, las cepas, los alhelíes. Sirvió refrigerios gratis y pensó en toda clase de novedades, desde funámbulos hasta personas que vomitaban fuego, pasando por contorsionistas, unas mujeres ligeras de ropa que parecían capaces casi de volverse del revés.

Cada día se veía en los juegos algo nuevo y diferente, y las carreras de carros eran soberbias.

Le decía Bíbulo a todo aquel que se acordaba de él lo suficiente como para comentar las cosas:

«Me dijo que yo sería Pólux y él Cástor. ¡Y hay que ver cuánta razón tenía! Bien hubiera podido ahorrarme mis preciosos trescientos talentos; sólo han servido para verter comida y vino en doscientas mil gargantas ávidas, mientras él es quien se ha llevado el mérito de todo lo demás.»

Le dijo Cicerón a César:

«En general me desagradan los juegos, pero tengo que confesar que los tuyos han sido realmente espléndidos. Celebrar los juegos más lujosos de la historia es bastante loable en un aspecto, pero lo que a mí de verdad me ha gustado de tus juegos es que no han sido nada vulgares.»

Dijo Tito Pomponio Ático, caballero plutócrata, a Marco Licinio Craso, senador plutócrata:

«Ha sido brillante. Le ha proporcionado beneficios a todo el mundo. ¡Vaya año para los floricultores y para los mayoristas! Votarán a César durante el resto de su carrera política. Por no hablar de los panaderos, de los molineros… ¡oh, realmente muy, muy, inteligente!»

Y el joven Cepión Bruto le dijo a Julia:

«El tío Catón está realmente disgustado. Desde luego, es un gran amigo de Bíbulo. Pero, ¿por qué tiene siempre tu padre que causar tanta sensación?»

Catón aborrecía a César.

Cuando por fin había regresado a Roma, en la época en que César asumió el cargo de edil curul, ejecutó el testamento de su hermano Cepión. Aquello requirió que fuera a ver a Servilia y a Bruto, que con casi dieciocho años de edad estaba ya muy encauzado en su carrera en el Foro, aunque aún no se había ocupado de ningún caso ante los tribunales.

– Me desagrada el hecho de que ahora seas patricio, Quinto Servilio -dijo Catón, muy puntilloso en lo referente a utilizar el nombre correcto-, pero como yo no estaba dispuesto a ser otro que un Porcio Catón, supongo que debo dar mi aprobación.

– Se inclinó hacia adelante bruscamente-. ¿Qué haces en el Foro? Deberías estar en el campo de batalla formando parte del ejército de alguien, como de tu amigo Cayo Casio.

– Bruto ha recibido una exención -dijo Servilia con altivez, poniendo énfasis en el nombre.

– Nadie debería estar exento a menos que sea un lisiado.

– Tiene el pecho débil -dijo Servilia,

– El pecho le mejoraría en seguida si saliera a cumplir con su deber legal, que es servir en las legiones. Y también le mejoraría la piel.

– Bruto irá cuando yo considere que se encuentra lo suficientemente bien de salud.

– ¿Es que él no tiene lengua? -preguntó Catón en tono exigente; no de un modo tan fiero como el que habría empleado antes de partir para el Este, aunque aún seguía siendo agresivo-. ¿No puede hablar por sí mismo? Estás haciendo una persona débil de este muchacho, Servilia, y eso no es romano.

Todo lo cual escuchaba Bruto punto en boca, y sometido a un grave dilema. Por una parte estaba deseando ver cómo su madre perdía aquella -o cualquier otra- batalla, pero por otra parte le horrorizaba el servicio militar. Casio se había ido muy contento mientras Bruto desarrollaba una tos que iba empeorando cada vez más. Le dolía verse disminuido a los ojos de su tío Catón, pero éste no toleraba la debilidad o la fragilidad de ningún tipo; además el tío Catón, ganador de muchas condecoraciones al valor en el campo de batalla, nunca comprendería a la gente que no se emocionase cuando levantaba una espada. Así que ahora empezó a toser con un sonido espeso y seco que le empezaba en la base del pecho y reverberaba durante todo el camino hasta la garganta. Eso, naturalmente, le produjo una copiosa flema, lo cual le permitió mirar enloquecido primero a su madre y luego a su tío, murmurar una excusa y marcharse.

– ¿Ves lo que has hecho? -le recriminó Servilia a Catón enseñando los dientes.

– Le hace falta ejercicio y un poco de vida al aire libre. También sospecho que eres tú quien le estás haciendo de curandera para el problema que tiene en la piel. Presenta un aspecto espantoso.

– ¡Bruto no es responsabilidad tuya!

– Según las condiciones del testamento de Cepión, puedes tener la absoluta certeza de que sí lo es.

– El tío Mamerco ya lo ha hablado todo con él, no te necesita para nada. En realidad, Catón, nadie te necesita. ¿Por qué no vas y te tiras al Tíber?

– Todos me necesitan, eso está claro. Cuando me marché al Este tu chico estaba empezando a ir al Campo de Marte, y durante una temporada dio la impresión de que, en efecto, quizás pudiera aprender a ser un hombre. Y ahora me encuentro con que es un perrito faldero de mamá! Y además, ¿cómo has podido prometerlo en matrimonio con una muchacha sin dote digna de mención, con otra malvada patricia? ¿Qué clase de hijos esmirriados van a tener?

– Lo que espero es que tengan hijos como el padre de Julia e hijas como yo -le dijo Servilia con un tono de voz helado-. Di lo que quieras de los patricios y de la vieja aristocracia, Catón, pero en el padre de Julia puedes ver todo lo que debería ser un romano, desde soldado a orador pasando por político. Bruto quiso ese emparejamiento; en realidad no fue idea mía, pero ojalá se me hubiera ocurrido a mí. ¡La sangre de Julia es tan buena como la de él… y eso es mucho más importante que la dote! Sin embargo te diré, para tu información, que su padre me ha garantizado una dote de cien talentos. Y Bruto no necesita una chica con una gran dote, ahora que es el heredero de Cepión.