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– Si está dispuesto a esperar varios años por una esposa, bien podía haber aguardado unos años más y casarse con mi Porcia -dijo Catón-. Yo habría aplaudido esa alianza de todo corazón! El dinero de mi querido Cepión habría ido a parar a los hijos de ambas partes de la familia.

– ¡Oh, ya comprendo! -dijo Servilia con desdén-. La verdad se acaba descubriendo, ¿eh, Catón? No cambiarías tu nombre para conseguir el dinero de Cepión, pero… ¡qué plan tan brillante conseguirlo a través de la parte femenina! ¿Casarse mi hijo con la descendiente de un esclavo? ¡Por encima de mi cadáver!

– Todavía podría ocurrir -le sugirió Catón en un tono complaciente.

– ¡Si eso ocurriera, le daría a la chica brasas candentes para cenar!

– Servilia se puso tensa, pues comprendía que ya no manejaba tan bien a Catón como antes; éste estaba más frío, más despegado, y resultaba más difícil de enredar. Sacó su aguijón más desagradable-. Dejando aparte el hecho de que tú, el descendiente de un esclavo, eres el padre de Porcia, también hay que pensar en su madre. Y puedo asegurarte que yo nunca permitiría que mi hijo se casase con la hija de una mujer que no puede esperar a que su marido regrese a casa!

En los viejos tiempos él la habría atacado violentamente de palabra, habría gritado y la habría acosado. Aquel día se puso rígido y no dijo nada durante un rato.

– Creo que una afirmación como ésa necesita una aclaración -dijo Catón al fin.

– Me alegraré de complacerte. Atilia se ha comportado como una niña muy traviesa.

– ¡Oh, Servilia, tú eres uno de los mejores ejemplos por los que Roma necesita unas cuantas leyes en los libros que obliguen a las personas a sujetar la lengua!

Servilia sonrió dulcemente.

– Pregunta a cualquiera de tus amigos si dudas de mí. Pregúntale a Bíbulo, a Favonio o a Ahenobarbo, ellos han estado aquí para presenciar esos amores ilícitos. No es ningún secreto.

Catón hizo un gesto hacia adentro con la boca, hasta hacer desaparecer los labios.

– ¿Quién ha sido? -preguntó.

– Pues quién va a ser! ¡Ese romano entre los romanos, naturalmente! César. Y no me preguntes a qué César me refiero… ya sabes qué César es el que tiene esa reputación. El futuro suegro de mi querido Bruto.

Catón se puso en pie sin pronunciar una palabra.

Se dirigió inmediatamente a su modesta casa, que se encontraba en una calleja situada en un lugar sin vistas del centro del Palatino, en la cual había instalado a su amigo filósofo, Atenodoro Cordilión, antes incluso de acordarse de saludar a su esposa y a sus hijos en la única habitación para invitados.

La reflexión confirmó la malicia de Servilia. Atilia estaba diferente. Por una parte, de vez en cuando sonreía y se tomaba la libertad de hablar antes de que le hablasen; por otra parte, los pechos se le habían llenado, y de un modo peculiar que a él le revolvía. Aunque habían transcurrido tres días desde que Catón llegara a Roma, éste no había ido al dormitorio de Atilia -él prefería ocupar solo el cubículo de dormir principal- para calmar lo que incluso su venerado bisabuelo Catón el Censor había considerado una necesidad natural, no sólo permisible entre marido y mujer -o esclava y amo-, sino en realidad una necesidad digna de admiración.

