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– No puedo privarla de eso, Porcia, y tampoco querría hacerlo. De lo que la he privado es de toda participación en nuestras vidas, porque no merece tomar parte en ellas. Tu madre es una mala mujer, una marrana, una puta, una ramera, una adúltera. Ha estado acostándose con un hombre llamado Cayo Julio César, y eso es todo lo que representa ser un patricio: ser corrupto, inmoral, anticuado -¿De verdad no volveremos a ver a mamá? -No mientras viváis bajo mi techo.

El propósito que había detrás de aquellas palabras adultas por fin hizo mella; el pequeño Catón Junior, de cuatro años, empezó a llorar desconsoladamente.

– ¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá!

– Creía que Zenón no prohibía el amor, solamente las acciones malas -dijo la hija-. ¿No es una buena acción amar a todo lo que es bueno? Tú eres bueno, pater. Yo debo amarte, Zenón dice que eso es una acción buena.

¿Cómo responder a aquello?

– Pues entonces modera tus sentimientos con cierto distanciamiento, y nunca dejes que el amor te gobierne -le indicó Catón-. No debes dejarte gobernar por nada que envilezca la mente, y las emociones lo hacen.

Cuando los niños se fueron, Catón salió de la habitación. En el pórtico, no lejos, se encontraba Atenodoro Cordilión con una jarra de vino, buenos libros y todavía mejor conversación. Desde aquel día en adelante, el vino, los libros y la conversación tendrían que llenar todos los huecos.

¡Ah, pero a Catón le costó caro enfrentarse con el brillante y festejado edil curul mientras éste se ocupaba de sus deberes tan asombrosamente bien, y con tanta aptitud!

– Se porta como si fuera el rey de Roma -le comentó Catón a Bíbulo.

– Pues yo opino que se cree que es el rey de Roma al ir por ahí repartiendo grano y espectáculos circenses. Todo a lo grande, desde esas maneras fáciles que adopta con la gente corriente hasta su arrogancia en el Senado.

– Es mi enemigo reconocido.

– Es el enemigo de todo hombre que quiera la adecuada mos maiorum, que ningún hombre sobresalga un ápice por encima de sus iguales -dijo Bíbulo-. ¡Lucharé contra él hasta que me muera!

– Es otro Cayo Mario -dijo Catón.

Pero Bíbulo pareció despreciativo.

– ¿Mario? ¡No, Catón, no! Cayo Mario sabía que no podría ser nunca rey de Roma, no era más que un hacendado de Arpinum, como su igualmente bucólico primo Cicerón. César no es ningún Mario, créeme. César es otro Sila, y eso es mucho peor.

– Las lágrimas no son una acción correcta cuando se derraman por motivos que no las merecen -le dijo el padre-. Te comportarás como un verdadero estoico y dejarás ese llanto tan poco varonil. No puedes tener a tu madre, y se acabó. Porcia, llévatelo de aquí. La próxima vez que lo vea, confío en ver a un hombre, no a un bebé mocoso y llorón.

– Yo haré que lo comprenda -dijo Porcia mirando a su padre con ciega adoración-. Mientras estemos contigo, pater, todo está bien. Es a ti a quien amamos más, no a mamá.

Catón se quedó petrificado.

– ¡No améis nunca a nadie! -gritó-. ¡Nunca, nunca améis! ¡Un estoico no ama! ¡Un estoico no necesita que le amen! En julio de aquel año Marco Porcio Catón fue elegido cuestor, y le tocó en suerte ser el senior de los tres cuestores urbanos; sus dos colegas eran el gran aristócrata plebeyo Marco Claudio Marcelo y un tal Lolio, un miembro de aquella familia picentina que Pompeyo el Grande estaba introduciendo felizmente en el meollo de la influencia romana del Senado y los Comicios.

Con algunos meses por delante antes de asumir el cargo de hecho, y antes de que le estuviera permitido asistir a las sesiones del Senado, Catón dedicó sus días a estudiar comercio y derecho mercantil; contrató a un tenedor de libros del Tesoro jubilado para que le enseñase cómo los tribuni aerarii que estaban al frente de aquel terreno realizaban la contabilidad, y se estudió laboriosamente todo aquello que no le entraba de un modo natural hasta que supo tanto acerca de las finanzas del Senado como sabía César, sin dar se cuenta de que lo que a él le costaba tanto esfuerzo, su enemigo reconocido lo había comprendido casi al instante.

