Bruto hizo una mueca de dolor al salir bruscamente de su ensimismamiento; su madre había rechinado los dientes mientras iba caminando a paso largo, un sonido espantoso que hacía que todo el que lo oía palideciera y saliera huyendo. Pero Bruto no podía huir. Lo único que podía hacer era confiar en que su madre rechinase los dientes por algún motivo que no tuviera nada que ver con él. Lo mismo esperaban los esclavos que la precedían, que se dirigían miradas aterrorizadas mientras el corazón les latía con fuerza y el sudor les manaba en abundancia.
De todo ello ni siquiera se percató Servilia, cuyas piernas fuertes y robustas se abrían y se cerraban como las tijeras podadoras de Atropos al avanzar enfurecida. ¡Cepión era un miserable! Bueno, ahora ya era tarde para que heredara Bruto. Cepión se había casado con la hija del abogado Hortensio, que pertenecía a una de las familias plebeyas más antiguas e ilustres de Roma, y Hortensia estaba saludablemente embarazada de su primer hijo. Habría muchos hijos más; la fortuna de Cepión era tan extensa que ni una docena de hijos podría hacerle mella. En cuanto al propio Cepión, estaba tan en forma y tan fuerte como lo estaban todos los de la casta de los Catones, descendientes de aquel ridículo y escandaloso matrimonio en segundas nupcias que Catón el Censor había contraído, ya cercano a los ochenta años, con la hija de su esclavo Salonio. Eso había sucedido hacía cien años, y Roma en aquella época se había tronchado de risa para luego ir perdonando a aquel repugnante viejo libertino y admitir a su prole descendiente de esclavos en las filas de las Familias Famosas. Desde luego, cabía la posibilidad de que Cepión muriera en un accidente, como le había ocurrido a su padre biológico, Catón Saloniano. Otra vez se oyó el sonido de los dientes de Servilia. ¡Vana esperanza! Cepión había sobrevivido a varias guerras sin un rasguño, aunque era un hombre valiente. No, adiós al Oro de Tolosa. Bruto nunca heredaría las cosas que se habían podido adquirir con ese oro. ¡Y eso no era justo! Por lo menos Bruto era un auténtico Servilio Cepión por parte de madre. ¡Oh, si Bruto pudiera heredar aquella tercera fortuna, seria más rico que Pompeyo Magnus y Marco Craso juntos!
A escasos pies de distancia de la puerta de Silano, ambos esclavos se precipitaron hacia la misma, la aporrearon y se esfumaron en el momento en que entraron atropelladamente en la casa. Así que cuando se les franqueó la entrada a Servilia y a su hijo, el atrio estaba desierto; el personal de la casa ya sabía que Servilia había rechinado los dientes. Por ello no recibió aviso acerca de quién la aguardaba en la sala de estar y entró allí de modo fulminante y rumiando malhumorada la mala suerte de Bruto en aquella cuestión del Oro de Tolosa. Los ultrajados ojos de Servilia cayeron nada menos que sobre su hermanastro, Marco Porcio Catón, el queridísimo tío de Bruto.
Había adoptado un nuevo engreimiento, y le había dado por no llevar túnica debajo de la toga porque en los primeros tiempos de la República nadie la había llevado. Y, si los ojos de Servilia hubieran estado menos llenos de odio hacia él, quizás habría tenido que reconocer que aquella sorprendente y extraordinaria moda -de cuya adopción Catón no podía convencer a nadie- le favorecía. A los veinticinco años de edad estaba en la cima de la salud y de la buena forma física; había vivido dura y precariamente como soldado raso durante la guerra contra Espartaco y no comía nada sabroso ni bebía otra cosa que no fuese agua. Aunque el cabello corto y ondulado tenía un tono castaño rojizo y los ojos eran grandes y de color gris claro, tenía la piel suave y bronceada, así que lograba un aspecto maravilloso al dejar al descubierto todo el lado derecho del tronco, desde el hombro a la cadera. Hombre magro, duro y agradablemente lampiño, había desarrollado bien los músculos pectorales, tenía un vientre plano y un brazo derecho que exhibía vigorosas protuberancias en los lugares apropiados. La cabeza, que coronaba un larguísimo cuello, tenía una hermosa forma y la boca era turbadoramente encantadora. En realidad, de no haber sido por aquella asombrosa nariz, podría haber rivalizado con César, Memmio o Catilina en la espectacular apostura. Pero la nariz reducía todo lo demás a pura insignificancia, ya que era enorme, delgada, afilada y curvada. Una nariz con vida propia, decía la gente, reverenciada hasta convertirse en culto.
– Ya estaba a punto de marcharme -anunció Catón en voz alta y ronca, nada musical.
– Lástima que no lo hayas hecho -dijo Servilia entre dientes, sin hacerlos rechinar, aunque tenía ganas de hacerlo.
– ¿Dónde está Marco Junio? Me han dicho que te lo has llevado contigo.
– ¡Bruto! ¡Llámalo Bruto, como todo el mundo! -dijo Servilia alzando la voz.
– No apruebo el cambio que esta última década ha traído a nuestros nombres -dijo Catón en voz todavía más alta-. Un hombre puede tener uno, dos o incluso tres apodos, pero la tradición exige que se le llame por su primer nombre y el nombre de su familia solamente, no por un apodo.
– ¡Bueno, pues yo por mi parte me alegro profundamente del cambio, Catón! Y en cuanto a Bruto, no está disponible para ti.
– Crees que me daré por vencido -continuó diciendo Catón, cuya voz había adquirido ahora aquel habitual tono tan apropiado para echar bravatas-, pero no será así, Servilia. Mientras viva, nunca me daré por vencido en nada. Tu hijo es mi sobrino carnal, y no hay ningún hombre en su mundo. Te guste o no, pienso cumplir mis deberes con él.
– Su padrastro es el paterfamilias, no tú.
Catón se echó a reír, un relincho estridente.
– ¡Décimo Junio es un pobre bobo vomitón no más apropiado que un pato moribundo para encargarse de supervisar la educación de tu hijo!
Aunque Catón tenía pocos puntos débiles en su enormemente grueso pellejo, Servilia sabía dónde estaba cada uno de ellos. Emilia Lépida, por ejemplo. ¡Cuánto la había amado Catón cuando éste tenía dieciocho años! Tan chiflado como un griego por un jovencito. Pero lo único que había hecho Emilia Lépida era utilizar a Catón para hacer que Metelo Escipión viniera arrastrándose.
– He visto a Emilia Lépida en casa de Aurelia esta tarde. ¡Qué guapa está! Una verdadera esposa y madre. Dice que está más enamorada de Metelo Escipión que nunca -dijo Servilia sin que viniera a cuento.
El dardo hizo blanco con toda claridad; Catón palideció.
– Me utilizó como cebo para recuperarlo a él -dijo con amargura-. Una típica mujer: taimada, engañosa, sin principios.
– ¿Es eso lo que piensas de tu propia esposa? -le preguntó Servilia con una gran sonrisa.
– Atilia es mi esposa. Si Emilia Lépida hubiera honrado su promesa y se hubiera casado conmigo, pronto se habría dado cuenta de que yo no le consiento artimañas a ninguna mujer. Atilia hace lo que se le dice y lleva una vida ejemplar. No estoy dispuesto a permitir conducta alguna que no raye la perfección.
– ¡Pobre Atilia! ¿Ordenarías que la matasen si notaras que le huele a vino el aliento? Las Doce Tablas te permiten hacer eso, y tú eres un ardiente defensor de las leyes antiguas.