Oh, ¿qué querido dios bueno y benevolente se lo había impedido? Mira que si se hubiera introducido en lo que legalmente era propiedad suya sin saber que se había convertido en la propiedad ilegal de otro… Catón se estremeció, tuvo que esforzarse por aplacar el creciente asco que sentía. César. Cayo Julio César, el peor de toda aquella pandilla de podridos y degenerados. ¿Qué demonios habría visto en Atilia, a quien Catón había escogido precisamente porque era el polo absolutamente opuesto a la redonda, morena y adorable Emilia Lépida? Catón reconocía que era un poco lento intelectualmente pues desde la infancia le habían inculcado esa idea a fuerza de repetirle que lo era, pero no tuvo que ir muy lejos a buscar el motivo que había movido a César. Incluso a pesar de ser patricio, aquel hombre iba a ser demagogo, otro Cayo Mario. ¿A cuántas esposas de los tradicionalistas incondicionales habría seducido? Los rumores eran abundantes. Y allí estaba él, Marco Porcio Catón, todavía sin edad suficiente para formar parte del Senado, pero obviamente ya considerado por César como un notable enemigo. ¡Eso era bueno! Pues ello decía que él, Marco Porcio Catón, tenía la energía y la voluntad necesarias para ser una gran fuerza en el Foro y en el Senado. ¡César le había puesto los cuernos a él! Ni por un momento se le ocurrió que Servilia fuera la causa, porque no tenía ni idea de que ella y César mantuvieran una relación íntima.

Bien, quizás Atilia hubiera dejado que César se le metiera en la cama y entre las piernas, pero a Catón no lo había admitido en la cama después de aquello. Lo que la muerte de Cepión había puesto en marcha, la traición de Atilia lo había hecho terminar. ¡No querer a nadie! Nunca, nunca encariñarse con nadie. Encariñarse significaba incesante dolor.

No le hizo preguntas a Atilia. Se limitó a llamar al mayordomo a su despacho y a darle instrucciones para que empaquetara las cosas de ella y la echase de allí inmediatamente, que se la devolviese a su hermano. Unas cuantas palabras garabateadas en un papel y el hecho estaba consumado. Atilia quedaba repudiada y él no tendría que devolver ni un sestercio de la dote de una adúltera. Mientras esperaba en el despacho oyó la voz de ella a lo lejos, un quejido, un sollozo, un grito frenético llamando a sus hijos, y durante todo el tiempo la voz del mayordomo alzándose por encima de la de ella, el nido de los esclavos tropezándose unos con otros al cumplir las órdenes del amo. Finalmente se oyó abrirse la puerta principal, y luego cerrarse. Después de lo cual el mayordomo llamó a la puerta.

– La señora Atilia se ha ido, domine.

– Envíame aquí a mis hijos.

Estos entraron poco después, desconcertados por el alboroto pero sin saber qué había ocurrido. No podía negarse que ambos eran suyos, ni siquiera ahora que la duda lo corroía. Porcia tenía seis años, era alta, delgada y angulosa, con el mismo pelo castaño que él pero en una versión más abundante y rizada, con los mismos ojos grises y separados que tenía él, con el mismo cuello largo, aunque la nariz era algo más pequeña. Catón Junior era dos años menor, un niño flaco que siempre le recordaba cómo había sido él mismo en aquellos días en que aquel marso advenedizo, Silón, lo había sostenido colgado de la ventana y lo había amenazado con dejarlo caer sobre afiladas rocas; sólo que Catón Junior era tímido en vez de valiente y tenía tendencia a llorar con facilidad. Y, ay, ya estaba claro que la lista de los dos era Porcia, la pequeña oradora y filósofa. Dones inútiles en una niña.

– Hijos, me he divorciado de vuestra madre por infidelidad -les dijo Catón en tono normal con su acostumbrada voz ronca carente de toda expresión- Ha sido impura y ha demostrado no ser una adecuada esposa ni madre. He prohibido su entrada en esta casa, y no permitiré que ninguno de vosotros vuelva a verla.

El niñito apenas comprendió aquellas palabras adultas, sólo que algo horrible acababa de suceder, y que su madre era el centro de todo ello. Los grandes ojos se le llenaron de lágrimas; el labio le temblaba. No se puso a dar alaridos simplemente porque su hermana le dio de pronto un apretón en el brazo, que era la señal para decirle que debía controlarse. Y ella, aquella pequeña estoica que habría muerto con tal de complacer a su padre, se mantuvo erguida y con aspecto indómito, sin lágrimas ni temblores de los labios.

– Mamá se ha ido al exilio -dijo.

– Esa es una manera de expresarlo tan buena como cualquier otra.

– ¿Sigue siendo ciudadana? -preguntó Porcia con una voz muy parecida a la de su padre, sin ritmo ni melodía.