Los cuestores se tomaban su obligación a la ligera y nunca se molestaban preocupándose demasiado con una vigilancia auténtica de lo que ocurría en el Tesoro; la parte importante del trabajo para el cuestor urbano corriente era la coordinación con el Senado, que debatía y luego delegaba adónde debía destinarse el dinero del Estado. Era práctica aceptada echar una mirada por encima a los libros que los funcionarios del Tesoro les dejaban ver de vez en cuando y aceptar las cifras del Tesoro cuando el Senado estudiaba las finanzas de Roma. Los cuestores también les procuraban favores a sus parientes y amigos, siempre que esas personas estuviesen en deuda con el Estado, haciendo la vista gorda ante el caso concreto u ordenando que los nombres en cuestión se borrasen de los archivos oficiales. En resumen, los cuestores con destino en Roma se limitaban a permitir que el personal fijo del Tesoro se ocupara de sus asuntos e hiciera su trabajo. Y, ciertamente, ni el personal fijo del Tesoro ni Marcelo ni Lolio, los otros dos cuestores urbanos, tenían la más remota idea de que las cosas iban a cambiar radicalmente.

Catón no tenía intención de comportarse con laxitud. Pensaba ser más concienzudo dentro del Tesoro que Pompeyo el Grande en el Mare Nostrum. Al alba del quinto día de diciembre, el día que iba a tomar posesión del cargo, allí estaba Catón llamando a la puerta lateral del sótano del templo de Saturno, nada complacido al enterarse de que el sol tenía que estar bien alto antes de que nadie acudiese allí a trabajar.

– La jornada de trabajo empieza al amanecer -le indicó Catón al jefe del Tesoro, Marco Vibio, cuando este personaje llegó sin aliento después de que un preocupado empleado le había enviado aviso con urgencia.

– No hay ninguna norma a tal efecto -repuso suavemente Marco Vibio-. Nosotros trabajamos dentro de un horario que establecemos nosotros mismos, y es un horario flexible.

– ¡Tonterías! -dijo Catón con desprecio-. Yo soy el guardián electo de estos locales, y pienso encargarme de que el Senado y el pueblo de Roma le saquen jugo hasta el último sestercio del dinero de los impuestos. ¡Esos impuestos sirven para pagarte a ti y al resto de las personas que trabajan aquí, no lo olvides!

No fue un buen comienzo. A partir de entonces las cosas fueron empeorando cada vez más para Marco Vibio. Se le había echado encima un fanático. Cuando en el pasado, en algunas raras ocasiones, se había encontrado maldecido por algún cuestor protestón, Marco Vibio había procedido a poner al tipo en cuestión en su lugar ocultándole todo el conocimiento especializado del trabajo; como no tenían conocimientos del Tesoro, los cuestores sólo podían hacer lo que se les permitía hacer. Desgraciadamente, aquello no detuvo a Catón, quien demostró que conocía tanto acerca del funcionamiento del Tesoro como el propio Marco Vibio. ¡Y posiblemente más!

Catón había llevado consigo varios esclavos y se había ocupado de que se les entrenase en distintos aspectos de las actividades del Tesoro, y cada día se presentaba allí al alba con su pequeño séquito para sacar completamente de sus casillas a Vibio y a sus subalternos. ¿Qué era esto? ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba esto y lo otro? ¿Cuándo habían ocurrido tal cosa y tal otra? ¿Cómo es que ocurría cualquier cosa? Y así sucesivamente. Catón era persistente hasta el punto de resultar insultante, era imposible sacárselo de encima con respuestas convincentes y resultaba insensible a la ironía, al sarcasmo, a los improperios a la adulación, a las excusas y a los síncopes.

«Me siento como si todas las furias me estuvieran acosando más duramente de lo que nunca acosaron a Orestes! -decía jadeante Marco Vibio al cabo de dos meses de sufrir aquello, cuando hizo acopio de valor para buscar solaz y ayuda en su patrón, Catulo-. No me importa lo que tengas que hacer para que Catón se calle y se mande mudar. ¡Sólo quiero que lo hagas! He sido tu cliente leal y devoto durante más de veinte años, soy tribunus aerarius de primera clase, y ahora me encuentro con que tanto mi cordura como mi puesto están en peligro. «Líbrame de Catón!»